Discípulo. —Padre, La confesión, además del
perdón de los pecados, ¿proporciona también otras ventajas?
Maestro.
—Muchísimas y sorprendentes. Todos nosotros tenemos tres enemigos implacables,
funestísimos y obstinados, los cuales día y noche, continuamente ponen
acechanzas a nuestras almas. Son ellos: la concupiscencia, el demonio y el
mundo. Desde la niñez hasta la tumba, siempre nos persiguen, en todas partes, y
en toda edad y condición apresan víctimas. ¡Ay
del que no se previene con esta divina medicina de la confesión!
D. — ¿Y la confesión es suficiente para
vencer a estos enemigos?
M.
—Una confesión aislada no, es menester que se repita con frecuencia. Estos
enemigos mortificados una vez con la confesión no mueren, sino que de nuevo,
con multiplicada saña, acometen después, transforman y multiplican los lazos
para ocasionarnos peores daños. ¡Oh,
cuántos sinceramente convertidos, recaen bien pronto en los mismos pecados de
antes!
San Felipe Neri refiere de un jovencito que se le
presentó resuelto a dejar a toda costa ciertos pecados impuros, a los que
estaba habitado. Le oyó amablemente su confesión, y viendo la firme voluntad
que tenía de enmendarse, le absolvió en nombre de Jesucristo, y le dijo que se
fuese tranquilo; más en cualquier momento en que recayera, que volviese
inmediatamente a confesarse. Al día siguiente he ahí de nuevo aquel jovencito a
los pies de San Felipe.
— Padre, el demonio ha sido más fuerte que yo. He caído en el
mismo pecado.
—
¿Estás arrepentido?
— Sí Padre.
—
Pues bien, yo te absuelvo, ve en paz: más después de la primera recaída vuelve
de nuevo a caer. Al tercero, al cuarto, al quinto día hételo, de hinojos a los
pies del santo a confesar sus acostumbradas recaídas, y en esta forma se
repitió el caso por doce o trece veces con intervalos más o menos largos, hasta
que, finalmente triunfó de su defecto y llegó a ser tan puro y casto, que San Felipe le
recibió entre sus hijos, convertido en celoso apóstol.
Así
que la confesión, repetida constantemente, acaba por ser más fuerte que el
demonio, vence al demonio impuro de sus más obstinados asaltos.
D. —Padre, ¿se repiten tales casos de recaídas?
M.
—Frecuentemente, en los adultos y sobre todo en los jóvenes.
D. —Y entonces, ¿qué hacer?
M.
—Entonces es necesario repetir cada vez o inmediatamente la confesión. Así como
no basta una sola inyección para matar el microbio del tifus o de la tisis,
tampoco no basta una sola confesión para esterilizar el microbio de la
concupiscencia, que circula en nuestra sangre. La confesión tiene fuerza especialísima contra la sensualidad, tanto
que, como dicen eminentes personajes, casi no se puede creer que sean castos,
sino aquellos que se confiesan, sea cual fuere su estado o condición. Podrá
ser que se esté lejos de ciertos excesos, pero no se tendrá la absoluta
integridad de costumbres sin la confesión frecuente.
D. — ¿Será por esto, que se la recomienda
tanto, especialmente a la juventud?
M.
—Por eso es precisamente, puesto que manifiesta mayormente toda la eficacia
victoriosa de la confesión. En este terreno virgen es en donde se revela
propiamente como talismán preservativo de la juventud. ¡Oh, cuan bello
espectáculo presenta a los ojos de Dios y de los hombres tanta multitud de
jóvenes, desde temprano acostumbrados a la frecuencia de este sacramento!
D.
— ¿Tenían, pues, razón San José B.
Cottolengo y San Juan Bosco de inculcarla tanto en sus institutos?
M.
—Sí, por cierto. Don Bosco, y con
él todos los mejores educadores, han comprendido que si se quiere preservar
eficazmente a la encantadora infancia de ambos sexos de la pérdida de la
inocencia no existe otro medio más seguro que la confesión frecuente.
D. —Si no me engaño, también el Papa San
Pío X decretó ciertas cosas respecto a la confesión de los niños, ¿no es
verdad, Padre?
M.
—Bendita mil veces la santa y gratísima
memoria de este vigilante Pontífice, que para remediar tantos abusos y
costumbres aviesas, introducidas a raíz de cavilosas y perjudiciales
interpretaciones, por decreto del 8 de mayo de 1910, estableció
que la edad para la confesión y comunión de los niños es aquella en la cual el
niño empieza a tener uso de razón, es decir, aún antes de los siete años;
y que la costumbre de no admitir a la confesión y de no absolver a los niños
que ya llegaron al uso de la razón, es absolutamente reprobable, cargando toda
la responsabilidad sobre los padres, sobre el confesor, sobre los maestros y
sobre el Párroco.
D. —De modo que según usted, la confesión
frecuente ¿sería indispensable a todos, chicos y grandes?
M.
—Sí, la confesión frecuente es indispensable a todos; y tengan todos presente,
que si quieren vencer al mortal enemigo del alma, si quieren preservarse de
todo género de impureza, si quieren que sus subordinados consigan tales
victorias, deben ir a confesarse, llevar a confesarse, mandar que vayan a
confesarse.
¡Pruébenlo
y verán cuan poderoso es Jesús!
Un
día se presenta a San Juan Bosco un sacerdote, párroco de un importante
pueblo de Monferrato, el cual echándose a sus pies y besándole la mano,
prorrumpió en abundante llanto. El Santo lo levántala y amorosamente se puso a
interrogarle por la causa de tanta angustia.
—Don Bosco, le dice el sacerdote, estoy resuelto a abandonar mi
parroquia, veo que soy incapaz de hacer el menor bien; mis fatigas son
correspondidas siempre con la mayor indiferencia y frialdad. Abunda la
blasfemia, las palabras obscenas, la profanación de los días festivos, las
malas costumbres, el baile, el escándalo. Le suplico, Don Bosco, que me aconseje lo que debo hacer.
—
¿Desde cuánto tiempo sucede esto?
— Desde muchos años, y va siempre de mal en peor.
—
¿Ha rogado, ha procurado que rueguen otros?
— ¡Figúrese, Padre, si he rogado! He hecho novenas, votos, mas
todo ha sido inútil.
—
¿Y a la Iglesia, a los Sacramentos, acuden?
— A la Iglesia vienen bastantes, también se frecuentan los Sacramentos;
más después...
––
¿Se hacen bien las confesiones?
–– ¡Ay! Este es mi mayor temor y mi mayor pena.
—
Pues bien. Haga esto. Vuélvase tranquilo a casa, desde ahora en adelante no
predique otra cosa que sobre la excelencia de la confesión, la importancia de
la confesión bien hecha.
Obedeció
aquel celoso sacerdote y después de tres años, encontrándose con el mismo Don Bosco en una sala de espera de la
estación de Asti, se le hincó otra vez a los pies, y besándole muchas veces la
mano con afectuosa efusión no acababa de darle gracias por tan luminoso
consejo: “Lo he puesto en práctica, le decía, y mi parroquia se
transformó como por encanto; gusto a cada momento de nuevas e indecibles
consolaciones”.
D. —Don Bosco era santo, ¿no es así Padre?
M.
—Era un hombre lleno de espíritu de Dios, conocedor del mundo, profundo
escrutador de los corazones y, como Felipe Neri,
celoso propugnador de la confesión frecuente, la cual si hoy en día no se
practica cuanto fuera de desear, y no siempre con el debido fruto, es porque no
se conoce suficientemente.
La
confesión, además de ser el más grande remedio, es también el milagroso
sacramento que bastaría por sí solo para contener al mundo entero.
D. — ¿Es posible?
M.
—He aquí una muestra en un hecho histórico de la vida de Don
Bosco.
En
el año 1855. S. Juan Bosco había predicado tres días de ejercicios
espirituales a los jóvenes de la Generala de Turín, que es un instituto
correccional de díscolos. Cuando los hubo confesado todos, pidió y obtuvo,
después de mucha insistencia del mismo ministro Urbano Ratazzi, de llevarlos en
corporación, en número de trescientos cincuenta, a paseo hasta el parque real
de Stupinigi, distante cuatro millas de Turín. La más bulliciosa alegría reinó
hasta la tarde; y cuando los volvió a llevar a casa en el mayor orden, se vio
que ninguno había faltado al llamarle. Imposible imaginarse el asombro de todos
al ver como un pobre sacerdote solo, sin guardias, ni carabineros, hubiera podido mantener ordenados y sumisos
a tan gran número de corrigendos, cuando no bastaban para ello los más severos
reglamentos ni las más rigurosas celdas. Es que no sabían que el gran secreto
de Don Bosco era la confesión, y que la confesión vale mucho más como medio
educativo, que todos los regimientos de carabineros y guardias reales.
D. —Verdaderamente, Padre, la confesión es
poderosa. ¡Oh, si los padres se valieran
de tan rico tesoro, cuánto mejor se educaría la juventud, y cuánto mayor
respeto, obediencia y moralidad se tendría en la familia!
M.
—Sin duda de ninguna clase. Efectivamente, no temo exagerar si digo, que entre
cien personas que frecuentan la confesión y lo hacen con sincera voluntad de
progresar difícilmente se encontrará un pecado mortal; y por el contrario,
confesando sólo dos que raramente se confiesan, difícilmente dejarán de
encontrarse pecados mortales.
D. —Al modo como una casa que se barre con
frecuencia, como un vestido que se cepille a menudo, como la cara, cuando se
lava todos los días, se mantienen pulcros, así sucede con el alma que se
confiesa con frecuencia, ¿no es verdad, Padre?
M.
–– Muy cierto.
Pbro.
Luis José Chiavarino
CONFESAOS
BIEN
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