Este pueblo me honra
con los labios; pero su corazón lejos está de mí. (Mateo, 15, 8)
I.
Es
un honor tan grande para el hombre poder hablar a Dios en la oración, que, para
comprenderlo, sería preciso concebir la infinita majestad de Dios. Si hubiese
permitido que únicamente un hombre sobre la tierra pudiese rogarle, si hubiese
prometido escucharlo en todos sus pedidos, de todas partes se acudiría a ese
hombre, para obtener, por su intermedio, las gracias del Señor.
Dios
nos ha permitido que le oremos en todo tiempo y en todo lugar; ha prometido
concedernos lo que le pidamos, y nosotros despreciamos esta concesión, y en
nada apreciamos este honor “yo
hablaré a mi Dios, yo, que no soy sino ceniza y polvo”. (Génesis XVIII-27)
II.
La
oración es la llave de los tesoros de Dios, nos enriquece con todos los bienes
de la naturaleza y de la gracia; prueba tú lo poderosa que es. Recurre a Dios
como a tu padre. Dirígete a Él como un pobre que tiene conciencia de su
indigencia y se juzga indigno de obtener algo. Cuando hayas sido escuchado,
atribuye el beneficio recibido a la pura bondad de Jesucristo.
La
oración se eleva, y la misericordia desciende.
(San
Agustín).
III.
Nada
hay más dulce que conversar con Dios en la oración: en
ella lo conocemos más perfectamente, lo amamos más ardientemente; y este
conocimiento y este amor, que constituyen el paraíso de los bienaventurados, es
el comienzo de la felicidad de los hombres sobre la tierra. No pido otro
testigo de esta verdad que tú mismo: ¿no
es verdad, acaso, que las lágrimas de contrición que has derramado llorando tus
pecados en la oración, tienen dulzuras que no podrías expresar, encantos
infinitamente superiores a todos los placeres de aquí abajo?
La
oración
Rogad
por la paz de las familias.
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