I. No debes temer a los hombres,
porque no tienen poder alguno sobre tu alma. No pueden causarte en el cuerpo
sino dolores cortos y leves; y, no obstante, los temes más que a Dios. Nada
quisieras decir, ni hacer, que pudiese disgustar a un hombre poderoso; no te
atreverías a ejecutar algo inconveniente en presencia de un hombre honrado, y,
sin embargo, todos los días ofendes a Dios con tus palabras, con tus
pensamientos, con tus acciones. ¿Dónde
está tu juicio? ¿Dónde tú fe?
II. Temes los sufrimientos, las
enfermedades, la pobreza, la tristeza y todos los males de esta vida. ¿Qué
mal pueden causarte estas aflicciones? Ellas te desapegan de las
creaturas; rompen las cadenas de tu alma al mortificar tu cuerpo; te acercan a
tu patria celestial al hacerte sentir las tristezas del exilio. ¡Ah!
¡No son estos sufrimientos, sino los de la otra vida los que hay que temer!
III. ¡Temes
la deshonra, la calumnia, las humillaciones y, muy a menudo, para conservar una
honra imaginaria ante los hombres, ofendes a Dios! Desdichado, ¿no sabes que la verdadera honra se basa en la virtud?
¿Qué te importa lo que los hombres piensen de ti, siempre que te estime Dios y
te premie?
¡Extraña
ceguera! Témense
las leyes humanas y se desprecia el Evangelio como si las órdenes de Jesucristo
no valiesen lo que valen los decretos de los príncipes
(San
Jerónimo).
El
temor de Dios.
Orad
por el Papa.
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