I.
Dios creó a nuestra alma a su imagen y semejanza; la hizo inmortal y la elevó
sobre todas las creaturas de este mundo. Él quiere que gobierne a nuestro
cuerpo durante la vida, y que, después de nuestra muerte, sea heredera del
cielo. Reconoce la grandeza de tu alma, trabaja por ella; desprecia a tu cuerpo
y a todos los bienes de la tierra. ¿Qué
son estos míseros bienes en comparación de tu alma inmortal? y sin
embargo para dar contento a tu cuerpo, ¡pierdes
tu alma! Ten piedad de tu alma tratando de agradar a Dios.
II.
Jesucristo ha muerto por todos los hombres, es una verdad de fe, mas, tan
grande es su bondad, que lo hubiera hecho sólo por tu alma, derramando hasta la
última gota de su sangre adorable. Mi alma vale, pues, la sangre de un Dios; ¿cómo
la habría yo de entregar al demonio por un vano placer? ¿Qué ha hecho el
demonio por ella? ¿Puede procurarle una felicidad duradera? Entreguemos
nuestra alma a Jesús que la ha redimido, que quiere hacerla feliz por toda la
eternidad.
III.
De lo que antecede, saca dos conclusiones. Primero:
debes perder todo antes que perder el alma; riquezas, honores, gustos, salud,
todo esto es nada comparado con tu alma. Segundo:
el gusto mayor que puedes dar a Jesucristo, la mayor gloria que puedes procurar
a Dios, es trabajar por la conversión de las almas, pues por ellas dio una
sangre que no hubiera dado para impedir la destrucción del mundo.
El hijo de Dios ha
derramado su sangre por ti: ¡surge,
alma mía, vales la sangre de Dios! (San
Agustín).
El
afán por la salvación del prójimo.
Orad
por vuestros padres.
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