Pero si Dios es tan bueno...
Reconfortados ya los contrincantes con una
buena taza de café con leche, metiéronse de nuevo en el coche, y al instante partió
el tren.
FRANCISCO:
— ¿Cómo decías tú, amigo Adolfo, —dijo Francisco, que por ser Dios tan bueno
Dios no puede castigar las almas con el fuego del infierno?
ADOLFO: — En efecto; eso digo yo, y
conmigo media humanidad...
FRANCISCO:
— Pues contéstame: ¿no es verdad que, cuanto
mejor es uno, tanto más abomina y detesta la maldad y el pecado?
ADOLFO: — Convenido.
FRANCISCO:
— Luego Dios, que es infinitamente bueno, debe aborrecer la culpa a proporción de
su bondad, es decir, debe odiar el pecado con odio infinito. ¿Y cómo se manifiesta este odio irreconciliable
sino por el modo más expresivo, con el castigo de los que se obstinan en morir
en él?
Estás, pues, en error crasísimo; y tan lejos
están la bondad y la justicia de oponerse a las penas del infierno, que antes bien
las reclaman con toda su fuerza.
ADOLFO: — Pero, Francisco, Dios, que no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, ¿cómo ha de sufrir que sus hijos ardan
sumidos en un mar de fuego? Esto es demasiado cruel, es bárbaro; es hacer
de un Dios un tirano, un Nerón, un...
FRANCISCO:
— No te sofoques y no discurras como las mujeres, con el corazón y los nervios,
sino con la cabeza. Mira, Adolfo: nunca es cruel lo que no traspasa las lindes
de la justicia; y si Dios es Padre lleno de caridad, es a la vez Juez
justísimo, que falla sentencia según ley. Escucha
esto:
Refiérese
que predicaba en cierta ocasión en la iglesia de su convento un fraile, ponderando
con santo celo las misericordias de Dios para que los pecadores arrepentidos
volasen con gran confianza a su seno para pedir perdón de sus culpas.
Escuchábale un lego; y creído que tanto aladar la bondad de Dios sin hablar
palabra de su divina justicia era dar alas a los pecadores para continuar en
sus vicios, apenas el Padre hubo concluido su sermón, subióse el lego al
pulpito y dijo: — Hermanos míos carísimos: cuanto acaba de predicar el Padre es
verdad evangélica; pero no os fiéis, porque os digo, y no me lo negaréis: a
Dios, quien se la hace sé la paga.
Adolfo, inmensa es la bondad de Dios, pero
también es infinita su justicia.
Y puesto que tanto encomias el amor de
padre, respóndeme a esta pregunta: ¿Qué
padre tendrías por mejor, aquel que dejase obrar a sus hijos a su antojo,
sabiendo que se deslizan en excesos infamantes, o aquel que los reprimiera,
aunque fuera castigándolos severamente, según la malicia de sus faltas?
ADOLFO: —
En eso no hay que titubear: juzgaría más laudable y digno de imitación aquel que
hiciera sentir la fuerza del látigo sobre las costillas del hijo delincuente,
que no aquel padre blando que dejase las culpas impunes, sin el menor
correctivo.
Sin embargo, debes advertir y tomar en
cuenta que, así el padre como el buen príncipe, buscan en la aplicación de la
pena la enmienda del culpable; más en el infierno los condenados son
incorregibles. ¿Cómo se componen, pues,
y hermanan aquellos tormentos con la bondad ilimitada del Señor? ¿Para qué el
castigo, si no es posible la enmienda?
FRANCISCO:
— Sea como fuere, infiérese de la comparación propuesta que la imposición del castigo
cuadra perfectamente a la bondad del superior cuando en ello se propone y busca
un fin recto y santo. ¿Y quién te ha dicho
que para el superior que castiga no puede haber otro blanco sino la corrección del
criminal?
ADOLFO: —
Yo no alcanzó otro digno de la bondad de Dios.
FRANCISCO:
— Pues a mí se me ocurren otros dos más nobles y elevados, y son: primero, el bien de la sociedad, que
siempre debe anteponerse al provecho del individuo; y segundo, la reparación del orden perturbado por la culpa.
Me explicaré. Cuando el hombre se deja
esclavizar por sus pasiones y se precipita en excesos reprobados, en cuanto está
de su parte influye con sus escándalos en los demás para que se arrojen a los mismos
extravíos.
¿Cómo
remediaremos, pues, este grandísimo daño, y evitaremos las consecuencias naturales
del contagio? Con el castigo del culpable, que sirva de escarmiento y contenga
a los inocentes o tentados en el cumplimiento de sus obligaciones. Así como el experto
cirujano corta el miembro gangrenado y lo arroja al fuego para que no inficione
a todo el cuerpo con peligro de la vida, de un modo semejante un príncipe prudente
y un padre solícito cortan también de la sociedad al súbdito escandaloso para
que no contagie con sus desórdenes a los demás y los arrastre a su ruina. ¡Cuánto más elevado es este fin que la
simple corrección de un solo sujeto! Para impedir, pues, que los buenos se
perviertan y se dejen llevar de concupiscencias reprobadas, arroja Dios a los
infiernos los pecadores endurecidos. Cuando la ley corla la cabeza al criminal,
¿espera acaso que con esa pena se corrija
de sus extravíos? Pues buen remedio para hacerlo hombre de bien...
ADOLFO: —Comprendo la necesidad de algún
ejemplar escarmiento para reparar los efectos del escándalo; pero, ¡cuántas veces hay culpas y delitos
secretos y ocultos que no trascienden al exterior! Y en este caso, ¿cómo se justifican semejantes suplicios?
FRANCISCO:
—Aún en este caso es menester una reparación; así lo exige la justicia. Como Dios
crió al hombre para su gloria, es a saber, para que, conociendo sus divinos
atributos y perfecciones, le sirva y alabe, es en el hombre un deber rendir al
Criador este homenaje; cuando, pues, un sujeto huella con criminal osadía los
preceptos de Dios, y le niega la obediencia que le es debida, ¿qué pide, la justicia en semejante caso?
Que se restablezca el orden perturbado, y que la criatura que de buen grado no
quiso obedecer a Dios se sujete a su imperio por el castigo; y que aquel que se
resistió a glorificar la divina Bondad con la esperanza del galardón eterno,
reconozca y confiese la divina Justicia, sufriendo los tormentos del infierno,
por donde los justos bendigan y ensalcen la grandeza y majestad del supremo
Remunerador.
(Este diálogo
continuara en el capítulo VII)
Tomado
de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.
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