LOS ULTIMOS DIAS DE
JACINTA Y SU MUERTE –– Vamos a exponer brevemente y en partes la vida y muerte
de Jacinta Marto. (Tomado del libro “Apariciones de la Santísima Virgen en
Fátima” por el Padre Leonardo Ruskovic O.F.M. Año 1946)
Llegó Jacinta a Lisboa acompañada de su madre;
aquí comenzarán para su espíritu las más dolorosas pruebas, y aquí también
recibirá eterna recompensa de manos del Eterno Juez a sus heroicas virtudes.
En el hospital en donde debía ser internada
no encontraron alojamiento, por hallarse el nosocomio repleto de enfermos. La
Providencia acudió en su auxilio, y por especial excepción fué recibida en un
asilo de huérfanas llamado Orfanato de Nossa Senhora dos Milagros (rúa da
Estrela 17).
En este asilo se encontraba como en su
propio hogar; para ella fué “La casa de Nuestra Señora de Fátima”, y a la madre
superiora, a quien llamaba “madrina” y en quien había depositado toda
confianza, la apreciaba en gran manera.
La Reverenda Madre Superiora. Sor María Godinho,
al recibir a Jacinta en el Asilo la consideró especial bendición del cielo y
muy pronto pudo cerciorarse de su acertado criterio, pues Jacinta era verdadero
modelo de inocencia y modestia y un vivo ejemplo de obediencia y paciencia, no
menos que de piedad; virtudes éstas que mucho contribuyeron al adelanto
espiritual de aquel establecimiento. Aconsejaba a sus compañeras a la práctica
de la obediencia y a dominar sus caprichos, repudiar las mentiras y sufrir
todas las contrariedades por amor de Dios para obtener el cielo.
Su alegría por vivir junto a Jesús, bajo el
mismo techo, le proporcionaba tal inmensa alegría, que olvidaba las crueles
dolencias que la martirizaban; mientras se albergó en la Casa de Nuestra Señora
de Fátima, acompañaba a Jesús en su soledad del sagrario con frecuentes visitas
eucarísticas y lo recibía casi diariamente en su inocente corazón.
A medida que su enfermedad cobraba mayores
progresos, sus dolores también se intensificaban más y más; la bondadosa Madre
de los Afligidos no dejó de sostenerla y animarla en las dolorosas pruebas con
frecuentes y consoladoras apariciones.
Conversaba un día con la Madre Superiora, quien
se encontraba junto al lecho de la enferma, cuando ésta le dijo:
—Madre, retírese de ahí, porque ese lugar
vendrá en seguida a ocuparlo Nuestra Señora,
Y mientras hablaba así, tenía los ojos fijos
hacia el lugar donde esperaba la visión.
Expondremos aquí algunas de las numerosas
instrucciones que la Virgen Santísima se dignaba comunicar a Jacinta, y que ella
revelaba fielmente a su “Madrina”, la Madre Superiora.
“EL PECADO QUE LLEVA MAS ALMAS AL INFIERNO
ES EL PECADO CARNAL; POR ESO ES NECESARIO DEJAR EL LUJO, NO OBSTINASÉ EN EL PECADO
COMO HASTA AHORA; ES NECESARIO HACER MUCHA PENITENCIA.”
En otra ocasión le decía la Madre de Dios:
“NO PUEDO TOLERAR UNAS MODAS QUE TANTO OFENDEN A DIOS NUESTRO SEÑOR. LAS
PERSONAS QUE SIRVEN A DIOS NO DEBEN SEGUIR LAS MODAS. LAS GUERRAS SON SEÑALES
DE CASTIGOS DEL MUNDO”.
Jacinta decía muy afligida a la Madre Superiora:
—Nuestra Señora ya no puede sostener el brazo vengador de su Amado Hijo, que lo
extiende para castigar al mundo. Es menester hacer penitencia; si los hombres
se corrigen, Nuestro Señor salvará al mundo; pero si no se enmendaran, vendrá
el castigo”
También cuenta Jacinta que mientras la
Virgen le dirigía aquellas palabras, mostraba un semblante tan triste y
afligido, que a ella se le desgarraba el alma de puro dolor; por eso, al
recordar aquella visión, solía exclamar con honda tristeza:
— ¡Cómo me aflige el dolor de Nuestra Señora
¡Ah!... Si los hombres supiesen lo que es la eternidad, ¿qué no harían para
corregirse? ¡Ay de aquellos que persiguen la religión!... Si el gobierno dejara
libre a la Iglesia y diera libertad a la santa religión, sería bendecido.
Dirigiéndose a la Superiora le decía:
—Madrina, rece mucho por los pecadores; rece
mucho por los sacerdotes; rece mucho por los religiosos; rece mucho por los
gobiernos. Los sacerdotes deben ocuparse de su ministerio eclesiástico. Los
sacerdotes tienen que ser castos. La desobediencia de los sacerdotes y de los
religiosos a sus superiores ofende mucho a Dios.
Y en tono más vehemente decía a la
Superiora:
—No ame las riquezas. Huya del lujo. Sea muy
amiga de la santa pobreza y del silencio. Tenga mucha caridad con los malos. No
hable mal de nadie y evite al murmurador. Tenga mucha paciencia, porque la
paciencia nos lleva al cielo. La mortificación y los sacrificios son muy
agradables a Dios Nuestro Señor. Con mucho gusto me haría religiosa, pero más
me gusta ir al cielo. Para ser religiosa es menester ser muy limpia y casta de
alma y de cuerpo.
— ¿Y
sabes tú— preguntóle la Reverenda Madre Superiora—, lo que significa ser casta?
—Ser limpia de cuerpo — contestó Jacinta— quiere
decir guardar la castidad; ser limpia de alma es cuidarse de no pecar: no mirar
cosas deshonestas; no robar ni mentir jamás, sino decir siempre la verdad,
aunque nos cueste un sacrificio.
— ¿Quién
te enseñó estas cosas? — le preguntó la Superiora.
Ella humildemente contestó:
—Nuestra Señora me ha enseñado.
Y verdaderamente, no cabe dudar que tal
sabiduría fuese celestial e infusa en una niña que no había recibido sino
conocimientos muy superficiales de la doctrina cristiana y jamás hubiera oído
hablar de mística perfección.
Dios, en premio de sus virtudes, la había
adornado del don de profecía. Tres hechos bastarán para evidenciarlo:
Recibió un día la visita de su madre. La
Madre Superiora preguntó a ésta si le agradaría que sus hijas Florinda y Teresa
se hicieran religiosas.
—¡Dios me libre! —contestó ella muy enfática —.
Jacinta no había oído esta conversación.
Pasados unos días manifestó confidencialmente a la Madre Superiora:
—Mucho agradaría a Nuestra Señora que mis
hermanas se hicieran religiosas, pero como mi madre no está conforme, la Virgen
se las llevará a las dos, dentro de muy poco tiempo, al Paraíso.
Apenas habían transcurrido varios meses,
cuando desconsolada lloraba la madre la muerte de sus dos hijas.
Tiempo hacía que la Reverenda Madre abrigaba
deseo de ir a Fatima.
—Usted irá — le dijo Jacinta—, pero será
después de mi muerte.
Y los hechos confirmaron la veracidad de
estas palabras. Acompañando los mortales restos de Jacinta a Vila Nova de Ourem
cumplió su anhelo de visitar a Fátima.
Había terminado un sacerdote de pronunciar
una conferencia en la capilla del Asilo; preguntó la Superiora a Jacinta si le
habían agradado las palabras del ministro de Dios. Después de un breve silencio
contestó:
— No
me gusta.
— ¿No
has oído cómo habla bien? —siguió interrogándole la Superiora.
— Sí,
habla, pero... a Nuestra Señora no le gusta.
— ¡Es tan bueno y habla como un ángel! —
afirmó otra vez la Superiora.
— Sí habla...,
pero él no es buen sacerdote.
La Religiosa la amonestó dulcemente, que de
nadie debería juzgarse mal y menos de los sacerdotes.
Jacinta nada contestó. No pasó mucho tiempo,
y aquel triste sacerdote apostató con grave escándalo de los fieles.
En el Asilo recibía la atención médica de
dos distinguidos facultativos, quienes le dispensaban mucha delicadeza y
cristiana caridad. Uno de éstos le rogó que intercediera mucho por él en el
cielo ante el trono de la Santísima Virgen. Jacinta prometió cumplir su deseo,
y mirándole con ternura, le dijo:
—Usted, doctor, irá al cielo.
El otro doctor se encomendó a sí mismo y a
su hija a las oraciones de la enferma: ésta respondió: —También usted, doctor,
irá al cielo: primeramente su hija, y después, le seguirá usted.
Todas estas profecías tuvieron más tarde
exacto cumplimiento.
Jacinta fué trasladada del Asilo al Hospital
de D. Estefanía. Allí quedó sola, aislada, desconocida de todos. La Reverenda
Madre Superiora solía visitarla, y era entonces el único momento de consuelo, y
alivio. Tendida en su camilla, sufriendo continuos dolores, recordaba a los
suyos y en especial manera a su prima y compañera Lucía, y diariamente la
encomendaba en sus oraciones. A causa de la distancia no podía comunicarle sus
confidencias; por eso le dirigió el siguiente mensaje: “Nuestra Señora de nuevo
me ha visitado y me dijo qué día moriré. Tú quédate siempre buena'’.
Mucho afligía a nuestra enferma el ateísmo e
incredulidad de los médicos. ¡Ah!. ... ¡si los pobres supieran lo que les
aguarda!, repetía con frecuencia.
Ofuscado por una época de tantos progresos
modernos y bajo el influjo de una ilimitada libertad, el gobierno portugués,
ateo en su creencia, coartaba por todos los medios la moral cristiana. Los
incrédulos, para lograr más fácilmente sus diabólicos intentos, propagaron y
difundieron la indecente moda femenina en la seguridad de que perdiendo la
mujer el bello tesoro del pudor quedaban rotas las vallas a todos los vicios y
franca difusión a todas las corrupciones. Y diariamente estamos contemplando que
bajo el pretexto de modernas exigencias sociales, la inmoralidad en los
vestidos va triunfando en numerosas conciencias cristianas, ofuscadas por el
ambiente ateo y pagano en que vivimos.
Jacinta, al contemplar a las enfermeras del
hospital con exigua modestia en sus atavíos, solía dirigirles. Esta
advertencia: “¿Para qué os sirve vuestra inmoral vestidura?... Si supierais lo
que es la eternidad, no os vestirías tan indecentemente”. Jacinta no podía borrar
de su memoria el tétrico y dantesco cuadro del infierno que viera en Cova de Iria,
como tampoco las palabras que les dirigiera la Santísima Virgen al abrirles las
ígneas portadas del averno: “La mayoría de las almas que se condenan en el infierno,
se condenan por el pecado carnal. Por eso es necesario que el mundo se aleje de
la vida deliciosa y sensual. No debe insensibilizarse en el pecado sino hacer
penitencia de ellos”.
La enfermedad es un duro crisol que purifica
a las almas, dejándolas expeditas de todos, los afectos terrenos. El último
período de la vida de nuestra enferma no era sino una continua y amorosa unión
con Dios. La idea de estar alejada de sus padres y hermanos ya no llevaba
nostalgia a su espíritu, pues Dios llenaba todos sus anhelos. “La vida es breve
— solía exclamar—.y pronto nos encontraremos todos en la región de la
eternidad”
El 10 de febrero de
1920 fué sometida a una intervención quirúrgica; por su extrema debilidad no
pudo ser cloroformizada. Sufriendo los terribles dolores de la operación, no
brotó de sus labios queja alguna, excepto los naturales y angustiosos suspiros.
“¡Jesús mío — repetía con frecuencia en medio de sus dolores— sea todo por tu
amor y por la conversión de los pecadores! Acepta este sacrificio por la
salvación de muchos de ellos”.
Tres días antes de su muerte recibió la
visita de la Reverenda Madre Superiora del Asilo, y entonces Jacinta le
manifestó: “De nuevo me visitó Nuestra Señora y me dijo que dentro de poco
vendría a buscarme y que no tendré más dolores”. Y desde aquel momento dejaron
de martirizarla los terribles sufrimientos y se borraron de su rostro los
vestigios del dolor.
El 20 de febrero, a las 16 horas, sintió
apoderarse de sus fuerzas extrema debilidad y pidió la presencia de un
sacerdote para que le administrara los últimos auxilios de la religión. Después
de recibir la absolución sacramental, expresó al ministro de Dios su vivo deseo
de recibir por viático a Jesús-Eucaristía.
El sacerdote prometió que lo traería a la
mañana siguiente, pues los síntomas, si bien graves, no acusaban un próximo
desenlace. Insistió en sus deseos la pequeña enferma, pero no fué atendida; así
lo había dispuesto Dios, exigiendo de ella un último y doloroso sacrificio, que
ofreció resignada por la conversión de los pecadores.
Había sonado por fin para Jacinta la hora de
librarse de esta miserable envoltura humana y volar presurosa hacia las
mansiones celestiales. Cuando el reloj del tiempo señalaba las 23 y 30 horas, comenzaban
para Jacinta las horas infinitas de la eternidad. Como se lo prometiera, la
Reina de los Cielos, rodeada de innúmeros espíritus angélicos, descendió de su
magnífico trono de gloria a recibir en su Inmaculada Mano la inocente alma de
Jacinta Marto. Expiraba en suma paz, asistida únicamente por la gentil
enfermera Aurora Gómez, a quien llamara con especial cariño “mi Aurorita”.
Había cumplido heroicamente la admirable y
difícil misión que le encomendara la Madre de Dios en Cova de Iria, 34 meses y
18 días atrás. A ella como a los otros dos videntes, les había pedido la,
Santísima, Virgen voluntarios sacrificios practicados por amor de Dios, en
reparación de las ofensas cometida diariamente; contra el Inmaculado Corazón de
María, por la conversión de los pecadores, por el Santo Padre, por las benditas
almas del Purgatorio, especialmente por las más abandonadas. Y asistida de la
gracia de Dios, Jacinta, con inmensa caridad, generosamente se había inmolado
en el ara dolorosa del sacrificio; ahora podía exclamar con la misma seguridad
del Apóstol: “He luchado en buena batalla y he llegado al fin. Ahora espero la
recompensa que me dará el Justo Juez”.
Cumpliendo el expreso deseo de la difunta,
su cuerpo fué amortajado en alba vestidura con una faja azul que ceñía su
cintura. Engalanada con esta vestidura habíase acercado un día a recibir por
primera vez en su pecho al Cordero Inmaculado.
La capilla de Nuestra Señora de los Ángeles
guardó transitoriamente sus mortales despojos; Jacinta descansaba ahora a la
sombra del Santuario de la Santísima Virgen, a quien ella tanto había amado y
venerado.
Veloz como el aura corrió la noticia del
fallecimiento por todo Portugal, y como obedeciendo a un solo impulso,
desfilaron ante el féretro en interminable caravana hombres de toda condición
social. Todos anhelaban poseer una reliquia, mas estando prohibido cortar algo
de su vestidura, satisfacían sus deseos haciendo tocar sobre el venerado cuerpo
cuántos objetos tenían a su alcance, pañuelos, medallas, rosarios, etc.
Tres días y medio quedó expuesto el cuerpo
difunto a la pública veneración y ante un inmenso gentío que iba cobrando
proporciones cada vez más gigantescas. La expresión angelical de la que fuera
mártir del amor divino obraba en los corazones cual poderoso y secreto imán.
El señor Antonio Rebelo de Almeida,
encargado de custodiar el venerando cuerpo, nos describe así su impresión: “Me
parecía más bien ver ante mis ojos un ángel que un despojo del ser humano. Su
cuerpo mortal parecía vivo. Sus labios, así como todo su rostro, eran
semejantes a las más hermosas rosas. El agradable olor que exhalaban sus
miembros no puede explicarse naturalmente; superaba a la fragancia de las más
exquisitas flores. Muchas personas acudieron a venerarla y todos se retiraban
llevando en sus almas la impresión de haber contemplado a una santa”.
El notable especialista doctor Enrique
Lisboa hace notar particularmente el aromático perfume que exhaló
constantemente el cuerpo difunto todo el tiempo que permaneció insepulto,
habiendo Jacinta fallecido de una pleuresía purulenta.
El 24 de febrero, a las 11 horas, era llevada
procesionalmente a la estación ferroviaria Rosario, desde donde en triunfal
apoteosis debía seguir hasta Vila Nova de Ourem y ser depositada en el suntuoso
mausoleo de la familia del barón de Alvaiázere.
Esta piadosa conducta del barón en dar tan
magnífica posada a los restos venerandos de Jacinta, evitando así la profanación
de los anticlericales., fué para él y para toda su familia jalón bendito de
innumerables gracias de parte del Altísimo. Los miembros de esta ilustre
familia se encontraban atacados de los mortíferos microbios de la tuberculosis;
cuatro hermanos del barón habían caído víctimas de esta enfermedad, y desde
aquel momento en que Jacinta, podíamos decir, entró a formar parte integrante
de la familia, el terrible flagelo abandonó su dominio, vencido por el hálito
protector del “Ángel de la Guarda”, como solía llamarla el piadoso barón de
Alvaiázere a Jacinta.
En este suntuoso mausoleo quedó el cuerpo de
Jacinta hasta el 12 de septiembre de 1935, fecha en que por decreto del obispo
diocesano fué trasladado a Fátima, acompañado de un grandioso cortejo. “Con
lágrimas en los ojos — escribe el piadoso barón — vimos retirar del mausoleo la
bendita reliquia, por cuya intercesión
habíamos conseguido tantas gracias celestiales”.
Antes de emprender la triunfal marcha,
abrieron el féretro en la parte de la cabecera y encontraron su rostro
incorrupto, mostrando la plácida expresión del que disfruta de un tranquilo
sueño. Cerraron nuevamente el venerado féretro en presencia de las autoridades
eclesiásticas y civiles, e iniciaron la marcha hacia el nuevo destino.
En Cova de Iria, lugar de las benditas
apariciones, se detuvo el cortejo, cantaron el oficio de difuntos y celebraron
una Misa.
Llegaron por fin a Fátima, en cuyo
cementerio, que se encuentra junto a la misma Iglesia Parroquial, el obispo
diocesano, Mons. José Alves Correara da Silva, había ordenado construir un
mausoleo para los dos videntes: Francisco y Jacinta Marto. El mausoleo, en sus
líneas arquitectónicas, es de sobria sencillez, distinguiéndose entre los demás
por su nítida blancura. En su portada leemos el siguiente epitafio: “Aquí yacen
los mortales restos de Francisco y Jacinta, favorecidos con la augusta
presencia de la Reina de los Cielos”.
El 20
de febrero de 1944, aniversario de la muerte de la inocente pastorcita Jacinta,
fué bendecida una placa conmemorativa en el Hospital Estefanía, el cual lleva
el siguiente epitafio:
“El 20 de febrero de 1920, A las 23.80 horas,
falleció en este Hospital, Jacinta Marto,
Todavía no cumplidos 10
años de su vida. Es una de los tres
videntes, A los que se apareció
en “Fatima La Bienaventurada Virgen María.”
“FINAL
DE LA PUBLICACIÓN DE JACINTA”
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