Es también voluntad de
Dios que nuestro corazón sea muy suyo, y para que ame perfectamente a Dios se
le exigen sacrificios que purifiquen y sobrenaturalicen mucho las afecciones
más legítimas. Es tan dulce el amar; es la gran necesidad de toda naturaleza
inteligente, porque Dios que es amor:
Deus charitas est, formó a su semejanza las más nobles de sus criaturas. Amar será la gran felicidad del cielo; es también
la verdadera dicha en la tierra: amar a un padre, a su madre, a los
hermanos, a las hermanas, amar aquellos
a los cuales hemos hecho algún bien o que nos lo han hecho, amar a su patria, ¿hay cosa mejor, y quien no es feliz y se
enorgullece sintiendo en su corazón estas dulces afecciones? Sólo los corazones
depravados por el egoísmo o corrompidos por el vicio quieren deshacerse de esos
afectos y siempre consiguen disminuirlos. Pero tales sentimientos no deben menoscabar
el amor divino. “El que ama a su padre,
a su madre, a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”, dice el
Salvador (Mat. X, 37).
El
amor es el principio de todas nuestras acciones; obramos o por amor de Dios o
por amor de uno mismo o por amor del prójimo; si pues queremos que nuestra
vida sea en todo de Dios es necesario que ordenemos por entero nuestro amor,
que esté dominado e inspirado por el amor divino. Debemos amar a Dios con todo
nuestro corazón; para cumplir perfectamente este mandamiento, no será necesario
que lo que existe de más íntimo, de más ardiente, de más delicado en los
sentimientos del corazón humano pertenezca a Dios, lo dirijamos a Dios. ¿No es menester que la gracia insinuándose
en el fondo de esta facultad del alma que es la potencia amativa se apodere de
ella, la transforme, la sobrenaturalice enteramente? Pero esto no será
posible sino después de purificar el corazón, o cuando lo que hay en él
demasiado natural sea destruido. Una afección muy viva por legítima que sea
produce fácilmente actos que no son irreprochables, como procurar con ahínco
satisfacciones personales que desagradan al Dios de la santidad, y dificultan
la operación de la gracia. Se quiere
gozar con exceso de la afección (apego) de un ser querido, nos complacemos sin
medida en las diversiones con perjuicio del deber; y así con estos sentimientos legítimos de un afecto querido por Dios, nacen
y se confunden y barajan juntamente otros muy humanos, los cuales arraigan, y
no se pueden desarraigar sino como despedazando al alma que ama. Toda
persona ferviente pues debe imponer a su corazón generosos sacrificios, pero
Dios que la ama y quiere su santificación no se contentará con eso: será
preciso que las penas del corazón ocasionadas por las separaciones, los duelos,
las desgracias de los que amamos, o también por sus resistencias a los buenos
consejos, por sus flaquezas y caídas, destruyan lo demasiado humano que hay en
el afecto que entrañan, y que en lugar de sentimientos imperfectos reine un
amor más puro y muy sobrenatural.
Despojándose por estos sacrificios y privado
con estas pruebas de los goces humanos de la afección, el alma fiel se despega
de ellos; ya no ama para gozar, no quiere ya amar sino según Dios y para Dios;
su amor desinteresado, es por eso mismo más fuerte. Abrahán no amó menos a Isaac después de consentir en sacrificarlo, su amor
fué un amor más santo, más puro y más fuerte que hasta entonces.
“EL
IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”
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