“Pensad
dignamente del Señor en lo tocante su
bondad” (Sap., I, 1.)
Al respeto instintivo
de homenaje exterior, debe unirse un respeto de amor: el primero honra la
dignidad de Jesucristo, este último, su bondad; el primero es el respeto del
siervo, éste es el respeto del hijo.
Pues bien, a éste precisamente concede
Jesucristo el mayor valor; y contentarse con el respeto de honor externo, sería
quedarse a la puerta: Jesús quiere sobre todo ser honrado en su bondad.
En la Ley antigua sucedía de otro modo; Dios
había escrito sobre su templo: “Temblad
cuando os aproximéis a mi Santuario.” Era necesario hacer temblar á
aquellos judíos carnales, conduciéndolos por el temor.
Pero en la actualidad, después de haberse
encarnado Jesucristo, quiere que le sirvamos por amor, y ha escrito sobre su
Tabernáculo: “Venid todos a mí, y yo os
consolaré; venid, pues soy dulce y humilde de corazón.”
Durante su vida, Jesucristo se conquistó el
título de bueno, y los discípulos, y aun sus mismos enemigos, le llamaban diciéndole:
Magister bone, buen Maestro.
Pero ahora es, en la Eucaristía, donde
quiere Jesucristo gozar del dictado de bueno, de buen Maestro; lejos de cambiar,
ha aumentado su familiaridad con nosotros, desea que pensemos en su ternura, que
dilatemos nuestro corazón, que la dicha de verle sea lo que nos conduzca a sus
pies.
Esta es la razón de su velo sacramental. Se
corre más hacia lo que es grande que hacia lo que es bueno: si Jesucristo mostrase
su gloria, nosotros nos detendríamos allí, sin llegar hasta su corazón.
Seriamos judíos; mas Jesucristo nos quiere hijos.
Por esto Nuestro Señor no quiere el respeto
exterior sino como un acto primero, que nos conduzca a su corazón, que nos haga
permanecer en su paz.
Si viésemos a Jesucristo en la plenitud de
su grandeza, temblaríamos como tiembla la hoja al más ligero huracán, caeríamos
al suelo, jamás haríamos un acto de amor. ¡Ah!
¡Todavía no estamos en el cielo!
Hay libros que no hablan sino de la majestad
de Dios. Que se hable de ello como de paso, no me parece mal; pero detenerse mucho
en tales consideraciones, concentrar en ellas toda nuestra oración, esto no es
bueno, ni nos lleva al amor de Dios.
Pero en presencia de Nuestro Señor
Jesucristo, tan dulce, tan bondadoso, se tiene una, dos horas de oración, sin
tensión de espíritu: si sobrevienen las distracciones, se pide perdón por
ellas, y esto se hace tantas veces cuantas ellas nos importunen; esto no es
fatigoso: y se sabe que siempre seremos perdonados.
De otro modo, después de algunas
distracciones, se abandonaría la oración con el mayor desaliento.
La consideración de la bondad de Jesucristo
Eucarístico le honra en sumo grado. Esta consideración le hace trabajar, porque
su bondad no puede ejercitarse, no puede derramarse, por decirlo así, sino más abajo
de donde está; colocándome muy abajo y haciéndome muy pequeño, me inundo de sus
gracias y dulces efusiones. Se junta uno entonces con los pobres y los
pequeños, a quienes tanto amaba Jesucristo y se le dice: Vos sois muy bueno; ¡pues he aquí dónde podéis dar rienda
suelta a vuestra bondad! ¡Y se habla entonces con Jesús!
De otro modo sucede como cuando se presenta
uno ante los Reyes, que empieza a temblar, pierde el dominio sobre sí mismo y
no sabe qué decir.
La Eucaristía con su suprema dulzura, hace
elocuente la lengua de los niños; y todos nosotros somos niños.
La bondad de la Eucaristía da más facilidad
y suavidad a nuestras plegarias; propendemos a elevarnos, á engreírnos por nuestras
gracias, considerándonos como los propietarios de ellas: Jesucristo no quiere
esto, Él no hace más que prestárnoslas, para que nosotros las hagamos
fructificar en su provecho; por esto deja que las distracciones vengan a humillarnos.
Quisiéramos orar sin distracciones, y esto no es posible; dejaré, pues, la oración, en vista de que no hago más que desagradar a
Dios, se dice entonces.
¡No, no es asi!
Si interesáis en vuestro favor la bondad de Jesucristo, vuestras faltas no
deberán atemorizar vuestro espíritu; la misericordia os la perdonará; allí está
en persona delante de vosotros.
Este culto de amor debe hacernos ir con gran
confianza a la presencia de Jesucristo Sacramentado.
Debemos personalizar su amor diciéndole:
Señor, heme aquí; soy yo a quien tanto habéis amado y por tanto tiempo
esperado; yo a quien tendéis ahora mismo los brazos. Este pensamiento dilatará
vuestro corazón.
Decid con acento de firme persuasión que
Jesucristo os ama personalmente, y no permaneceréis insensibles ante tal
pensamiento.
Por otra parte, éste es el secreto del
verdadero y natural recogimiento. Para recogerte en Nuestro Señor Jesucristo y obrar
del mismo modo cumpliendo las obligaciones de tu estado, no pierdas de vista la
bondad de Jesucristo; entonces tu corazón obrará en Él, movido por esta misma
bondad y en esto consiste el recogimiento. Al propio tiempo tu espíritu será
libre, independiente, y podrás dedicarle a cualquiera cosa que desees. El
corazón dirige y gobierna la cabeza, influyendo eficazmente en ella.
Así es como la presencia de Dios se asocia a
todo, es compatible con todo. Mientras que si tu espíritu quiere hallarse siempre
bajo la impresión de la majestad y de la grandeza, es absorbido o se debilita
sin vigor por efecto del cansancio, perdiendo de vista a Dios u olvidando sus
deberes. El recogimiento del corazón es la cosa más natural y verdadera.
Dios ha puesto en nosotros una pequeña dosis
de espíritu, de ingenio, que pronto se agota; pero de corazón, de sentimientos
afectuosos poseemos una cantidad considerable.
El corazón puede siempre amar más, y la
presencia cordial de Jesús se une con todo, con todo se compadece; esta
presencia nos comunica fuerzas y alientos para no desfallecer; con ella se sabe
que Dios es bueno y misericordioso; se vive en su bondad.
Así es que el servidor asalariado corre,
vuela a la señal de su amo; pero no se le agradece, pues lo que él honra es el
salario.
Mas la obediencia filial tiene un perfume
que nada es capaz de remplazar y que no fatiga; es afectuosa y se halla exenta
de vanidad.
Nuestro Señor nos la pide: deja para los
padres una parte; pero el grueso de este copioso torrente de afectos los quiere
para sí.
¡Démosle,
en fin, todo nuestro corazón! al entrar, pues, en su presencia, rindámosle
el honor de respeto instintivo,
profundo, por su majestad.
Pero de aquí pasemos a su bondad y en ella
permanezcamos. Manete in dilectione mea.
Permaneced en mi amor.
“LA
DIVINA EUCARISTÍA”
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