Los amigos de Dios deben
vivir en unión íntima con El; Dios se la pide y ellos la desean. Pues bien;
esta unión se efectúa mediante las tres virtudes que ordenan el alma a Dios, y
por esta razón se llaman virtudes teologales o divinas; la fe, la esperanza y
el amor.
Las virtudes teologales son muy poco
apreciadas, porque, por desgracia, se comprende menos lo que el hombre debe a
Dios que sus deberes con el prójimo. Cuantos infelices dicen: “ni mato ni robo, luego de nada me remuerde
la conciencia”; y no tienen ni fe, ni esperanza, ni amor de Dios. Cuantos
otros, aún entre personas piadosas, estiman más la bondad, la blandura e igualdad
de carácter, cualidades muchas veces en gran parte naturales, que la pureza, la
vivacidad, lo muy cabal de la fe, más que el fervor y la generosidad del amor.
Y con todo eso, cuanto Dios está más elevado que el hombre, tanto las virtudes
teologales son más elevadas que todos los deberes para con el hombre. Y si
éstos son también santos y sagrados, ¿no
es ciertamente porque se derivan de los que tenemos para con Dios, y sólo según
proceden de las virtudes teologales?
La fe es la primera que aparece en el alma,
como el cimiento del orden sobrenatural, y tanto, que todo este edificio
depende de ella; no puede extenderse él más que su fundamento; luego las demás
virtudes no pueden ser grandes si la fe es pequeña.
Tengamos
pues una fe grande. Los espíritus superficiales son inducidos a pensar que
todos, los buenos cristianos tienen igual fe; creerlo sería un gran error. Aun entre
los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, la fe varía en pureza, claridad,
intensidad, y por tanto en eficacia, e influencia en el ordenamiento de la
vida, y esto en proporciones insospechadas por la mayoría.
Los
medios de acrecentar la fe es el soportar bien las pruebas ordenadas por la
providencia, ejercitarla y vivirla mucho.
La fe es ante todo un homenaje a la
veracidad divina. Dios merece ser creído, tiene derecho a exigir una fe absoluta
en su palabra; y por tener El ese derecho, y nosotros la obligación de creerlo,
le place probar nuestra fe. La prueba, la cual es la gran ley
dé la vida, ofrece a la criatura ocasión de mostear su fidelidad, y como
ejercita la virtud probada, resulta más meritoria y perfecta, y sobre todo más
glorioso el obsequio hecho a Dios, y más digno de él.
San Pablo en la carta a los hebreos celebra
con términos entusiastas la fe de los grandes hombres del antiguo testamento,
manifiesta que fué el principio de sus virtudes y de todas las hazañas que
realizaron Todos merecieron creyendo, precisamente porque fué muy probada su
fe. Noé creyó en la palabra de Dios
que le anunciaba un diluvio mucho antes de que por ningún indicio se pudiera
prever, y fabricó el arca a pesar de los chistes e ironías de aquellos hombres.
Abrahán creyó a Dios, que le mandó
salir de su tierra sin darle explicación ninguna, y que le prometió un hijo
cuando ni él ni Sara podían
esperarlo; y sobre todo probó heroicamente su fe cuando le pidió que él mismo
sacrificara a su hijo único. Del mismo modo los patriarcas, los profetas, los
mártires y todos los héroes de la antigua alianza fueron sometidos a durísimas
pruebas, y por la fe salieron victoriosos de ellas, mientras que otros probados
igualmente con ellos no fueron fieles.
Cuando Jesús predicó el Evangelio dió de su
misión divina pruebas sobreabundantes ya por la sublimidad de su doctrina, ya
por la santidad de su vida, ya por lo asombroso de sus milagros. Muchos
creyeron en él, pero quise probar su fe, y en la sinagoga de Cafarnaúm a los mismos
judíos que en la víspera había alimentado milagrosamente multiplicando los
cinco panes de cebada y los dos peces, les propuso el misterio de la
Eucaristía; y lo presentó en términos obscuros, difíciles de admitir sin querer
darles ninguna explicación. Exigía pues de ellos una confianza ciega y una fe
completa. Por desgracia un gran número, y entre ellos Judas, sucumbieron a esta
prueba. Los que por lo contrario fueron fieles acrecentaron y arraigaron su fe.
Su muerte deshonrosa en un madero fué otra prueba para sus discípulos. Y esta
prueba de la fe persistió aún después de resucitado: los apóstoles predicaron
que El, el condenado a muerte y crucificado en el Calvario era el Mesías, el
Hijo de Dios que con su muerte había rescatado al mundo; esta predicación según
lo atestigua San Pablo pareció una locura a los gentiles y un escándalo a los
judíos; pero estaba apoyada por milagros. Había pues en ella como siempre fundamentos
para la fe y dificultades para creer; como siempre estaba allí la prueba y
también esta vez la prueba halló a los unos fieles y a los otros rebeldes.
Ahora como entonces para los buenos, como
con los indiferentes, aun entre los que poseen una fe sólida, esta virtud tiene
sus pruebas que bien soportadas la vuelven más firme todavía y sobre todo más
ilustrada, pero que mal aceptadas le impiden desenvolverse y aún la obscurecen.
El obstáculo de la fe perfecta puede provenir de la inteligencia
muy pegada a su propio juicio y a sus pequeñas luces, la cuales inducida a no
admitir en todos los hechos de la vida sino explicaciones puramente naturales, no
concediendo a la acción de Dios más que una parte lo más mínima posible.
Las más veces la oposición proviene de la
voluntad a la cual repugna admitir la pura doctrina del Evangelio sobre la
necesidad del desasimiento, sobre la práctica perfecta de todas las virtudes. Es tan dura en ocasiones esta ley del
renunciamiento; como no quiere conceder lo que le exige, ni declararse cobarde
e infiel, es instigada a buscar pretextos para seguir sus inclinaciones y
esquivar el sacrificio, y las razones que se le ofrecen son contrarias a las
puras lecciones de la fe.
Se
adelanta pues en la verdad según que se progresa en el bien. Así existe un vínculo estrecho entre lo verdadero, lo
bello y lo bueno, como entre lo falso, lo feo, lo malo; uno está
en la verdad cuando practica lo bueno y practicándolo la comprende mejor;
estamos en lo falso al obrar lo malo y el engaño llega hasta la insensatez, y
cuanto más se hace lo malo tanto crece la obcecación.
Además Dios retira sus luces de los que abusan de ella;
es un acto de justicia; es también un acto de misericordia porque las luces de las
cuales abusarían no habrían de servir sino para hacerlos más culpables. Sí, harían abuso de ellas, porque su voluntad
permaneciendo rebelde continuaría desechando la luz. ¿No vemos en tiempo de Jesús a los judíos incrédulos mostrarse más endurecidos
después de los milagros? “¿El que
abrió los ojos del ciego de nacimiento decían en Betania no podía impedir la
muerte de su amigo?” Desgraciados, tomaban ocasión de un milagro estupendo
para murmurar. Cuando Jesús resucitó a Lázaro creció su furor y decidieran apresurar
su muerte. El mismo milagro que había confirmado y acrecentado la fe de sus
discípulos hizo más culpable la incredulidad de los enemigos de Jesús y más completa
su ofuscación.
Vemos constantemente en el Evangelio esta
diferencia de actitudes de los hombres con relación al Salvador. Los de Nazaret
conocían a Jesús y sabían los milagros que había obrado: ellos se mostraron
incrédulos. Los Samaritanos entre los cuales no parece haber obrado milagros,
con todo eso creyeron muy pronto en El, los unos oyendo a la pecadora del pozo
de Jacob: Me ha manifestado todo cuanto hice; pero la mayor parte por la predicación
de Jesús. La fe del oficial de Cafarnaúm
fué débil e imperfecta, la de la Cananea humilde y ardiente.
Cuando Jesús dijo a su Padre: “Glorifica tu nombre” y el Padre Eterno
respondió: “Lo he glorificado ya y lo
glorificaré más”, algunos judíos que estaban presentes no oyeron más que un
rumor vago y dijeron: “Es un trueno lo
que hemos oído”; éstos eran sin duda los menos dispuestos. Otros en cambio
reconocieron una voz sin distinguir las palabras y se dijeron: un ángel le ha
hablado. Pero los Apóstoles indudablemente
por estar mejor dispuestos, entendieron con claridad. Así la palabra de Dios, y
su doctrina es más o menos comprendida según el estado de alma de los que la
oyen, y la fe varía no tanto según las pruebas exteriores que se dan de las verdades
sobrenaturales, como por las disposiciones interiores de aquellos a quienes se
presentan estas pruebas. Si alguno quiere hacer la voluntad de Dios, decía
Jesús, éste comprenderá que la doctrina que enseño viene de Dios (S. J., VII,
17).
“EL
IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”
Por Augusto Saudreau.
Canónigo Honorario de Angers.
Por Augusto Saudreau.
Canónigo Honorario de Angers.
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