I.
Es muy difícil vivir castamente en medio de las delicias del mundo; no te creas
que conservarás sin esfuerzo ese precioso tesoro de tu pureza. Serás atacado
día y noche, en todo tiempo, en todo lugar, a toda edad de tu vida; mas, esta
virtud, que te hace semejante a los ángeles, bien merece que se realicen los
mayores esfuerzos para conservarla. Reguemos este hermoso lirio de nuestros
desvelos, con nuestras lágrimas y nuestra sangre, si fuese necesario, antes que
dejarlo marchitar.
II.
Lo que es difícil para la fragilidad humana, se hace fácil con el auxilio del
Cielo. Es verdad que nadie podría ser casto si Dios no le diera esa gracia;
pero Dios no deja de hacer esta merced a quienes se la piden y trabajan
seriamente en su adquisición. Desconfía de ti mismo, humíllate, implora el
auxilio del Cielo, y Dios te dará las gracias necesarias para someter la carne
al espíritu. Evita sobre todo las faltas menores: todo es peligroso; el tesoro
que llevas se encierra en vaso de arcilla: una nonada te lo puede hacer perder.
III.
Huye
prontamente de las ocasiones en las que peligra la santa virtud. Apenas San Enrique hubo
dado su último suspiro, dejó Cunegunda la corte para refugiarse en un monasterio. Huye si quieres vencer; no te confíes en
las victorias pasadas: basta una mirada para perderte; no eres más sabio que Salomón, ni
más santo que David, que fueron vencidos por el demonio de la impureza.
En
fin, si el fuego de las pasiones arde en tus huesos, date prisa a apagarlo con
el recuerdo del fuego eterno (San
Pedro Damián).
Practicad
la castidad.
Orad por
las vírgenes.
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