La Santísima Virgen, en su Santuario de
Fátima no solamente dispensa múltiples gracias curando las dolencias físicas de
quienes fervorosamente acuden a Ella; dispensa también otro género de gracias,
para nosotros de muchos más subidos quilates, gracias tan necesarias para
nuestra salvación.
Estos milagros morales, milagros en sentido
espiritual, son consoladoramente más numerosos que las curaciones instantáneas
de enfermedades materiales. No hay peregrinación en que no se registren varios
de estos milagros morales. Referiremos los principales, extraídos del libro ya
anteriormente citado del Padre Luis G. Da Fonseca, profesor del Instituto
Bíblico en Roma.
Ya hace tiempo debí haber venido aquí. Era
el 13 de mayo de 1928. Después de la bendición con su Divina Majestad,
impartida a los enfermos por Monseñor José Alves Correira Da Silva, cayó ante
él un joven elegantemente vestido, llorando amargamente...
— ¿Hay
algún enfermo más? —preguntó el doctor Pereira Gens, director del hospital del
Santuario, quien siempre acompaña al Santísima Sacramento, en el acto de la
bendición a los enfermos para registrar los diversos efectos producidos en
ellos. Nadie respondió a la pregunta del doctor.
— ¿Qué se le ofrece a usted? —preguntó
entonces el doctor, dirigiéndose al joven.
—Soy un enfermo del alma —contestó éste— y también quiero
recibir la bendición.
Conmovido el señor obispo, lo bendijo. Se
levanta, abraza al doctor, y todo emocionado le dice:
—Ya: hace tiempo que
debí haber venido aquí.
—Amigo
—contesta el doctor—, mientras vivimos nunca es tarde.
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Vino
a burlarse y la Santísima Virgen lo convirtió.
En otra ocasión, durante la procesión
nocturna, encontrábase muy cerca un grupo de señores que llegaron a Cova de
Iria para ver y hacerse ver.
Estaban con los sombreros puestos y en
actitud evidentemente irónica. De improviso, uno de ellos, impulsado por una
fuerza superior, se quita el sombrero, se arrodilla y empieza a rezar.
— ¡Hola!... ¿Y tú también sabes rezar? —le
decían mofándose de él sus compañeros.
— Aquí
se aprende —fué la respuesta, y siguió rezando.
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No
era ni bautizado.
El 12 de mayo de 1930, entre la multitud de
fieles que esperaban el turno para confesarse, se destacaba un hombre de cuya
actitud fácilmente se podía deducir que no estaba preparado para confesarse. Y
al acercarse al confesionario, el sacerdote le preguntó:
— ¿Qué
deseaba usted?
— Padre
—contestó—, querría confesarme, comulgar y bautizarme.
De la contestación, el sacerdote dedujo, que
hablaba con un hombre ignorante en la doctrina cristiana. Y en verdad; el
improvisado penitente era un comerciante de Lisboa, que se había trasladado a
Fátima con el fin de “divertirse” un
poco de los fanáticos..., pero cuando contempló con sus propios ojos aquella fe
viva y ardiente de los peregrinos, brotó en su alma vivo deseo de ser cristiano
y buen cristiano. Lo que, gracias a la
Santísima Virgen, consiguió allí.
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Un
chófer hecho misionero.
En mayo de 1929, una piadosa señora
determinó ir a Fátima en compañía de algunas de sus allegadas, contratando para
este fin el servicio de un chófer. En la víspera, del viaje recibe
informaciones nada halagüeñas del hombre que debía llevarlas a Fátima, el que
en una farmacia había manifestado ante un grupo de amigos:
—Mañana me voy a Fátima
llevando unas “beatonas”; pero antes de llegar, les demostraré con quién viajan.
— ¡Por amor de Dios —le rogaban a la
mencionada señora—, no vaya con aquel hombre!....
—Si el hombre es malo —respondía ella—
nosotras rezaremos por él. De mi parte no le tengo miedo. Vamos a honrar a la
Santísima Virgen, y Ella nos defenderá del peligro. Tal vez le sea provechoso
el viaje.
No obstante, para evitar responsabilidad,
comunicó a sus compañeras de viaje las intenciones nada santas del chófer.
Todas, confiando en la protección de la Santísima Virgen, no desistieron del propósito.
Al día siguiente iniciaron la marcha muy temprano.
Durante el trayecto, el chófer se permitía expresiones burlescas y satíricas
contra Fátima y todo cuanto allí
sucedía.
Llegado a destino, vieron qué multitud de
peregrinos y coches ocupaban casi totalmente aquella grandiosa área.
— ¿Qué hacen aquí estas personas? —preguntó
el chófer al estacionar su auto.
Descendieron del coche las peregrinas, y él
también manifestó deseo de visitar la capilla de las apariciones, aunque temía
abandonar su auto. Acompañó a las damas, y al encontrarse frente a la milagrosa
Imagen, se sintió súbitamente transformado; cayó dé rodillas, sollozando
amargamente.
La señora le interrogó si sentía algún mal.
—Me encuentro conmovido; ¡yo que he sido tan malo! —fué
la respuesta.
—Aún
no ha visto nada —continuó la señora—; le resta contemplar la procesión de
velas y la adoración nocturna, particularmente la Misa y la Comunión de
peregrinos. Usted, señor, debería comulgar también...
—Lo anhelo —contestó el
hombre.
—Entonces es menester que se confiese hoy
mismo.
—Pero son tantos años
que no me confieso...; he sido tan malo... —añadía con sentimiento de dolor.
—No
importa; más vale tarde que nunca —respondió la señora—; para la Santísima
Vírgen nunca es tarde; le procuraremos un confesor.
—Es un gran favor que
usted me hace, señora.
Lavó las manchas de su alma en la fuente
cristalina de la penitencia sacramental, y sentimientos de gozo sobrenatural
inundaron su perturbada conciencia. Al día siguiente estaba presente en todos los
actos, reflejando su rostro radiante de alegría su fe y devoción.
Al regresar a su pueblo, se dirigió de
inmediato a la farmacia y rectificó todo cuanto afirmara días atrás, añadiendo:
—Aquello
de Fátima no se puede describir, es simplemente asombroso. Allí deberían ir
todos para ser buenos cristianos.
“APARICIONES
de la SANTÍSIMA VIRGEN en FÁTIMA”
P.
LEONARDO RUSKOVI´C
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