Estad
apercibidos, porque a la hora que menos penséis ha de venir el Hijo del hombre.
(Mateo
24, 44)
I.
Morirás; nada es más cierto, es el orden dispuesto por Dios: hasta ahora todos
los hombres han obedecido a su decreto. ¿Lo
crees? ¿Piensas en ello? ¿Comprendes el significado de estas palabras: yo
moriré? Significan que dejarás a tus parientes, a tus amigos, a tus
bienes; tu cuerpo será enterrado, tus ojos no verán más, tu lengua no hablará
más. ¿Por
qué, pues, apegarme tan fuertemente a estos bienes que debo abandonar? ¿Por qué
mimar tanto a este cuerpo destinado a convertirse en pasto de gusanos? Yo
moriré, medita estas palabras.
II.
Ignoro el tiempo y el lugar de mi muerte. No puedo prometerme ni siquiera un
momento de vida. ¿Cuántos
que ni siquiera piensan en la muerte morirán hoy? Si
Dios me arrebatase en el estado en que estoy, ¿a qué sería reducido? ¿A dónde
iría? ¿Quién me asegura que tendré, en lo porvenir, tiempo para hacer
penitencia? ¡Ah! Puesto que no sé ni en qué
tiempo ni en qué lugar la muerte me habrá de sorprender, es preciso que la
espere en todo tiempo y en todo lugar.
III.
¿En
qué estado moriré: en gracia de Dios o en pecado?
No lo puedo saber. Ignoro si la muerte será para mí un tránsito de la
tierra a la gloria del cielo o, en cambio, a los suplicios del infierno. ¿Podemos
pensar en serio en esta verdad y no sobrecogemos de terror? Es menester
que, en adelante, asegure mi salvación y que viva, este año y todos los días de
mi vida, como si debiese morir cada día. Haz
ahora lo que, en la hora de la muerte, quisieras haber hecho.
Meditad
en la muerte.
Orad
por los agonizantes.
Orad
por los que hoy van a morir.
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