El
discípulo: Señor Dios, Padre santo, bendito seas ahora y para
siempre, porque se hizo lo que quisiste, y es bueno lo que tú haces. Que tu
siervo se alegre en ti, no en sí ni en otro alguno, porque tú solo eres la
alegría verdadera, tú eres mi esperanza y corona, tú eres, Señor, mi alegría y
mi honor.
¿Qué
tiene tu siervo sino lo que tú le diste, aun sin merecerlo?
Todas las cosas son tuyas: tú las hiciste y tú nos las diste. “Soy pobre y moribundo desde niño” (Sal 87,
16). Algunas veces mi alma llora de tristeza, y otras se alarma por la
furia de mis pasiones.
Deseo la alegría de la
paz. Suspiro por la paz de tus hijos, a quienes sustentas con la luz de tus
consuelos.
Si me das la paz, si en
mi pecho derramas alegría santa, estará el alma de tu siervo llena de armonía,
y fervorosa cantará tus alabanzas.
Pero si de mí te
alejas, como tantas veces lo haces, no puede mi alma correr por el camino de
tus preceptos; antes cae de rodillas y se golpea el pecho, porque no se siente
como antes, cuando la claridad de tu luz la iluminaba, y contra la furia de las
tentaciones bajo tus alas la protegías.
Padre justo y digno de
sempiternas alabanzas, ha llegado a tu siervo la hora de la prueba.
Padre amable, es justo
que ahora sufra tu siervo un poco por ti. Padre digno de adoración eterna, ya
llegó la hora que desde toda la eternidad previste que llegaría, en la que por
breve tiempo y exteriormente sucumba tu siervo, pero interiormente viva sin
cesar contigo; en la que los hombres lo vilipendien y humillen un poquito, y en
su presencia se anonade; en la que tentaciones y dolencias lo torturen; más
para volver a levantarse contigo en la aurora de un nuevo día y ser glorificado
en el cielo.
Padre Santo, así lo
mandaste, así lo quisiste: se hizo lo que ordenaste.
Sufrir padecimientos y
tribulaciones por tu amor en este mundo siempre que quieras y de quien quieras,
es gracia que a tus amigos les concedes.
Nada se hace sobre la
faz de la tierra sin designio de tu providencia, y sin causa.
“Bueno
es que me hayas humillado, Señor, para que tus juicios medite” (Sal 118, 71),
y rechace todo sentimiento de soberbia y presunción.
Me sirvió que la
confusión cubriese mi rostro, para buscar mi consuelo más en ti que en los
hombres.
De allí también aprendí
a mirar con pavura la profundidad insondable de tus juicios: cómo al justo
afliges igualmente que al pecador, mas no sin justicia y equidad.
Gracias te doy, Señor,
de que no me escatimaste el castigo de mis faltas, sino me diste fuertes
azotes, afligiéndome con dolores, y mandándome angustias en el cuerpo y en el
alma.
En la tierra nada
existe que me consuele; sólo tú, Señor mío y Dios mío, médico celestial de las
almas que hieres, pero luego curas, “a
la tumba llevas, y de la tumba vuelves a llamar” (Tob 12, 2). Tú me
instruías, y con la vara en la mano me enseñabas.
Aquí estoy en tus manos,
amado Padre mío; la doblada espalda para que me azotes y corrijas
Azótame por la espalda y la cerviz, para que
todo lo torcido se enderece conforme, a tu voluntad.
Hazme discípulo tuyo
humilde y piadoso, como bien sabes hacerlo, para que en todo siga tu voluntad.
A ti me entrego con
todo lo mío para que me corrijas. Es mejor sufrir aquí el castigo que después.
Tú sabes todas y cada
una de las cosas, y nada se te oculta en la conciencia del hombre.
Sabes el futuro antes
que suceda; y no necesitas que nadie te informe o te advierta de lo que pasa en
la tierra.
Tú sabes lo que me
conviene para aprovechar en la virtud, y cuánto sirven las tribulaciones para
limpiar el corazón de la herrumbre de los vicios.
Haz en mí tu voluntad
como tanto anhelo. Y no me abandones por esta vida pecadora mía que nadie
conoce más íntimamente, ni ve más claramente que tú.
Concédeme, Señor, saber
lo que se debe saber, amar lo que se debe amar, alabar lo infinitamente te
agrada, apreciar lo que para ti es precioso, despreciar lo que a tus ojos es
mezquino.
No permitas que mis
juicios se guíen por los ojos del cuerpo, ni por lo que a hombres insensatos
oiga decir. Haz que juzgue con rectitud tanto de las cosas visibles como de las
espirituales, y más que todo, que siempre investigue cuál es tu voluntad.
Los sentidos de los
hombres se engañan a menudo al juzgar. Se engañan los mundanos al amar sólo las
cosas visibles.
¿Es
uno mejor porque otros lo crean mejor?
Cuando un hombre a otro
hombre exalta, es un hombre falaz que a otro hombre falaz exalta; es un
insensato que a otro insensato exalta, un ciego que exalta a otro ciego, un
enfermo que exalta a otro enfermo; y lo engaña al exaltarlo. Y en verdad más lo
humilla que lo exalta cuando vanamente lo alaba.
Pues lo que cada cual es a tus ojos, eso es, y nada más, dice el
humilde san Francisco.
“LA
IMITACIÓN DE CRISTO”
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