Nació
el glorioso San Juan ermitaño en Licópolis de la Tebaida, de padres muy escasos
en bienes de fortuna, y luego que tuvo edad aprendió el oficio de carpintero; más
el Señor, que quería labrarle, le llamó a la soledad, para hacer de él uno de los
varones más santos del desierto de Egipto.
Hízose discípulo de un santo anciano, el
cual descubriendo en aquel mancebo una humildad y obediencia extraordinarias,
en breve, tiempo le hizo adelantar mucho en el camino de la perfección. Un año entero estuvo regando por obediencia
un palo seco, dos veces al día, y procurando mover de su asiento un gran
peñasco que muchos hombres no pudieran mover: y el Señor recompensó su ciega
obediencia, concediéndole después el don de milagros y profecía.
Muerto su santo maestro, pasó Juan cinco
años en diversos monasterios, y luego se fué a una montaña desierta y abriendo en
la peña una celdilla, se encerró en ella, y por espacio de cuarenta años llevó en
este linaje de sepultura una vida de ángel, saboreando anticipadamente las
delicias del cielo. No había hombre más apacible y agradable en el trato que el
santo anacoreta. Jamás permitió que ninguna mujer se llegase a la ventanilla de
su celda: se hizo tan notorio su alto don de profecía, que de las provincias
más apartadas venían a consultarle como a un oráculo del cielo. ¿Quién no se maravillará de ver a sus pies
al general del ejército romano pidiéndole consejo, y oyendo de los labios del
santo: «Confía, hijo, en el Dios de los ejércitos, porque con tus escasas fuerzas,
vencerás?» Y en efecto, la ilustre victoria que alcanzó de los bárbaros etíopes,
acreditó la verdad del vaticinio.
Consultóle también el gran Teodosio sobre el
suceso de la guerra con Máximo; y pronosticóle Juan el glorioso triunfo que
había de alcanzar de aquel tirano. Cuatro
años después mandó el emperador a Eutropio su ministro para saber el éxito de otra
campaña; y el santo respondió: «Ve, y di al emperador que vencerá, pero que sobrevivirá
poco tiempo a la victoria.» Todo lo cual sucedió como el santo profeta lo dijo.
Finalmente,
después de una larga vida de noventa
años llena de profecías y milagros,
sabiendo por divina revelación el día
y hora de su muerte, pidió que en
tres días nadie le llamase, y pasándolos en
oración, entregó su bienaventurado espíritu
en las manos del Creador; y el día
siguiente fué, hallado su sagrado cadáver
puesto de rodillas, y fué sepultado con
la pompa y veneración que su santidad
merecía, llamándose comúnmente el
profeta de Egipto.
Reflexión: Visitó Paladio al santo y apacible
anacoreta, el cual le dijo que sería obispo y que había de padecer grandes trabajos:
«Yo, añadió el santo, cuarenta y ocho
años hace que no pongo los pies fuera de mi celda, y porque en todo este tiempo
no he visto mujer ni moneda alguna, no he sentido ni aun el más leve disgusto.»
Brevísimo atajo para llegar a una vida llena de divina consolación reprimir la
codicia del dinero y los deleites sensuales. Estas son las dos raíces
principales de todos los sinsabores
de la vida del hombre. El
corazón de los malos es como un mar que hierve siempre en tormenta; y es porque
está devorado o por la sed de riquezas o por el deseo de goces sensuales.
Reprimámoslos, que vendrá sobre nosotros la paz y la alegría que sobrepuja a todo
sentido y de la cual gozan aun en esta vida los hombres mortificados.
Oración:
Oye, Señor las súplicas que te hacemos en la solemnidad de tu siervo el bienaventurado
Juan, para que los que no confiamos en nuestros méritos seamos ayudados por los
de aquel que tanto te agradó. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS
SACTORVM
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