I.
Hemos
de luchar en esta vida contra las potencias invisibles del infierno. Estemos
alertas en todo tiempo y en todo lugar; pues los demonios vigilan siempre para
atacarnos con ventaja; vigilemos también nosotros para defendernos
victoriosamente. Sus armas son invisibles, nos atacan mediante malos
pensamientos; defendámonos con las armas espirituales de la fe y de la
confianza en Dios, e invoquemos a menudo el Santo Nombre de Jesús.
El
enemigo vigila sin cesar para perdernos y nosotros no queremos salir de nuestro
sueño para defendernos
(San
Agustín).
II.
Hay
también otros enemigos, visibles, que son más peligrosos que los demonios.
Guárdate de ellos; para ti los hombres son crueles enemigos; atacan tu virtud
con sus malos ejemplos y sus perniciosos consejos, con sus burlas amargas, con
el atractivo de las voluptuosidades que exponen ante tu vista. Tus parientes,
tus amigos, serán a menudo los enemigos que más trabajo te darán y que opondrán
más obstáculos a tu santificación; ármate de valor y rompe sus lazos.
III.
Tú
mismo eres el más cruel de tus enemigos: tienes un cuerpo que está en
inteligencia con el demonio para perder tu alma. Es preciso abatir este enemigo
mediante las austeridades, las mortificaciones. Rehúsa a tus sentidos los
placeres ilícitos que te pidan; tampoco les concedas todos los permitidos; así
es como sujetarás tu carne a la razón y tu razón a Dios.
¿Obras
así? ¿Concedes a tu cuerpo todo lo que desea? Si estás en paz con tu cuerpo,
haces guerra a Dios.
La
carne lucha sin cesar contra el espíritu; no cesemos pues de luchar contra la
carne
(San
Agustín).
La
fortaleza.
Orad
por la extirpación de las herejías.
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