Esas
frecuentes comunicaciones con el más allá, con ese Cielo abierto ante la mirada
deslumbrada del humilde sacerdote, y esos secretos entrevistos en él, no podían
dejar tranquilo al infierno. El príncipe de este mundo, como lo llama
Jesucristo, se inquietaba ante el apoyo divino. Su odio por las almas que el
apóstol, iluminado de aquel modo, salvaba por millares, lo impulsaba de todas
maneras a esterilizar el esfuerzo del Santo. Por innumerables asaltos intentó
debilitar su celo. A partir de 1862, esas persecuciones fueron verdaderamente
infernales.
De noche, preferentemente, no cesaba de atormentarlo. Sobre este punto poseemos las confidencias de la
víctima. Al clérigo Cagliero, a Bonetti
y a Ruffino, quienes, en una mañana de febrero de 1862, lo hallaron pálido y
extenuado, confesó que el demonio infestaba sus noches, y agregó detalles.
Ora aullaba junto a su oído; ora desencadenaba en el
cuarto un viento tempestuoso, que barría con todos los papeles del escritorio;
en ciertos momentos partía sin descanso astillas de madera, o hacía salir
llamas de la estufa apagada, o bien arrebataba las cobijas, o agitaba
violentamente el lecho. La señal de la cruz detenía el asalto, que volvía a
comenzar instantes después con renovado vigor. Lanzaba gritos estridentes y
siniestros, que provocaban espanto; desencadenaba en el techo un estruendo
terrible, semejante a un escuadrón de caballería lanzado al galope; sacudía a
Don Bosco por los hombros; se sentaba irónicamente sobre su pecho; hacía danzar
la mesa de luz por el centro de la habitación; le pasaba un pincel helado por
la frente, por la nariz, por el mentón; levantaba la cama y la dejaba caer
bruscamente al suelo; sacudía puertas y ventanas hasta durante un cuarto de
hora; se le aparecía en forma de animales feroces: osos, tigres, lobos,
serpientes, o de monstruos indescriptibles, que se abalanzaban furiosos sobre
él...
Advertidos de tales hechos por Cagliero,
algunos discípulos de Don Bosco, los más valientes y fuertes: Savio, Bonetti y
Ruffino, quisieron velar junto a la puerta. Pero luego de algunos minutos
huyeron espantados. No podían resistir aquel tumulto infernal.
El
mismo Don Bosco, en ciertos días, salía agotado de esa lucha que no le dejaba
ninguna noche tranquila. Una vez, incluso no soportándolo más, corrió a
refugiarse en casa de su amigo el obispo. La primera noche, todo marchó a
maravilla; tranquilidad absoluta. El Santo se lisonjeaba ya de que el demonio
había perdido su rastro. Desgraciadamente, desde la siguiente noche el asalto
volvió a comenzar. Por precaución habíase quedado charlando de sus asuntos con
el buen obispo hasta la una de la mañana. Pero
no hacía un cuarto de hora que se había dormido, cuando un monstruo horroroso
se alzó a los pies de su lecho, pronto a lanzarse sobre él. Ante esta visión
Don Bosco lanzó tal grito, que todos los moradores se despertaron, y acudieron
para informarse sobre el motivo de lo sucedido. El Santo respondió que
había sufrido una pesadilla, y que era esa la causa de su alarma y terror. Al
día siguiente, por la mañana, en el desayuno, confesó todo al obispo, y por la
noche retomaba el camino a Turín, persuadido de no poder despistar al
adversario.
¿Cuál era, pues, el motivo del desencadenamiento de este
furor demoníaco?
Sin duda, el perjuicio que Don Bosco causaba
al infierno; la cantidad de víctimas que le arrebataba, y sobre todo, el
pensamiento de los estragos que causaba y seguiría causando en el reino del mal
la joven Congregación, que ese mismo año iba a afirmar su vigor por la profesión
religiosa de sus veintidós primeros miembros.
Acaso se agregaran
también razones especiales. Don Bosco pensó durante mucho tiempo que una de las
causas de esos asaltos diabólicos era la parte activa tomada por él en la
apertura de la escuela católica que en el otro extremo de Turín, muy cerca de
su Oratorio de San Luis, debía combatir a la escuela protestante. Estaba
persuadido, sobre todo, que sufriendo tales asaltos desviaba hacia él la rabia
del infierno, y protegía también de ese modo el alma de sus hijos.
— ¿Por qué, pues — le preguntaba uno de sus hijos, al volver de
Ivrea —, no exorcizasteis al demonio, como lo habíais prometido?
—Pero
si lo alejo de mí, os atacará a vosotros.
— Entonces la noche que os dejó tranquilo en Ivrea, ¿hizo de las
suyas aquí en Turín?
—En
efecto — respondió Don Bosco. — Esa noche hizo grandes estragos en el Oratorio.
—Pero, ¿por qué no le preguntáis lo que quiere?
—
¿Quién os dijo que no lo he hecho?
— ¿Y qué os respondió? — preguntaron ansiosos todos los jóvenes.
Don Bosco juzgó
prudente no responder a la pregunta, y dijo simplemente:
—
Orad.
Los jóvenes no dejaron de hacerlo.
Don Bosco supo recobrar progresivamente sus
fuerzas perdidas.
Esta
lucha con el espíritu de las tinieblas duró, a pesar de todo, más de dos años,
con intervalos irregulares, hasta 1864.
Una vez en que el Santo contaba
familiarmente a sus íntimos esas noches diabólicas, y narraba el espanto que
causa la sola presencia del demonio, lo interrumpió uno de sus jóvenes,
diciendo:
— ¡Oh, lo que es yo, no le tengo miedo!
—
¡Cállate! — exclamó Don Bosco con terminante acento que sorprendió a todos. —
¡Cállate! Ignoras hasta dónde llega, con el permiso de Dios, el poder de
Satanás.
— Ya lo sé. Mirad, Don Bosco; si lo viera, lo tomaría por el
cuello y le haría pasar un mal rato.
—
Estás diciendo tonterías, hijo mío. El miedo tan sólo te mataría al menor
contacto.
— Pero le haría la señal de la cruz...
—
Eso lo detendría un instante.
— Entonces, ¿cómo hacéis para rechazarlo?
—
Conozco ahora perfectamente el medio de hacerlo huir. Desde que lo empleo, me
deja tranquilo.
— ¿Cuál es? ¿El agua bendita?
—
En ciertos momentos, la misma agua bendita no es suficiente.
— ¡Oh, decidnos el remedio! — suplicaron en coro los jóvenes.
—
Lo conozco, lo he empleado. ¡Y cuán eficaz es!...
Luego calló, guardando para sí el secreto.
De este diálogo sólo podemos sacar esta
conclusión: cierto día, por un medio desconocido, pero que nuestra fe adivina,
el siervo de Dios eliminó definitivamente la intromisión del demonio en su
vida.
Creemos que, terminado este largo combate,
los ángeles, como en la escena de la tentación del Evangelio, se acercaron para
servir al vencedor. Estos, por otra parte, jamás lo abandonaron, pues las
comunicaciones de lo alto, durante esos dos años de tortura, fueron más
abundantes y consoladoras que nunca.
Al verlo pasar, actuar, entregarse a
menesteres humildes; al ver al pobre Don Bosco, como él se llamaba; al
escucharlo hablar y bromear con sus niños, ¿quién
hubiera sospechado que su alma era teatro de semejantes fenómenos, y que
mientras el Cielo lo inundaba de claridad, el infierno lo llenaba de espanto?
Es preciso confesar que Don Bosco ocupa un lugar prominente en las filas de la
santidad, cabalmente por ese contraste entre la humildad de su exterior y el
esplendor de su alma. Hallamos santos más notables, más milagrosos, de una
mayor irradiación de obras en veinte siglos de cristianismo; pero convengamos
en que hallamos muy pocos en la historia de la Iglesia tan originales y
atrayentes.
“SAN
JUAN BOSCO” Un gran educador
A.
AUFFRAY
AÑO
1954
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