viernes, 17 de junio de 2022

Satán en la ciudad (fragmento) – Por Marcel de la Bigne de Villeneuve.


 


   (…) Padre Multi: –Respecto a los que permanecen extraños a este orden de ideas tan elevado, también ellos necesitan enterarse algo de los procedimientos y astucias de la ingerencia demoniaca entre los hombres. Acostumbran a reírse de ella, y un poco de reflexión les haría comprender, tal vez, que harían mejor en llorar, pues si siempre es peligrosa, a menudo resulta funesta y, a veces, trágica. Es gran locura, y mayor tontería, el despreciarla, y suelo preguntarme qué manía nos lleva, hace mucho tiempo, a considerar al Demonio como un bufón ridículo que siempre acaba chasqueado y apaleado por los que cree que pueden ser víctimas suyas; o a representárnosle más amenazador que malvado, un pobre diablo, en el fondo, en vez de ver en él al insaciable verdugo, al espíritu del mal, al “Leo rugiens” de la Escritura, que en ningún caso proporciona materia de risa, y que trabaja sin descanso y encarnizadamente para perdernos–.

   Escéptico: –Hago ademán de responder, pero me lo impide con gesto imperioso, y continúa:

   Padre Multi: —Y en este absurdo juego, basado en una presunción y un orgullo bastante bajos, somos nosotros los engañados, y nos arrojamos entre sus garras en ocasiones en que creemos confundirle. Al Diablo no se le engaña fácilmente. Es un gran personaje, un alto arcángel que, a pesar de su decadencia, recuerda su antiguo esplendor, y no ha perdido toda la excelencia de su primera naturaleza, ni mucho menos. Este es un asunto que Bossuet subraya con insistencia en sus dos sermones sobre los demonios. “La nobleza de su ser es tal, escribe, que los teólogos apenas pueden comprender cómo ha podido encontrar sitio el pecado en una perfección tan eminente.” Por su poder, los llama Tertuliano magistratus saeculi, y San Pablo ve en ellos esencialmente “malignos espíritus”, lo cual supone claramente que sus fuerzas naturales no han variado, sino que las han convertido en maldad por su rabia desesperada.

   Cuando en el Evangelio se denomina a Lucifer el Príncipe de las Tinieblas o el Arconte de este mundo, no es una figura retórica solamente, sino un título que corresponde en realidad a un poder verdadero y temible, a una potencia que es tan peligrosa por su perversidad como por su fuerza. Cierto es que Lucifer no resulta invencible, y que, a pesar de la superioridad intrínseca de su esencia, puede ser derrotado por los hombres, pero esto sucede, solamente, con la ayuda de Dios.

   La Teología admite que el porvenir le es desconocido, y nos valemos de esa ignorancia para hacerle aparecer engañado y perseguido. Pero, ¿acaso conocemos nosotros lo futuro mejor que él? y ¿podemos jactarnos de manejarle o dominarle en ese terreno? ¡Cuánto más eficaces son sus armas que las nuestras! Espíritu celestial, inteligencia lúcida, luminosa, inmensa, Satanás penetra como jugando los secretas de la naturaleza que a nosotros tanto nos cuesta descubrir, y mientras creemos tenderle trampas ingeniosas, en nuestra ridícula soberbia, es él quien nos hace caer en las suyas.

      Escéptico: —Personalmente estoy completamente de acuerdo con su idea, respondí; pero mi joven contradictor de ayer, y otros muchos que se le parecen, ¿no le reprocharán a usted el dar vida a simples abstracciones y realizar hipótesis para comodidad de su discurso? Lucifer y los millones de diablos sobre los que él reina, ¿na serían, según ellos, la personificación de nuestros vicios y malas tendencias, sin otra existencia propia y distinta y otra voluntad perversa y malhechora más que las que nosotros les prestemos y...?

   Sin dejar terminar mi tímida objección, el señor Multi la barre con su índice vengador y toma otra vez la palabra.

Padre Multi: —Su joven contradictor y los que se le asemejan, dice tajante con su acostumbrado rigor, son unos ignorantes y unos imbéciles. Y al notar mi instintivo sobresalto, repitió:

   Sí; digo bien: ignorantes e imbéciles, pues por su falaz apetito de positivismo y de objetividad, como ellos dicen, no se dan cuenta de que responden con vaciedades a certezas ya establecidas; rompen irreflexivamente con creencias universales multiseculares— que ellos mismos profesan, a veces, en teoría—, y hacen infinitamente más difícil, si no imposible, de explicar la extensión gigantesca del mal en el mundo, lisonjeándose de volverla más clara y accesible.

   —Además, si su amigo es católico o, al menos, cristiano; no puede escoger. La Revelación no nos presenta a Lucifer como una hipótesis discutible, sino como una terrible realidad. Sea que se revele contra Dios o que arrastre a la desobediencia y al mal a nuestros primeros padres; que atormente a Job o reciba permiso para tentar al Salvador, el inspirado escritor nos le muestra siempre como un ser bien determinado, dotado de cualidades eminentes en grado sumo, encaminadas deliberadamente hacia el mal y furioso para hacer daño a los hombres.

   No podemos optar por la afirmación o la negación. Hay que aceptarlo o renegar de la fe. En la epístola a los efesios, en la que muestra a Satanás y a las potencias infernales trabajando en las personas de los hijos de la iniquidad, San Pablo previene a los fieles de que “no es nuestra lucha en esta vida solamente contra los hombres de carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades de ese mundo tenebroso, contra los espíritus malignos que andan por los aires”.

   Y yo añado, continuó, que en estas afirmaciones no hay nada que resulte extravagante ni poco razonable, sino que están conformes con las tendencias inmemoriales del género humano que en todas las épocas ha creído en la existencia de poderes maléficos esparcidos por el mundo. Y algunos pueblos, hasta se han imaginado una especie de dios del mal, antagonista del Dios del bien, empeñado contra éste en una lucha en la que están equilibradas las fuerzas, aproximadamente. Esta es, por ejemplo, la idea central del mazdeísmo. Los judíos han admitido en todo tiempo, la acción de agentes maléficos intermediarios, inferiores a Dios, pero más poderosos que los hombres, que llaman schedim. La Biblia llama, expresamente, Satán al enemigo del género humana, al cual permite el Señor alguna vez probar a sus mejores servidores, y el Nuevo Testamento, así como la doctrina de la Iglesia, están de acuerdo completamente, como ya dije a usted, con esta tradición.

   Además, no son tan raras las manifestaciones personales del Demonio, y usted recordará, tal vez, que entre los siglos XIII y XVIII, particularmente en el XVI, hubo una verdadera epidemia de acción demoníaca, de la cual es un eco de los más curiosos la famosa Demonomanía dé Juan Bodín.

   Escéptico: Como yo no pongo cátedra de ninguna materia y no me entusiasma escuchar cursos ajenos, me pareció el momento muy oportuno para detener aquel desbordamiento de erudición que parecía prepararse, y con tono de ingenuidad procuré escamotear dos o tres siglos, diciendo:

   —Por desgracia, o felizmente quizá, esta acción es cada vez más rara en nuestros días. No descubro a usted nada nuevo con recordar que los fenómenos considerados antes como propios del demonio han desaparecido casi totalmente en las naciones civilizadas, especialmente en la nuestra, y me imagino...

   El abate, nervioso, me corta la palabra:

   Padre Multi: —No se imagine usted nada, pues en este asunto la imaginación resulta extremadamente peligrosa y engañadora. Dígame, más bien, qué conclusión saca usted de un hecho que, al menos por una parte, reconozco materialmente exacto.

      Escéptico: —Pues deduzco de ello, que muchas manifestaciones que se creían diabólicas, si no la totalidad, llevaran esa etiqueta por efecto de una ignorancia que los progresos de la ciencia, especialmente de la medicina nerviosa, disipa cada día más, y que acabarán por eliminar. La evolución parece evidente en ese aspecto.

   Padre Multi: —De una evidencia deslumbradora que ofusca los ojos, salta el señor Multi, con tono irritado. Sí, los ciega, porque impide la visión clara e imparcial de las cosas hasta en los observadores que se esfuerzan por permanecer imparciales, y rectos. Como usted es de éstos, por lo general, le hago esta pregunta con una franqueza que le parecerá casi brutal, por lo que le ruego me dispense, si es necesario: ¿finge usted ingenuidad esperando engañarme, o asume, sutilmente, el oficio de abogado del Diablo?

   Escéptico: Algo resentido, contestó con cierta amargura:

   —Si usted lo desea, optaremos por la hipótesis menos desagradable, pero al hablar como he hablado, creo hacerme intérprete de muchas personas que no son imbéciles y que me parecen de absoluta buena fe.

   Mi interlocutor se calma y responde con tranquilidad:

  Padre Multi: En ese caso, merecen que se les oriente. Hasta es posible que pequen, más que nada, por ignorancia, y entonces hay que recordarles como preámbulo algunas nociones elementales del problema, pero antes tengo que ordenarlas.

   — ¿Tiene usted inconveniente en que reanudemos mañana esta conversación? (…)

 

“SATÁN EN LA CIUDAD”

Año 1952

 

 


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