Quien ama a Dios en la
persona de Jesús, ama también a esa mujer bella y pura que en los designios del
Eterno fué escogida para ser madre del Verbo y para participar en el misterio
de la redención del género humano. María es un nombre muy amado de la cristiandad.
Desde el niño que en los vagidos de la cuna comienza a balbucirlo, hasta el
anciano que en el lecho de muerte, invoca confiado su protección, todos los
creyentes rodean de ternísimo afecto a la Virgen Nazarena. En su honor se canta
el himno secular que vibran todas las notas de ternura, piedad, devoción y
gratitud que Ella ha sabido merecerse cumpliendo con soberana generosidad su
oficio de madre. Los santos no han podido separar el amor de Dios del amor de
María; son como dos notas de una misma arpa, armonizadas en un ritmo que
absorbe y junta en un afecto único todas las potencias del espíritu.
José Cafasso decía que para manifestar la
devoción a la Santísima Virgen es necesario: “Tener siempre
presente a María Santísima como el pensamiento y la vista más dulce y
consoladora en esta mísera tierra, sentir y hablar de Ella con gusto y
satisfacción, amarla tiernamente como el objeto más caro a nuestro corazón,
después de Dios, poner en Ella ilimitada confianza en todas las contingencias
de la vida, y finalmente, mostrarle nuestra devoción con las prácticas y
ejercicios que más la agradan”. Estos caracteres con los cuales se
manifiesta en los santos el amor a María, brillaron con magnífica luz en la
persona de Don Cafasso, el cual, al honrar y venerar a la madre de Dios y de
los hombres, alcanzó esa ternura y fervor que admiramos en los grandes héroes
de la Iglesia.
En efecto, nuestro Santo tuvo siempre en
María su pensamiento y su corazón. Profería con respeto su nombre, invocaba sus
favores, celebraba con amor sus fiestas, y de Ella obtenía consuelo y fortaleza
en las dificultades de la vida. Y como el amor, cuanto más intenso, tanto más
sale del corazón y se manifiesta en las palabras, así Don Cafasso no podía
menos de hablar continuamente de su buena madre celestial. Desde la cátedra, el
púlpito y el confesonario discurría a menudo de la Santísima Virgen con acentos
que tocaban el alma y llenaban de devoción. No dejaba escapar ocasión para
sugerir pequeños sacrificios y mortificaciones en su honor. La saludaba como a
la más tierna de las madres, la compañera, la confidente del sacerdote en las
fatigas del apostolado. Por eso, escribía y enseñaba: “El sacerdote que es
devoto suyo y que, como otro Jesús le está sujeto, cariñoso y sumiso, no se
aleja mucho del divino modelo; vive con ella; con ella conversa y se
familiariza; le descubre sus secretos, sus penas y sus consuelos; divide con
Ella sus temores y sus esperanzas, con Ella concierta sus empresas y por Ella
soporta las fatigas”.
Y así como hubiera querido tener mil lenguas para ensalzarla, hubiera deseado tener mil corazones para amarla. Después de Dios, la Virgen era el principal objeto de su amor. Amar es imitar. En verdad el Santo se preocupó siempre por imitar las virtudes más gratas a María; el recogimiento interno, la humildad, la modestia, y sobre todo, la pureza virginal, por la que parecía más un ángel que un hombre. Y de esta pureza inmaculada obtenía la inspiración para despertar en los pecadores horror al pecado. Del amor nace la confianza íntima e ilimitada que anima a pedir sin temor de ser desatendido; Don Cafasso, en efecto, señalaba a María como remedio de todos los males y bálsamo de todos los sufrimientos; invitaba por esto a confiar en la protección de la que, por ser la criatura más grande del paraíso y por haber sido constituida Reina del cielo y de la tierra, no dejaba de asistir a los qne a Ella recurren con amor y confianza. La protección más eficaz que él aconsejaba a los fieles para sostenerse en las luchas y adversidades era precisamente el amor y la confianza en el poderoso instrumento de la misericordia divina.
Su amor a Nuestra Señora se manifestaba
claramente en las prácticas devotas que sabía le eran más gratas: recitar todos
los días el Rosario y la Corona de la Inmaculada; llevar el escapulario azul de
la Inmaculada y el del Carmen; honrar en su capilla privada una imagen con el
Niño en los brazos; rendirle honores especiales en el bello mes de las flores a
Ella consagrado; celebrar magníficas fiestas para agradecer la proclamación del
dogma de la Inmaculada Concepción; inculcar especiales actos de mortificación
en honor de María; eran estas las principales prácticas con que la veneraba,
deseando al mismo tiempo que fuera amada y venerada por todos.
El sábado se lo dedicaba todo entero. Rendía
especial homenaje a la buena madre en tal día, con oraciones y ayunos, y le
pedía como insigne favor la gracia de morir un sábado y de ser asistido por
Ella en los últimos momentos de la vida. En el ejercicio de la buena muerte,
compuesto por él mismo, y en las oraciones que rezaba cada día de la semana,
junto con la visita al Santísimo Sacramento, se leen aspiraciones verdaderamente
dignas de un santo. Con el pensamiento ocupado en la meditación de la última
hora, pedía a su tierna madre la gracia inefable de verla aparecer en el lecho
de muerte para consolarse con su asistencia y con su ayuda. “¡Oh! no me faltéis
en esta hora, le decía, ya que en Vos he puesto toda mi esperanza; y para que
me concedáis este favor, mis lágrimas, gemidos, suspiros y angustias de esa
hora, sean otras tantas voces que os llamen del cielo a visitarme”.
El alma de Don Cafasso se sentía fuertemente
atraída hacia la Consolata, la Virgen que
siempre ha protegido la ciudad de Turín, velando amorosa por sus destinos. En el
santuario a Ella dedicado, palpita el corazón de todos los piamonteses, que
desde los Alpes cubiertos de nieve y desde los valles ubérrimos donde ondean
las mieses, corren a invocar el patrocinio de la hermosa Madonna. Todos los
sábados iba el Santo a saludarla a su santuario; allá iba también a celebrar la
Misa por los enfermos; y a los atribulados que venían a él, les aconsejaba
poner sus cuidados y contar sus cuitas ante el altar de la Virgen. Tal devoción
a la celestial patrona era un reflejo del amor a Dios hasta cuyo trono hacía
llegar, por medio de María, el cántico de sus plegarias y el homenaje de su
reconocimiento.
“VIDA DE
SAN JOSÉ CAFASSO” Año 1948.
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