Discípulo.
— Dígame, Padre, ¿cuál es la causa
principal de las malas confesiones?
Maestro.
— Pueden ser varias, pero la más principal es siempre el miedo, es decir, aquella maldita
vergüenza, engendro del diablo, que a muchos cierra la boca para que
callen ciertos pecados o para que no manifiesten el número verdadero. ¿Sabes cómo se conduce el demonio cuando
quiere inducir a alguno a pecar? Se le acerca y con mil tramoyas le sugiere
que peque. “Ea, abalánzate a aquel
pecado... ¿Tan gran mal piensas que es? Dios es bueno... No te castigará... Ya
te confesarás luego, te perdonará, y... asunto concluido”. Una y otra vez;
hoy, mañana y pasado, no ceja en su porfía, hasta que acaba por triunfar, es
decir, por arrancar el consentimiento y arrastrar al pecado y tal vez a la
repetición de los pecados. En cambio, cuando el pobrecito pecador, agobiado por
el remordimiento, resuelve ir a confesarse, muda su táctica: se le acerca de
nuevo y le dice: “¿Cómo te atreverás a
manifestar tal pecado?... Se asombrará el confesor... te reñirá... lo llevará a
mal... quizás te niegue la absolución... Ea. No temas, más tarde te
confesarás... hay tiempo... siempre es hora...”
Discípulo.
— ¿Es esa la táctica del demonio?
Maestro.
— Esa es ciertamente. El mismo lo declaró a San Antonino,
Arzobispo de Florencia.
Un día vio este Santo
al demonio junto al confesonario y le increpó diciendo:
—
¿Qué haces ahí, bestia feroz?
Respondióle: —Estoy esperando para hacer una restitución.
—
¿Qué restitución?, dime, embustero.
—Vengo a restituir el miedo y la vergüenza que he robado a los
pecadores en el acto de hacerles cometer los pecados.
Discípulo.
— Creo haber leído que también Don Bosco vio al
demonio en parecidas circunstancias.
Maestro.
—Justamente. —Oye cómo sucedió.
Una
tarde estaba el santo sacerdote confesando en el coro de la Iglesia de San Francisco de
Sales, de Turín. Eran muchos los jóvenes que se habían reunido,
esperando turno para confesarse.
Confesáronse
diez, veinte, llega finalmente uno que, después de confesar parte de sus
pecados, para.
—
¡Adelante!, dícele Don Bosco, que por luz divina, leía la conciencia de su hijo
espiritual. — ¡Adelante!... ¿Y el otro?...
—No tengo más. Padre. No tengo más.
—No
temas, hijo, continuó el santo. El confesor no te ha de reñir, ni castigar, él
siempre perdona, lo perdona todo en nombre de Dios. ¡Animo!. ¡Confiésate bien!
—No tengo otros pecados, ninguno más...
—Pero
¿por qué, hijo mío, quieres hacer una confesión sacrílega dar que reír al
demonio y hacer llorar a Jesús?
—Os lo aseguro, Padre, no tengo nada más.
Entonces
Don Bosco, que comprendía, el peligro en que se hallaba
aquel pobre joven, inspirado de lo alto, corta de repente la inútil porfía y le
dice: —Bueno, mira quién está aquí detrás, a la espalda... El muchacho se
vuelve en seguida, exhala un grito de terror y arrojándose al cuello de Don Bosco,
exclama:
—Sí, Padre, tengo aún otro pecado... y confiesa el pecado que no
osaba confesar.
Los
compañeros que estaban en la Iglesia y que oyeron el grito, apenas salieron le
rodearon, queriendo saber el porqué de aquel grito. El, sonriente, aunque
todavía asustado, les dice:
—Lo vais a saber. —Tenía un pecado que no me atrevía a
declarar... Don Bosco lo leyó en mi conciencia... vi al demonio en figura de un
gran mono con ojos de fuego, con largas uñas, preparado para atraparme.
Discípulo.
—Don Bosco era un santo. ¡Qué dicha confesarse con un santo!
¿No es verdad, Padre?
Maestro.
—Todos los confesores representan a Jesucristo; Jesucristo siempre es Santo,
tolo lo sabe, todo lo ve, se compadece de todo, todo lo perdona.
Discípulo.
—Sin embargo, el demonio se ocupa en engañar y traicionar en la confesión.
Maestro.
—Siempre, ciertamente.
Como el lobo que apresa a las ovejas por la garganta, para que
no puedan balar, y se las lleva y las devora, así procede el demonio con
ciertas almas; les apresa por la garganta para que no confiesen los pecados, y
así las arrastra miserablemente al infierno.
Discípulo.
— ¡Ah bribón, sinvergüenza! ¿Y habría quien engañado una vez, se presente de
nuevo al juego de este astuto impostor?
Maestro.
—Muchos, muchísimos. ¡Ay de aquél que
empieza a entrar por este camino! Y, generalmente,
por este camino van los que se dan al pecado impuro. Casi nunca hay
dificultades en confesar los pecados contra la fe, las blasfemias, las
profanaciones de los días festivos, las desobediencias, venganzas y hasta los
pecados de hurto; pero si se han de confesar pecados impuros, o si se tienen
que manifestar ciertas circunstancias que los acompañaron, o si es grande el
número de ellos, entonces suele acometer una maldita vergüenza que cierra
sacrílegamente la boca. Y,
puesto que las confesiones sacrílegas, ordinariamente nunca van solas, después
de una se hace otra, continuando así por años y años, juntándose por lo común,
a esos sacrilegios las comuniones sacrílegas. Y no es raro el caso de aquellos
que, habiendo comenzado a callar sus pecados graves desde la primera confesión,
llegan a viejos sin haberse confesado bien nunca, ni reparado tamaño desorden
de su alma.
Es
increíble, exclama el P. Da Bérgamo, es increíble cuan propensa sea la juventud a
esta pasión del miedo o rubor, y de ahí la facilidad con que los jóvenes siguen
callando los pecados, por no sufrir la pena de confesarlos.
San Leonardo atestigua haber tenido a sus pies
penitentes que habían estado varias veces en el trance de la muerte sin haber
vencido, ni siquiera entonces, el rubor que les cerraba la boca para confesar
ciertos pecados.
San Alfonso recomienda que se hable
frecuentemente con fervor en la predicación y en los catecismos de esta mala
vergüenza de callar los pecados, y persuadir al pueblo de la ruina que acarrean
a sus almas las malas confesiones porque esta plaga de las malas confesiones
reina en todas partes, especialmente en los pueblos pequeños. Y, puesto que a
la gente suelen impresionar los ejemplos, recomienda que se cuenten muchos
ejemplos de personas que solían condenados por callar pecados en la confesión.
Discípulo.
—Cuénteme pues algunos Padre.
Maestro.
—Con mucho gusto.
Se
cuenta de una niña que a los 7 años había tenido la desgracia de cometer un
pecado de impureza. Por vergüenza no se atrevió a confesarlo nunca. Cayó
gravemente enferma, llama al confesor, se confiesa, recibe el Santo Viático y
la Extremaunción y muere. Todos, su madre, sus hermanas y sus amigas lamentaron
su muerte, pero se consolaban creyéndola salva y santa, cuando a los tres días
de enterrada, mientras iba el sacerdote a celebrar la Santa Misa por su alma,
siente que le tiran de la casulla para detenerle y una voz triste y lastimera
le dice: —“Padre, no vaya a celebrar por mí porque
estoy condenada; condenada por los pecados que callé en mis confesiones desde
los siete años”.
Otra
muchacha de trece años, comulgó por Pascua con todas sus compañeras; mas he
aquí que apenas recibe la Santa Hostia, le viene como un sobresalto, se
estremece y cae derribada al suelo. La gente acude espantada y la llevan a una
casa vecina. Al acabarse la función, el
Párroco se apresura para verla en la cama donde se revolvía, perdido el
conocimiento; la llama por su nombre y le dice: “Buen ánimo. Encomiéndate a
Jesús, al mismo Jesús que has recibido en la Comunión”. A estas palabras ella
abre los ojos del todo y llena de horror exclama: “¿A
Jesús, a Jesús?... ¡Ah, no! He recibido a Jesús en pecado, he cometido
sacrilegio por los pecados que callé en la confesión”. Y continuando
revolviéndose, poco después expiró entre la conmoción y el espanto de todos.
Otro
joven también se confesó mal, por miedo y vergüenza de confesar ciertos
pecados, y apenas recibió la Hostia Santa, abre la boca y echa a gritar: “Ay, ¡qué ascua de fuego, ay, que me quemo!”— El
sacerdote, se inclina, mira, ve que la Hostia se había cambiado, efectivamente,
en ardiente ascua de fuego. La extrajo en seguida y se salvó aquel joven; mas
todos los presentes comprendieron que Jesús no acaricia a los sacrílegos.
Más terrible es el
hecho siguiente que, además demuestra cuán triste cosa sean ciertos escándalos
tanto para quienes los dan, como para quienes los reciben, particularmente en
la juventud.
Lo refiere Ausonio Franco en sus escritos.
Zarpaba
del puerto de Génova un buque para Marsella. Entre los pasajeros, iba una noble
señora, la cual pronto notó la presencia de una señorita vestida de luto, de
aspecto triste, que se sentaba en el extremo de un banco del puente superior de
la nave; de vez en cuando alzaba los ojos llorosos hacia la playa, exhalando
profundos suspiros, y luego, tapándose la cara con las manos, prorrumpía en
amargos sollozos. Con la mayor afabilidad aquella señora, acercándosele
despacio y con muy delicados y gentiles modos, después de no pocas fatigas, le
arrancó la siguiente confesión:
Pertenezco
a una distinguida familia de Génova; vivía feliz en compañía de mis papas y una
hermana de veinte años, dos años menos que yo. Cierto día enfermó de tan
terrible enfermedad, que en breve la redujo al trance de la muerte.
Urgentemente
se llamó al Sacerdote, se confesó, recibió el Viático y la Extremaunción y
antes de morir, aprovechando un momento en que estaba sola a su cabecera, me
toma de la mano y apretándome fuertemente, con voz apagada, me dice:
— ¡Me muero, hermana! Me siento morir y que estoy condenada al
infierno. ¿Recuerdas, Luisita, ciertas palabras que me dijiste, hace años, en
tal ocasión? Pues bien, jamás las he olvidado. . . Esas palabras me fueron
ocasión de pecados... Me confesé, mas aquellos pecados los callé siempre... he
recibido el viático sacrílegamente. Me siento morir y que voy al infierno...
¡pero por tu culpa!
Me
arodillé a sus pies, le pedí perdón y ella, tomándome la mano muy fuertemente, ¡Sí, te perdono, me dice, te perdono, más por tu culpa
voy al infierno! Y expiró.
Ayer
la llevaron al cementerio, y esta mañana, me escapé de casa, me embarqué en
esta nave, no sé a dónde iré; sin duda acabaré mal. Considere mi desventura.
En
este momento el estampido de un cañón anuncia que la nave está junto al puerto.
Todos los pasajeros andan atareados en busca de sus valijas. En tal confusión
la señora pierde de vista a aquella infeliz. Pregunta a todos, la busca por el
barco, en el puerto, en la playa, por todas partes, pero inútilmente;
desgraciadamente tiene que persuadirse de que, loca del dolor, se arrojó al
mar.
Maestro.
— ¿Qué nos enseñan estos ejemplos?
Discípulo.
—Le aseguro que son terribles y capaces de demostrar cuan gran mal sean las
malas confesiones.
Maestro.
—No debe parecerte, pues, extraño que se
insista tanto sobre la sinceridad en las confesiones. Yo, que desde mis
primeros años de sacerdocio, por la gracia de Dios, tuve la dicha de dedicarme
a catequizar y predicar, tanto a jóvenes como adultos, y continúo al presente
en la misma tarea consoladora y fructuosísima, no he dejado nunca mi costumbre
de hablar frecuentemente acerca de la necesidad de confesarse con sinceridad, y
nunca me he arrepentido de ello.
¡Oh, cuántos jóvenes y adultos he confortado, corregido, salvado
en los ejercicios espirituales, en las misiones y hasta en las simples
conferencias y discursos con esta sal que debiera condimentar toda predicación!
Discípulo.
—Muy bien dice, Padre: en efecto, ninguna predicación se escucha tan a gusto
como la que versa sobre la confesión.
Presbítero.
José Luis Chiavarino
“CONFESAOS
BIEN”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.