I.
Aunque no todos los cristianos sean apóstoles, deben con todo tener celo por la
salvación del prójimo. Pero
a fin de que ese celo esté bien ordenado, cada uno debe comenzar por
convertirse a sí mismo. Tú tienes celo por la conversión de tus
parientes, de tus amigos, de tus servidores; les adviertes caritativamente sus
faltas; este celo es digno de alabanza; pero,
si no te adviertes a ti mismo, es indiscreto; mira si no tienes los defectos
que reprochas a los demás.
II.
Contribuye
todo lo que puedas, con tus palabras, a la salvación de los demás. Jesucristo
no tuvo a menos conversar con los niñitos, ni con la Samaritana, para
mostrarles el camino del cielo.
Una buena palabra que digas a ese pariente, a ese
amigo, a ese servidor, ganará su alma para Dios. Jesucristo ha
derramado toda su sangre para rescatar esa alma, ¿y
tú no quieres decir una palabra para impedir que se condene? ¿Dónde está tu
caridad?
III.
¿Quieres
ser un verdadero apóstol? Predica
con tus actos. Lleva una vida ejemplar; más conmoverás cuando te vean, que
oyendo al más famoso de los predicadores; tu modestia detendrá aun a los más
libertinos. ¿Cuántas
ocasiones de trabajar por el prójimo dejas escapar? Es seguro, dice San
Gregorio, que
Dios te pedirá cuenta del alma de tu prójimo, si descuidas trabajar en su
salvación en la medida en que lo puedas.
El
celo por las almas.
Orad
por los eclesiásticos.
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