La blasfemia la segunda puerta del infierno.
Hombres
hay que en las adversidades no dirigen sus golpes contra sus semejantes, sino
contra Dios: unos blasfeman de los santos; otros llegan a la audacia
extrema de maldecir al mismo Dios. ¿Sabéis
lo que es la blasfemia? Dice San Crisóstomo que
no hay pecado mayor. Todos los demás pecados no se cometen, según San Bernardo, sino por debilidad; la blasfemia es originada
de la malicia.
Con
razón, pues, San Bernardo llama diabólico el pecado de blasfemia, porque
el blasfemador ataca a Dios y a sus santos. Es peor que los crucificadores
de Jesucristo: aquellos desdichados no le reconocían por Dios, mientras que los
blasfemos, sabiendo que lo es, van a insultarle cara a cara. Peores son que los
perros, pues estos animales no muerden al amo que los mantiene; los
blasfemadores, al contrario, insultan a Dios en el momento mismo que les colma
de beneficios. ¿Qué pena, pues, será
suficiente para castigar un crimen tan horrible, dice San Agustín? Así, no debe admirarnos que, en tanto que
exista este pecado, no cesen de afligirnos las calamidades, dice el Papa Julio
III en la Bula XXIII.
Léese en el prefacio de la Pragmática
Sanción en Francia, que, cuando el rey
Roberto rogaba por la paz del reino, le aseguró el Crucificado que no la
tendría hasta que de él hubiese desterrado la blasfemia. El Señor en la Santa
Escritura amenaza destruir el país en donde reina este vicio detestable. (Is.,
I, 4.)
Si se
siguiera el consejo de San Juan Crisóstomo, sería menester despedazar la boca de
los blasfemos. San Luis Rey de Francia, mandó que se marcasen con un hierro
encendido los labios del blasfemo.
Un gentilhombre incurrió en este castigo;
intercedióse inútilmente por él. San Luis fué
inflexible; y a los que le acusaban de crueldad les contestaba que prefería
dejarse quemar él mismo los labios antes que sufrir en su reino una tan enorme
injuria contra Dios.
Dime, pues, tú, blasfemo: ¿de qué país eres? Ya te lo diré yo
primero: tú eres del Infierno. En la casa de Caifas conocieron que San Pedro era del país de Galilea; su lenguaje lo probaba. El tuyo ¿no es el de los condenados? (Apoc, XVI,
11.)
Mas explícate: ¿qué pretendes conseguir con tus blasfemias? ¿Honor? — No, pues el que
blasfema es aborrecido de todo cuanto hay de honrado sobre la tierra. — ¿Acaso
bienes temporales?— No; este funesto vicio es a menudo castigado con
maldiciones temporales. (Prov., XIV, 34.) — ¿Placer?—No: ¿qué placer puede
sentir el blasfemo? La blasfemia es un gusto de condenado, y, desde que pasa el
furor, los remordimientos se dejan percibir en el fondo del corazón. ¿Para qué
insultar al Señor? ¿Para qué ultrajar los santos? ¿Qué mal os han hecho? ¡Os
ayudan, ruegan a Dios por vosotros, y vosotros los maldecís! Dejad ahora mismo
y a toda costa este vicio detestable. Si ahora no os corregís, le conservaréis
hasta la muerte, como ha sucedido con tantos desdichados que han muerto con la
blasfemia en los labios.
Mas ¿qué
debo hacer, Padre mío, cuando la pasión me transporta? ¡Gran Dios! ¿No hay
otras expresiones? ¿No se puede decir: Virgen Santísima, ayudadme, alcanzadme
paciencia? Cesará el rapto de la cólera, y os conservaréis en la gracia de
Dios. Si blasfemáis, os veréis más afligido acá en la Tierra y castigado por
toda la eternidad.
San
Alfonso María de Ligorio.
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