COMENTARIO
DEL BLOG: Antes que leas estas líneas estimado lector debes
tener claro a lo que el autor se refiere con “Discusiones inútiles” Son aquellas cuya materia es superflua, sin
importancia. Y aun cuando se trate de materias de una importancia superlativa,
como lo es la Religión y la Moral, la discusión es el camino incorrecto (pues
como el mismo autor lo indica esta se vuelve estéril si se realiza con
violencia y exaltación de espítitu, como sucede en la mayoría de los casos), y
esto no significa que uno deba condescender con el error, o con el mal. Pues la
verdad es una sola y lo que está mal, está mal, eso no se discute. Pero la
discusión, muchas veces aunque se haga por la fe tiene un efecto adverso. Por
eso los santos muchas veces procedieron con dulzura hasta con los mismos
herejes. Pero no por ello se apartaron de la verdad, un ejemplo muy claro lo tenemos
en San Francisco de Sales.
Yo he comprobado esto: Con el correr de los
años he descubierto que muchas veces se discute no por defender la Religión,
sino por orgullo, no es la honra, ni la exaltación de Dios lo que queremos
dejar indemnes sino, todo lo contraria, es nuestra propia vanidad herida.
Medítalo querido lector que es lo que te mueve, y verás en conciencia que
tendrás de seguro la respuesta. Hasta
acá nuestro humilde comentario.
Cuando vemos a lo lejos agitarse y
gesticular bruscamente a dos personas, dicha actitud nos hace pensar que
estarán tal vez discutiendo algún asunto o materia de excepcional importancia,
y más cuando vienen hacia nosotros y solicitan nuestro arbitraje; pero cuál no
será nuestro asombro cuando, al examinar las cuestiones que discuten, vemos que
son las más vulgares y baladíes, como las relativas al tiempo que hace, cuándo
y a qué hora serán aquella reunión o banquete (a que no se ha de asistir), y
así por el estilo; cuestiones, como se ve, de ninguna importancia ni
trascendencia, sea cualquiera la solución o partido que sobre ellas se adopte.
Discusiones tan inútiles y aún más que las
indicadas, son harto frecuentes, roban tiempo y pueden ser ocasión de
verdaderas faltas, por lo cual considero oportuno dedicar breves páginas a esta
materia.
No intentamos censurar aquí toda discusión,
sin tener en cuenta las razones que puedan justificarla. Esto sería
anticiparnos demasiado.
Casos hay en que se permite y hasta puede
ser, en cierto modo, obligatoria la oposición o contradicción. En las
conversaciones puede uno mostrarse partidario de tal o cual opinión en materia
de ciencia, de arte o de política, en oposición a lo que piensen otros sobre
las mismas cuestiones; pero todas ellas deben ir informadas por la moderación y
la delicadeza de lenguaje, evitándose el tono irónico y burlón que pueda herir
susceptibilidades. La ironía es, en efecto, un arma peligrosa de manejar:
produce fácilmente heridas difíciles de restañar. Hay que saber manejar a
tiempo el arte del prudente disimulo.
Si, a pesar de los esfuerzos por conservar
una actitud cortés y delicada, tiende a agriarse la discusión y a degenerar en
verdadera disputa, conviene guardar silencio o cortar la discusión por medio de
alguna broma de buen gusto. Parecerá, a primera vista, humillante y como
indicio de batirse en retirada, por falta de argumentos, pero importa poco el
juicio que el vulgo se forme; lo que interesa conocer es el juicio y la opinión
que Dios tenga de nuestros actos, y podemos estar seguros de que, abandonando
el campo de batalla por amor a la paz, se obtiene ante el juicio de Dios una
brillante victoria.
Del mismo modo, es lícita la discusión por
algún interés personal legítimo, para evitar el propio daño; pero también aquí
la discusión ha de ser moderada, sin acritud ni apasionamiento. Si nos dirigen
palabras mortificantes será inútil prolongar la conversación. Alejarnos lo más
pronto posible y, si valiere la pena, tomar después las medidas oportunas para
dejar a salvo los propios intereses.
Se presentan oportunidades en que la
discusión o contradicción no sólo es lícita, sino también obligatoria. ¿Puede
uno, verbigracia, permitir que en su presencia se ataque abiertamente a la
reputación del prójimo? De ninguna manera. En tales casos está obligado el
cristiano a protestar o denunciar la calumnia y restablecer lo que él juzgue
ser la verdad. Pero debe, en todo caso, hacer resaltar la modestia y
mansedumbre con palabras mesuradas, aun cuando se trate de vindicar la honra de
una persona querida.
Además, hay personas, como es sabido, a
quienes difícilmente se puede contradecir mientras se ocupan de hablar mal del
prójimo; toda tentativa para hacerlas entrar en razón las exaspera y se vuelven
más injustas aún y más agresivas. No conviene entretenerse a discutir con
gentes tenidas por la opinión pública como intratables. Hay que darles a entender
en breves palabras que no se da crédito a semejantes chismes y que seguiremos
guardando toda nuestra estima por aquellas personas víctimas de la mala fe y de
la calumnia.
Si se ataca en
presencia nuestra a la Religión, sobre todo con el agravante de escándalo para
nuestros hijos e inferiores, hay obligación de romper el silencio, protestando
y refutando (si es posible) la calumnia o el error; pero debe procurarse
también, y con mayor motivo, evitar toda exaltación y violencia.
Recomendamos al cristiano lector la
práctica del siguiente consejo: Cuide mucho de no manifestar con empeño que
está sobrado de razón, y no subrayar con malicia la parte débil de la argumentación
de su contrincante, sobre todo si tiene alguna fundada esperanza de ganar su
alma para Dios.
Veamos
por ejemplo: Cuando la mujer haya
demostrado al marido que, al hablar de religión, amontona injurias sobre
inexactitudes, y triunfado ruidosamente de las equivocaciones cometidas por él
en el curso de la discusión, ¿habrá conseguido acercarle más a Dios? No,
ciertamente, sino más bien alejarle haciéndole concebir odio contra una
religión que tan duramente ataca su amor propio. Conviene, muchas veces, saber escuchar,
sin fruncir el ceño, las cosas más absurdas, para no herir la susceptibilidad
de un alma cuya conversión se anhela.
La persona piadosa debe evitar toda
contradicción que no esté comprendida en alguna de las excepciones que acabamos
de enumerar. Sobre este particular ha de hacer un serio examen de conciencia. ¿Cuáles son, en efecto, esas graves
cuestiones que tanto enardecen y se discuten con tanta acritud en la vida de
familia? Un hecho insignificante sobre el que pretende uno poseer detalles
más precisos que su interlocutor; una conversación que cree referir de manera
más exacta; bagatelas, en fin, que no merecen ocupar la atención: he aquí lo
que provoca discusiones interminables y turba la paz entre personas amigas o
miembros de la misma familia. ¿No importa ello una verdadera necedad?
La persona piadosa debe respetar toda opinión ajena, por
muy extravagante que le parezca, y una vez persuadida de que nada padecen la
moral o la religión debe prescindir de toda discusión. “Dejad
correr el agua por su cauce natural —según el consejo de Fenelón— y habituaos a
oír injusticias y dislates”
El primer defecto de
una discusión innecesaria o inútil es que entra en la categoría de las palabras
ociosas. Además, compromete el recogimiento, turba el silencio interior, tan
necesario para toda unión con Dios. Irritarse por bagatelas o
intervenir en cuestiones que nada importan es como olvidarse de Dios para dar
oídos a los vanos ruidos del exterior. El autor de la Imitación afirma que una
desatención o ligereza de esta clase basta para entorpecer todo progreso en la
vida espiritual. ¿Habremos de añadir que esas discusiones no suelen terminar
sin producir alguna herida a la caridad y hasta con daño de la verdad?
El
mal exige, entonces, que se le ataque en sus causas. Si el orgullo y el
espíritu de contradicción desapareciesen de este mundo, la mayor parte de las
discusiones vanas nacerían muertas. Hay
que ponerse en guardia cuando se presenta la necesidad de discutir, ya que
fácilmente se mezcla en la discusión uno de estos dos defectos: o se quiere
imponer la propia opinión a los otros y llevarlos como por fuerza a que piensen
como nosotros, que es el orgullo en una de sus manifestaciones más repulsivas
atribuyéndose una especie de infalibilidad al no permitir que se piense de
diferente manera; o bien se satisface un capricho batallador, un afán o empeño
de andar en guerra con todo el mundo, llamando blanco a lo que los demás llaman
negro, yendo contra el parecer de todos, a tiempo o a destiempo, con brusco y
destemplado ataque: tal es el espíritu de contradicción en toda su crudeza.
Investigue ahora el
piadoso lector cuál de estos defectos le domina, cuando cede a la manía y al
empeño de discutir de todo y a propósito de nada: el enemigo desenmascarado
está ya medio vencido, sus sorpresas apenas son de temer, y por poca vigilancia
que se tenga será fácil prevenirlas, destruyendo así el mal en su raíz.
“MONSEÑOR
LEJEUNE”
AÑO
1947
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