I.
El mundo es como un dilatado mar, nuestra vida es su travesía. Para arribar
felizmente al puerto, es menester imitar a los pilotos, que ni miran el mar, ni
la tierra, sino solamente el cielo. Así,
durante todo el curso de tu vida, dirige tus miradas hacia lo alto: no
consideres sino el cielo. Que
tu amor y tu esperanza estén en el cielo: pídele valor, espera de él tu
recompensa; que tu esperanza toda provenga de lo alto (San
Agustín).
II.
Se está expuesto en el mar a las calmas y las tempestades, a los escollos, a
los piratas y a otros mil peligros; pero se los evita, ora por la pericia del
piloto, ora por los socorros del cielo. Nuestra
vida es una mezcla de bienes y de males, de alegrías y de tristezas; tiene sus
momentos de calma y sus días de tempestad; el demonio, nuestros enemigos, la
carne, las pasiones, son para nuestra alma como rocas y escollos; los
evitaremos sin embargo si imploramos el auxilio de Dios, y si seguimos los
consejos de un director espiritual prudente y sabio.
III.
La muerte es el puerto a que debemos arribar. A veces la nave naufraga en el
puerto, otras da con playas cuyos habitantes son más peligrosos que los
escollos y tempestades. ¡Ay!
estamos en esta mar sin saber a ciencia cierta a qué puerto arribaremos; sin
embargo, vivamos bien y no temeremos la muerte. Aquél
que no quiere ir a Jesús, ése sólo debe temer la muerte (San
Cipriano).
Meditad
en el paraíso.
Orad
por los navegantes.
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