“Si vivimos del Espíritu,
caminemos también en el Espíritu”. (Gálatas., V, 15.)
El principio de nuestra santidad es el
Espíritu Santo, el espíritu de Jesús, este espíritu divino que Jesús ha venido a
traer al mundo. La vida interior no es otra cosa que estar el alma unida con el
Espíritu Santo y obedecer sus mociones. Estudiemos estas operaciones en
nosotros mismos.
Notad ante todo que el Espíritu Santo es
quien nos comunica a cada uno en particular los frutos de la Encarnación y de
la Redención. EI Padre nos ha dado a su Hijo, y el Verbo se da a nosotros y nos
redime en la cruz: estos son los efectos generales de su amor. ¿Quién sino el Espíritu Santo nos comunica estos
divinos efectos? EI Espíritu Santo forma a Jesucristo en nosotros y le
completa. Este es, pues, el tiempo de la venida del Espíritu Santo, así como el
que siguió a la Ascensión del Señor. Esta verdad nos la mostró el Salvador
cuando dijo: “Os conviene que yo me vaya
para que venga el Espíritu Santo.”
Jesús nos ha adquirido las gracias, ha
reunido el tesoro, ha puesto en la Iglesia el germen de la santidad: la misión
del Espíritu Santo es cultivar este germen y conducirlo hasta su término; acaba
y perfecciona la obra del Salvador; asi decía Nuestro Señor: “Yo os enviaré mi Espíritu, y este Espíritu
os enseñará todas las cosas; os explicará y os dará a entender todas las palabras
que yo os he dicho; si no viniera, seríais débiles e ignorantes.” En el
principio el Espíritu se extendía sobre las aguas para fecundarlas. Esto mismo
hace con las gracias que nos ha dejado Jesucristo: las fecunda y nos las aplica,
porque habita en nosotros y en nosotros obra. El alma justa es mansión y templo
del Espíritu Santo; Él habita en ella, no solamente por Su gracia, sino por sí
mismo; su adorable Persona mora en nosotros, y cuanto más pura es nuestra alma,
más lugar halla en ella el Espíritu Santo y mayor es en ella su poder.
Este divino Espíritu no puede obrar ni morar
allí donde hay pecado, porque el pecador está muerto, porque sus miembros están
paralíticos y no pueden cooperar a su acción; cooperación que siempre es necesaria.
Cuando nuestra voluntad es perezosa o son
desordenados nuestros afectos, puede, es verdad, morar en nosotros, pero no
puede obrar. El Espíritu Santo es una llama que siempre sube y quiere hacernos
subir consigo. Si queremos ponerle obstáculos, se extingue esta llama, o más
bien el Espíritu Santo acaba por alejarse de nuestras almas paraliticas y
adheridas a la tierra, porque no tardamos en caer en pecado mortal. La pureza es, pues, condición necesaria para
que el Espíritu Santo habite en nosotros. “No consentirá que ni siquiera haya una paja en el corazón El posee, y
si la hay la quemará, dice San Bernardo”
La misión del Espíritu Santo es formar a Jesús en nosotros. Es cierto que su misión general en la Iglesia consiste en dirigirla y guardar su infalibilidad; pero su misión especial en las almas es formar a Jesucristo. Esta nueva creación, esta transformación la hace mediante tres operaciones, en las cuales es absolutamente necesaria nuestra asidua cooperación.
Empieza
inspirándonos ideas y sentimientos conformes a los de Jesucristo. Está
personalmente en nosotros, mueve nuestros afectos, conmueve nuestra alma, nos
presenta en el pensamiento a Nuestro Señor. Es verdad de fe que sin el Espíritu
Santo no podemos concebir ni siquiera un solo pensamiento sobrenatural. Sin su
auxilio podremos concebir pensamientos naturalmente buenos, razonables; pero ¿qué valen semejantes pensamientos? El
pensamiento que el Espíritu Santo pone en nosotros es leve y pequeño al
principio; pero luego se engrandece y se difunde mediante las obras buenas y
sacrificios que hacemos. ¿Qué es lo que
debemos hacer cuando concebimos estos pensamientos sobrenaturales? Consentir
en ellos sin vacilar. Debemos, además, estar atentos a la voz de la gracia,
recogidos en nuestro interior para ver si el Espíritu Santo nos inspira sus
pensamientos divinos. Debemos escuchar al
Espíritu Santo, estar recogidos cuando Él obra. Podría oponerse a esto que
si todos los pensamientos sobrenaturales vinieran del Espíritu Santo, seríamos
infalibles. A lo cual respondo que el hombre está de suyo sujeto a error; pero
cuando estamos en nuestra gracia y seguimos la luz que nos muestra el Espíritu
Santo, entonces indudablemente estamos en la verdad, y en la verdad divina. Por
esta razón el alma recogida en Dios está siempre en la verdad, porque el que es
sobrenaturalmente sabio nunca da pasos falsos. Lo cual no puede atribuírsele a
él mismo, no procede de él, pues no se guía por sus propias luces, sino por las
del Espíritu de Dios que está en él y le ilumina. Si somos groseros y materiales,
si estamos derramados en las cosas exteriores, no comprenderemos estas
palabras; pero si sabemos oír la voz del Espíritu Santo dentro de nosotros,
fácilmente las entenderemos. ¿Cómo
distinguimos el manjar bueno del malo? Probándolo. Pues lo mismo sucede tratándose
de la gracia: el alma que desea
juzgar rectamente no tiene más que
hacer sino sentir en sí misma estos efectos
de la gracia, que no engañan. Entre en la
gracia y conocerá el poder de la gracia, así como conoce la luz porque la luz le rodea: cosas son éstas que no pueden explicarse a los que
nunca las han experimentado.
Humíllanos, acaso, el no comprenderlas,
porque este no comprender prueba que muchas veces no sentimos apenas las operaciones
del Espíritu Santo, siendo así que el alma, que es interior y muy pura, está
dirigida constantemente por el mismo Espíritu Santo, que le revela sus vías
directamente mediante alguna inspiración interior ¿inmediata. Sobre este punto
quiero insistir. El Espíritu Santo guía por sí mismo al alma interior y pura:
es su maestro y su director. (Raro es que ella debe obedecer las leyes de la
Iglesia y someterse a su confesor en todo cuanto se refiere a las prácticas de piedad
y a ejercicios espirituales; más en cuanto a su dirección interior e íntima, el
Espíritu Santo es quien la guía, quien dirige sus afectos y sus pensamientos, y
nadie podrá, aunque fuera osado a hacerlo, ponerle obstáculos. ¿Quién podrá
intervenir en el coloquio del Espíritu divino con su amada? Y, aunque quisiera
y pudiera, ¿qué ganaría en ello?
Quien ve un hermoso árbol, no trata de
averiguar si sus raíces están del todo sanas: bien se lo muestran la belleza y el
vigor del árbol. Así, cuando una persona adelanta en el bien, sus raíces, por ocultas
que estén, son sanas, y cuanto más profundas tanto más vivas están.
Pero, por nuestra desgracia, ¡cuántas veces nos pide el Espíritu Santo
que sigamos sus inspiraciones, y nosotros no queremos seguirlas! Sólo somos máquinas exteriores, por lo cual
seremos confundidos como los judíos, que no conocieron a Nuestro Señor: tenemos
al Espíritu Santo en medio de nosotros y no le conocemos.
El
Espíritu Santo ruega en nosotros y por nosotros. Toda la santidad, al menos en
principio, consiste en la oración; porque la oración es el canal de todas las
gracias. Ahora bien; el Espíritu Santo está en el alma que ora: El Espíritu
Santo ha elevado nuestra alma a la unión con Dios. Él es el sacerdote que
ofrece a Dios Padre, en el altar de nuestro corazón, el sacrificio de nuestros pensamientos
y de nuestras alabanzas. Presenta a Dios nuestras necesidades, nuestras
flaquezas y miserias y esta oración, que es la oración de Jesús en nosotros,
unida a la nuestra, la hace omnipotente.
Sois templo verdadero del Espíritu Santo; el
templo es casa de oración. Orad, pues, sin cesar, pero orad en unión con el
divino Sacerdote de este templo.
Podrán enseñaros maneras de orar, pero la
unción y la dicha de la oración os la dará el Espíritu Santo. Los directores sólo están a la puerta de nuestro
corazón; pero quien habita en él es el Espíritu Santo. Necesario es que llegue a
todas sus partes para hacerle dichoso. Rogad, pues, con Él, y Él os enseñará
toda verdad.
La tercera operación del Espíritu Santo en
nosotros es formarnos en las virtudes de Jesucristo.
Con este fin nos da la inteligencia de
ellas, la gracia inapreciable de comprender las virtudes de Jesús, porque estas
virtudes tienen una doble faz. La primera rechaza y escandaliza, porque
crucifica. El mundo, desde el punto de vista natural, tiene razón para no
amarlas. Aun las virtudes más amables,
como la mansedumbre y la dulzura, son difíciles de practicar a la naturaleza.
No es, en efecto, fácil practicar la mansedumbre cuando somos insultados, y
comprendo que sin la fe el mundo rechace las virtudes del Cristianismo. Pero el
Espíritu Santo nos muestra la otra faz de las virtudes de Jesús. Su gracia,
suavidad y unción rompen la corteza amarga de la virtud, y nos hacen gustar en
ellas la dulzura de la miel, la gloria más pura. Entonces nos admiramos de que
la cruz sea tan dulce; pero es porque, en vez de humillaciones y cruces, sólo
vemos en los sacrificios el amor de Dios, su gloria y la nuestra.
A consecuencia del
pecado, nos cuesta trabajo la práctica de la virtud y sentimos aversión a ella,
porque humilla y crucifica. Pero el Espíritu Santo nos muestra que Jesús las ha
ennoblecido practicándolas Él primero. Así nos dice: “¿No queréis humillaros?”
Pues no os humilléis, pero sed semejantes a
Jesús, que esto no es descender, sino elevarse y ennoblecerse.
Y la pobreza y los harapos son vestiduras
regias porque Jesús ha sido el primero en vestírselas; las humillaciones son
gloria, y las penas alegrías; porque Jesús ha puesto en ellas la verdadera
gloria y la verdadera alegría.
El
Espíritu Santo es quien nos hace entender de este modo las virtudes. Y quien
nos muestra el oro puro que se oculta en esta mina de ásperas rocas. El carecer
de esta luz es lo que detiene a muchos en el camino de la perfección: sólo, ven
la humilde apariencia de las virtudes de Jesús, y no penetran sus ocultas
grandezas.
A este conocimiento íntimo y sobrenatural de
las virtudes añade el Espíritu Santo una aptitud especial para practicarlas, de
tal suerte que no parece sino que sólo hemos nacido para ejercitarnos en ellas,
pues nos son como naturales, y poseemos cierto instinto divino que nos conduce a
ellas. Todas las almas reciben aptitudes conforme a su vocación. A nosotros,
adoradores, nos da gracia para que adoremos en espíritu y en verdad. Ruega en
nosotros y nosotros rogamos en Él: Él es el maestro que nos enseña a orar. Él
es quien ha dado a los Apóstoles la fuerza y el espíritu de la oración: llámase
espíritu de oración y de plegaria. Unámonos, pues, a Él. En la Pascua de Pentecostés
vino a la Iglesia y habita en cada uno de nosotros para enseñarnos a orar, para
formarnos según el modelo de Jesucristo, para hacernos semejantes a Él, a fin
de que algún día podamos entrar unidos con Él y verle cara a cara en la gloria
celestial.
“LA DIVINA EUCARISTÍA”
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