Discípulo. —Padre, todas las lindas cosas que
me ha dicho hasta ahora acerca de la confesión, se refieren a los que cometen
pecados mortales; pero los que sólo cometen faltas veniales, pueden no tener
por qué confesarse.
Maestro.
—La
confesión, amigo mío, es utilísima aún para aquellos que caen sólo en pecados
veniales, porque, si bien no es necesaria la confesión para obtener el perdón
de tales pecados, sin embargo, siempre es el medio mejor la para cancelarlos.
D. —Perdone, Padre, pero yo he leído que
los pecados veniales pueden perdonarse por otros muchos medios; rezando, dando
limosnas, con agua bendita...
M.
—Es verdad, y estos medios se llaman sacramentales; pero los sacramentales
obran solamente ex opere operantis, o sea, en la medida, casi siempre escasa,
de la devoción del que los recibe, mientras que la confesión obra ex opere
operato, es decir, por sí misma, como sacramento, en virtud de los méritos de
Jesucristo; por lo que siempre los repite del modo más seguro.
D. —Entonces, aun respecto a los pecados
veniales, que tan sólo son materia libre, es decir, que pueden confesarse o no
confesarse, ¿la confesión es lo mejor y lo más seguro?
M.
—Así es efectivamente. Y no sólo eso, sino que además de perdonar los pecados y
la pena eterna, la pena temporal que pudiera quedar por satisfacer.
D. — ¿De veras?
M.
—Tan cierto, que es dogma de fe, por lo que no podemos dudar de ello. Sí, la
confesión remite cada vez que se practica dignamente una, dos, tres o quien
sabe cuántas páginas de la cuenta de nuestra pena temporal, la que puede llegar
a ser eternamente cancelada, como a este propósito enseña Santo
Tomás, Doctor de la Iglesia, apellidado el angélico “Cuantas más veces uno se confiesa, tanto
mayor pena temporal se le remite... por lo que bien puede suceder que
repitiendo la confesión, queda remitida toda pena”.
D. —Pero esto debe ser la mayor de las
indulgencias.
M.
—Justamente.
Esta es la indulgencia de las indulgencias, para nosotros que no nos gusta la
penitencia, y que por lo mismo corremos el peligro de encontrarnos a la hora de
la muerte con toda, o casi toda la pena temporal, para satisfacerla en las
terribles llamas del Purgatorio. Ajustemos, pues, nuestras cuentas con la
Divina Justicia mientras vivimos en este mundo, mediante la confesión
frecuente.
Se
lee que dos santas religiosas muy devotas de las Almas del Purgatorio se habían
comprometido una, con la otra, que la que sobreviviera haría por la que muriese
primero abundantes sufragios. Cuando una de ellas murió, he aquí que la otra,
fiel a su promesa, se consagró por entero a rezar, a hacer penitencias y ayunos
por el alma de la compañera, con el ansia de no poder acaso satisfacer
suficientemente por la difunta, según estaba obligada por la formal promesa. Más
cuál no fue su admiración cuando al día siguiente del entierro le apareció la
difunta con semblante muy alegre, que sonriente, le dijo:
—No te molestes por mí, lo he pagado todo.
—
¿De qué manera?
—Con la confesión frecuente y dolorosa que practicaba durante mi
vida.
Se
lee también de un religioso que, aunque muy ejemplar, pero que a causa de haber
sido hombre de mundo, y de haber muerto casi de repente, inspiraba a sus
hermanos serios, temores por su alma. Por lo que el Superior mandó
inmediatamente que se hicieran por él muchos sufragios y se celebrasen muchas
misas. A los pocos días se apareció a uno de sus hermanos y le dijo: “Fray Bernardo, dile al Padre que basta ya; por lo demás,
he proveído yo durante mi vida con las muchas lágrimas que derramé frecuentemente
a los pies del confesor”.
D. — ¿Sabe Padre, que estas cosas me
conmueven mucho y me inspiran cada vez mayor amor a la Confesión frecuente?
M.
—Ojalá que así sea, no sólo en ti, sino en todos, pues la confesión es todavía
un tesoro, muy escondido para muchos y un bien muy ignorado; aunque apenas hemos
considerado tan solamente una parte de los grandísimos beneficios que reporta.
Hay
otros considerablemente superiores en hermosura y cantidad.
D. —Continúe
Padre, explicando esta mina de oro y piedras preciosas que antes ignoraba por
completo.
M.
—La confesión es el Sacramento
maravilloso, el remedio más grande; ahora bien, este remedio no sólo destruye
el pecado y cura el alma de sus enfermedades, sino que proporciona las mayores
ventajas. Ante todo, restituye los bienes perdidos por el pecado mortal. En el
Código de derecho Civil hay una especie de restitución que se llama in
integrum, restitución por entero, lo cual significa que la ley, en ciertos
casos especiales, obliga a reintegrar enteramente a los ciudadanos de cualquier
daño o perjuicio sufrido.
D. — ¿Y la confesión es esa restitución in
integrum?
M.
—Justamente. Restitución que la misericordia de Jesús garantiza, pero mucho más
generosa que la del Código Civil.
D. —Cuando un cristiano comete un pecado
mortal ¿qué es lo que pierde?
M.
—Cuando peca mortalmente un cristiano
disipa un patrimonio tan colosal, que no hay cifra que lo llegue a expresar.
Pierde la gracia de Dios. Esa alma cae muerta, como paloma herida por una
descarga certera del cazador.
Pierde
los méritos adquiridos hasta entonces para el cielo. Queda como viña abatida y
despojada por la tempestad.
Pierde
la capacidad de merecer para la vida eterna. Queda como mísero mutilado,
incapaz de ganarse el pan.
Pierde
la inocencia bautismal. Queda como un vestido blanco manchado de aceite, de tinta,
de sangre, hollado en el fango.
D. — ¿Y con la confesión se recobran todos
esos bienes perdidos?
M.
—Sí, mediante la absolución sacerdotal,
queda el alma de nuevo en posesión de todo; y en aquellos que nunca pecaron
mortalmente, la sobredicha absolución acrece mucho el valor y el número de los
méritos y riquezas de que eran dueños.
D. — ¡Cuánto bien, Dios mío, cuánto bien!
Ha dicho, Padre que devuelve la inocencia bautismal?
M.
— Sí, hasta la inocencia bautismal. Y no te maravilles de esto, es la pura
verdad: lo
enseña el Sagrado Concilio de Trento: “Con el bautismo se pasa a ser nueva
criatura y se obtiene la remisión completa de todos los pecados, la cual
novedad e integridad se puede recobrar con el sacramento de la penitencia, mediante
muchas lágrimas y fatigas”.
D. —Luego con muchas lágrimas y fatigas,
¿puede recobrar la inocencia bautismal aquel que la hubiere perdido?
M.
—Así es, tal cual se ha dicho antes.
D. — Mas, ¿no le parece, padre, imposible
aquella condición, con muchas lágrimas y fatigas?
M.
—Oye, amigo, qué cosa sean esas lágrimas y fatigas que convierten la confesión
en un segundo bautismo. No son
precisamente las lágrimas de los ojos, que tan fácilmente se derraman por las
adversidades temporales: el Señor se contenta con lágrimas del corazón que
detesta el pecado y se determina a no cometerlo más en adelante.
D. —
¿Y las grandes fatigas?
M.
—Las grandes fatigas son todos aquellos
pasos que damos para apartarnos del mal y todos los esfuerzos que realizamos
para adelantarnos en el bien. Es
decir, son la fatiga del examen, el excitarnos al dolor y propósito, aquel
tanto de rubor y vergüenza que experimentamos al tener que revelar sinceramente
los pecados al confesor, ya en su especie o cualidad, ya en su número; la
penitencia que aceptamos y cumplimos, los esfuerzos que realizamos para
practicar los avisos del confesor, con objeto de alejar de nosotros y de huir
las ocasiones pecaminosas. Son infinitos las incomodidades que se tienen que
sufrir y los estorbos que se han de remover para ir a la iglesia, y todos los
pequeños sacrificios que se tiene que sufrir para frecuentar los sacramentos.
D. — ¡Oh, Padre, todo esto es nada
comparado con el fruto que producen de devolver la inocencia bautismal!
M.
— ¡Cuántas lágrimas han derramado los buenos por haber perdido la inocencia
bautismal! ¡Cuántos no conocieron su precio sino después de haberla perdido!
Pues bien, si eso te ha ocurrido a ti; consuélate; todavía tiene remedio el
mal, y este remedio es la confesión, llamada
por eso por la Iglesia un segundo bautismo.
D. — ¿No sabe, Padre, que esto me consuela
mucho y me levanta el corazón a la esperanza?
M. —¡Oh, sí, levantad
el corazón a la esperanza todas vosotras, pobres almas, que revolcadas un día
en el fango de las culpas, de cualquier clase ellas hubieran sido, gemís al
solo recuerdo de vuestro pasado. Levantad en alto vuestro corazón a la
esperanza, pues mediante este remedio sacramental se os promete el recobro de
la novedad e integridad bautismal.
Es,
en efecto, muy digno de tomarse en consideración lo que se lee que le ocurrió a
un novicio junto a un altar, oyó una voz que le decía:
“Ve y
rasúrate de nuevo la cabeza, con dolor de tu corazón”. Despertóse el
joven y revolviendo en su mente el sueño, pensó que Dios quería con eso aludir
a la confesión. Corrió al punto a los pies de Santo Domingo, e hizo una
dolorosa confesión de todas sus culpas. Poco después, vuelto al descanso, he
aquí, que en lo profundo del sueño, ve descender del Cielo un ángel con un
vestido blanquísimo en una mano y en la otra una corona de oro cuajada de
preciosísimas perlas en ella engastadas, el cual, dirigiendo el vuelo hacia él,
le vistió el níveo vestido y le ciñó en la frente la riquísima corona.
Pero
mucho más admirable es lo que se lee en la vida de
Santa Margarita de Cortona. Todos saben la gran pecadora que fue ella y
con qué vergonzoso género de pecados había sido manchada; mas luego,
convirtiéndose en ferventísima penitente, fue tal el singularísimo amor con que
Jesús bendito la amó, que se complacía en aparecérsele y colmarla de gozo;
aunque en estas bellas apariciones solía Jesús llamarla con el nombre de
pobrecilla.
Un
día la Santa, enajenada de confianza, le dijo:
—Señor, ¿por qué me llamáis siempre con el título de pobrecilla?
¿Cuándo será que me oiga llamar con el nombre de hija.
Entonces
Jesús le respondió abiertamente:
—Cuando
de nuevo hagas una buena y dolorosa confesión general de todas tus culpas
Y
se puede presumir lo que tardaría Margarita en contentar a Jesús. Se preparó
inmediatamente con un devoto retiro y diligente examen; se excitó a gran dolor
con muchas lágrimas. Después de la Comunión vio aparecérsele Jesús que la
cubría con un velo más cándido que la nieve y que le decía repetidas veces: ¡hija mía, hija mía!
De
este modo muestra el Señor cuan grata le es la confesión y cómo verdaderamente
El reviste con la estola de la primera gracia o bautismal, a los que se hacen
dignos de ella.
D. —Gracias, Padre; siendo así, en
adelante me bañaré frecuentemente en este baño saludable de la Sangre de Jesús,
sin reparar en molestias, ni respetos humanos, para que recobre el primer
candor.
M.
—
¡Muy bien! Hazlo por tu cuenta y no ceses de inculcarlo a los demás, por el
amor que cada uno debe profesar, no sólo a su propia alma, sino también a la del
prójimo, y Jesús te lo pagará en esta y en la otra vida.
CONFESAOS
BIEN
Pbro.
José Luis Chiavarino
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