Apenas hay en la
historia ejemplo de una rabia más tenaz y de un empeño más rencoroso que el de los
judíos por levantar la cruz de Jesucristo y verle clavado en ella. Y cuando
satisfechos ya de su venganza le contemplaron crucificado, insultándole con
escarnio le decían: “¡Vamos a ver! ¡A que no bajas de
esa cruz! Eso que eres, según tú dices, Mesías e Hijo de Dios, y tienes poder
del cielo para salvar a otros. Si bajas, creeremos todo cuanto aseguras”.
¡Infelices! ¡Qué
lejos estaban de sospechar lo que hoy está pasando! Hoy sus nietos
darían cualquiera cosa por desterrar de la tierra aquella cruz que entonces sus
abuelos levantaron. Y ¡no pueden! y se la
encuentran por todas partes, en todos los pueblos, en todas las calles, en
todos los templos, en las coronas, en los edificios, en los caminos, en las
escuelas, en los tribunales, en los corazones de infinita muchedumbre.
Con la misma rabia con que sus padres
levantaron la cruz el día de Viernes Santo, se empeñan ellos en el siglo actual
en quitarla de todas partes. ¡Y no pueden lograrlo!
¡Eso que tampoco ahora les faltan ni Herodes, ni Pilatos en los gobiernos del
mundo que los ayuden en su empresa! ¡Eso que cuentan con el apoyo de la masonería y con la influencia
del oro!
Ni es posible que lo logren. ¡Maravillosa historia! La piedra que aquellos
deicidas desecharon es hoy la piedra angular del mundo. Todo ese cristianismo
tan abominable a los judíos vive inmortal en aquel Cristo que ellos
sacrificaron. Aquel árbol sobre el cual tan furiosos hachazos descargaron
florece sin cesar preciosísimo por su flor que es Cristo, riquísimo en hojas
que son sus gracias y fecundísimo en frutos que son sus santos; y puede muy
bien decir la Iglesia todos los años:
“Árbol noble entre todos: ninguna selva produce otro que se le
iguale ni en hojas, ni en flor, ni en fruto”.
Creían los que crucificaron a Cristo que con
crucificarle estaba todo concluido, y ha sucedido lo contrario. Ellos pensaban
que si moría Jesucristo en la cruz nadie podría creer que era el Mesías, y el
mundo cree que es el Mesías porque murió en la cruz. Pensaban que si moría el
Maestro en la cruz todos sus discípulos perderían la esperanza que tenían en
él, y el mundo religioso no encuentra otra esperanza segura de salvación sino
en el que murió en la cruz. Pensaban que nadie adoraría ni amaría a un
ajusticiado en la cruz, y todo el orbe católico está postrado al pie de la
cruz.
¡Qué desengaño
para los judíos! ¡Qué rabia! ¡Qué desesperación! ¡No poder, aun
capitaneando a toda la masonería del mundo, suprimir al Crucificado y
encontrárselo todavía al cabo de veinte siglos como el signo de contradicción,
como lo había profetizado su anciano Simeón!
Pero para los cristianos ¡qué seguridad, qué consuelo,
qué esperanza, ver que nunca se abate nuestro lábaro de victoria, que nunca
baja Cristo de la cruz!
La devoción a Jesucristo crucificado es la primera
de las devociones de la Iglesia, y como la fuente de vida de los cristianos.
Porque, en efecto, la vida sobrenatural cristiana no es otra cosa que fe, esperanza
y caridad. Ahora bien; nada más apto para excitar estas virtudes que la
devoción a Jesucristo crucificado, en el cual se encuentra la clave de la fe
católica, la fuerza de la esperanza cristiana y la plenitud de la caridad divina.
Por lo cual hoy que en el mundo se combate tanto
a nuestra fe, a nuestra confianza y a nuestra caridad para con Dios, es preciso
que fijemos más y más nuestra atención en ese crucifijo adorándolo como a
nuestra única esperanza: O crux ave spes unica.
“EL CRUCIFIJO”
Año 1903.
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