I.
En nuestro bautismo hemos renunciado, por boca de nuestros padrinos, al
demonio, a sus pompas y a sus obras. ¿Hemos
cumplido esta promesa? ¿No hemos dejado de ser hijos de Dios para serlo del
demonio? ¿Cuya es la imagen que llevamos? ¿A quién obedecemos, a Jesús o al
demonio? Y, sin embargo, ¿qué
hizo por ti el demonio? ¿Murió por ti? ¿Y qué te promete en cambio de tantos
sacrificios, mil veces más penosos que los que Jesucristo te pide, y sin
prometerte como Éste el cielo?
II.
El Bautismo borra el pecado original y los actuales que se hayan cometido antes
de recibirlo. Esta inocencia bautismal, ¿no
la perdiste por el pecado mortal? Si la has perdido, llora, llora tu
falta y tú desgracia: las lágrimas de la penitencia son un segundo bautismo,
sin el cual ya no hay para ti esperanzas de salvación.
Las
lágrimas son el diluvio que lava las manchas y expía los pecados del mundo
(San
Gregorio Nazianzeno).
III.
Antiguamente se daba a los recién bautizados una vestidura blanca que llevaban
durante la octava de Pascua. Un cristiano debe ser reconocido por la inocencia
y la santidad de su vida. ¿Por
qué puede reconocerse que eres cristiano? ¿Qué te distinguiría de los infieles
si vivieses entre ellos?
No
es sólo por el nombre de Cristo que lleva por lo que se ha de reconocer a un
cristiano, sino por el espíritu de Cristo que anima sus obras
(San
Juan Crisóstomo).
El fervor.
Orad por Irlanda.
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