Refiérese en la
historia que cierto extranjero, pasando por Donzenac (ese extranjero se llamaba
Lorrain y era librero de profesión), se dirigió a un
sacerdote para que le oyera en confesión; más el sacerdote, no sé porque causa,
lo rechazó.
De allí se fue a una ciudad llamada Brives. Se
presentó al procurador del rey y le dijo, os ruego que me encarceléis, Lorrain
dijo al procurador que desde hace algún tiempo se había dado al demonio; le ruego
que me encarceléis, y he oído decir siempre que no hay poder que valga contra
los que están en manos de la justicia. Le responde el procurador: –no sabes lo
que es estar en manos de la justicia, una vez en su poder no se sale de
cualquier manera. –No importa, señor, encarceladme. El procurador imaginó que
aquel hombre estaría loco, por lo cual encarcelándole, y hasta conversando con
él por más tiempo, se exponía a las burlas del público.
En aquel momento vio pasar por la calle a un
sacerdote conocido, que era confesor de las Ursulinas; le llamó y le dijo:
“Padre, tomad la bondad de tomar este hombre bajo vuestros cuidados”. Y
dirigiéndose a aquel hombre: “Amigo mío, le dijo, seguid a este sacerdote y
haced lo que él os diga. Dicho sacerdote, después de hablar un rato con el
infeliz, pensó como el procurador del rey, que tenía enajenadas las facultades
mentales; y le rogó que se dirigiese a otra parte, ya que él no podía
encargarse de su conducta.
Aquel pobre desagraciado, no sabiendo ya dónde acudir, se fue a dos distintas comunidades a pedir un sacerdote que le confesase. En una se le dijo que los padres estaban descansando, pues debían levantarse a la media noche; en la otra pudo hablar con un padre que le despidió para que volviese al día siguiente. Más aquel pobre infeliz, se echó a llorar, exclamando: ¡Oh! Padre mío, si no tiene piedad de mí estoy perdido; dijo que se había entregado al demonio; y el plazo termina esta noche. “Idos, amigo mío, –le respondió el padre–, y encomendaos a la Santísima Virgen. Le entregó un Rosario y le despidió.
Al pasar por una plaza, llorando de pena por
no haber podido hallar un confesor entre tantos sacerdotes como en aquellas
comunidades había, vio un grupo de vecinos que estaban conversando, y les pidió
si por ventura entre ellos habría alguno que quisiera hospedarle aquella noche.
Se hallaba entre ellos un carnicero, quien
le dijo que podía seguirle a su casa. Cuando estuvieron en ella, aquel pobre
infeliz le contó qué desdichado era por haberse dado al demonio; creía él tener
tiempo suficiente para confesarse, dejar el pecado y hacer penitencia, mas
ningún sacerdote quiso confesarle.
El carnicero se extrañó que todos aquellos
sacerdotes hubiesen mostrado tanta falta de caridad. –
¡Ay! señor, bien reconozco que es permisión de Dios para castigarme por el
tiempo y las gracias que desprecié–. “Amigo mío”, –dijo el carnicero
“cabe aun recurrir a Dios”, – ¡Ay!, señor estoy perdido; ésta misma noche el
demonio debe matarme y llevarse mi alma.
El carnicero, según parece, no se fue a
dormir, para indagar si aquel hombre había perdido el juicio, o si era verdad
cuanto afirmaba.
En efecto, hacia
la media noche, oyó un espantoso ruido, y gritos horribles como de dos personas
de las que una estrangulase a la otra. Corrió el carnicero hacia el cuarto del
infeliz, y vio al demonio que le arrastraba al patio. Horrorizado el carnicero,
huyó a encerrarse en la casa: y al día siguiente, hallaron al infeliz colgado a
guisa de carnero, en un gancho de la carnicería.
El demonio le había arrancado
un jirón de su capa y le estranguló y le colgó. El P. Lejeune, que
refiere esto en uno de sus sermones, dice que lo oyó contar a uno que vio al
infeliz colgado.
“TOMADO
DE LOS SEMONES DEL CURA DE ARS”
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