¿Qué motivos tendrá tu confesor para no
permitirte que comulgues a menudo? De seguro que si
conociese que tienes las debidas disposiciones para reportar las inmensas
ventajas que produce la Comunión frecuente, no solo te lo permitiría, sino que
te incitaría a ello. Y yo pregunto: ¿le has suplicado tú alguna vez seriamente
que te otorgue este precioso favor? Casi puedo afirmar desde ahora que no. Dice
el evangelio: “Llamad, y se os abrirá: pedid, y recibiréis” Así, pues, créeme:
manifiesta tu buen dedeo al director espiritual, removiendo para eso los obstáculos,
modificando las costumbres, y amerándote más y más en el cumplimiento de las
prácticas piadosas, sin lo cual no obtendrías quizás una respuesta favorable; y
te convencerás fácilmente de que si no comulgabas más a menudo no tenía la
culpa el confesor, sino que la tenías tú solo. Ahora me dirás: “Pero si yo hago todo lo que buenamente
puedo, vivo del mejor modo que se, y todavía se me niega.” Si es realmente así,
y dado caso de que no te engañes a tí mismo, haciéndote la ilusión de que eres
bueno entonces sí que compadezco al confesor, no solo porque falta a sus
deberes, sino también por la inmensa responsabilidad que pesa sobre él a los ojos
de Dios, siendo la causa de tu desaliento para continuar por la verdadera senda
de la piedad.
Todos los santos sacerdotes que están animados
del verdadero espirita de la Iglesia son partidarios de que se comulgue con
frecuencia; siendo por esta misma razón fieles servidores del evangelio, puesto
que, con un celo infatigable, conducen las pobres almas a Jesús, inspirándoles una
completa confianza, e incitándolas a que se acerquen, cuanto antes les sea
posible, al banquete Eucarístico, cumpliendo así el mandato del divino Maestro:
“Compéleles a entrar para qué así se
llene mi casa” Y siguiendo ésta máxima, no hacen más que aplicar y poner en
práctica una regla general, formalmente ordenada por la misma Iglesia.
Efectivamente, no tenemos nosotros libertad
sobre este principio de la Comunión frecuente, antes bien tenernos reglas
precisas que todos debemos seguir cuando se trata de la dirección de las almas,
reglas que no podemos infringir sin fallar gravemente a nuestros deberes. La Iglesia
las ha resumido en el célebre “Catecismo
Romano de Trento” se publicó por disposición del sagrado concilio Tridentino
y por los especiales cuidados del papa San Pío V,
siendo su objeto el trazar a los sacerdotes el camino que deben seguir en la enseñanza
de los fieles. Ahora bien; el Catecismo del sagrado concilio de Tiento declara,
que los curas párrocos están obligados en conciencia a exhortar a sus
feligreses a que se acerquen a comulgar con frecuencia, y hasta diariamente,
puesto que el alma, lo mismo que el cuerpo, tiene necesidad de alimentarse
diariamente; y añade que esta es la doctrina de los santos Padres y la de los
Concilios.
San Cárlos Borromeo, el grande el incomparable
arzobispo de Milán, al publicar este Catecismo en los diez y ocho obispados
sometidos a su jurisdicción, sabiendo que habría sacerdotes que se opondrían a
esta santa práctica, amonestó seriamente a los obispos a que castigasen con
rigor, a los párrocos que se atreviesen a enseñar otra cosa.
Ya antes de
San Cárlos, el papa San León IX revestido de
la autoridad del supremo pontificado había expedido una bula ad hoc prescribiendo no menos formalmente a los
sacerdotes que no negasen fácilmente a
ningún cristiano la sagrada Comunión; y que esta negativa, añadía, no la diese
nunca el sacerdote llevado de un movimiento de impaciencia, por capricho.
También
el papa Inocencio XI, de feliz memoria insiste igualmente sobre el deber de los
obispos y de los sacerdotes que hace referencia, a comulgar frecuentemente.
Habiendo venido, en su conocimiento que en varias diócesis en que había la
costumbre de recibir diariamente la sagrada
Comunión se habían introducido diferentes abusos con motivo de esta excelente y
santa práctica, al mismo tiempo que señalaba y condenaba el abuso, trabajó con ahínco
para que se mantuviese incólume tan santa y laudable práctica, recordando a los
Pastores de las almas que debían dar infinitas gracias a Dios por haber concedido
en sus diócesis tan saludable devoción, y qne además tenían la más estricta obligación
de conservarla, valiéndose al efecto de todos los medios qne les dictase una
verdadera prudencia. El celo de los Pastores, añade el soberano Pontífice,
vigilará muy particularmente para que no se disuada a nadie de acercarse con
frecuencia o diariamente a recibir la sagrada Comunion, no obstando, sin
embargo, esto a tomar las medidas que juzguen más oportunas y convenientes para
qué cada fiel comulgue con más o menos frecuencia, según sea su grado de preparación
para hacerlo diariamente.
Y
finalmente, el papa Benedicto XIV,
en un Breve especial que dirigió a los obispos de Italia, declara muy
terminantemente que, tanto los obispos como los curas párrocos y confesores en
nada pueden emplear mejor su celo y sus afanes que en inculcar a los fieles
aquel santo fervor de los primeros siglos del Cristianismo por frecuentar la
sagrada Comunión, Los mismos obispos están obligados a observar estas reglas de
la Iglesia y de la Santa Sede; por lo cual habiendo establecido un concilio provisional,
reunido en Ruan, que para guardar el respeto debido a los santos misterio no se
daría la sagrada Comunión más que dos veces a la semana sin contar los
domingos; Roma anulo este decreto con la cláusula significativa de: “Opónese a ello el sagrado concilio de Trento ”
Vuelvo a repetir, pues, que no somos libres,
en esta materia, consistiendo únicamente nuestro deber sacerdotal en saber
aplicar a cada alma en particular, con el debido discernimiento, el principio
general de la Comunión frecuente.
No se ase oculta tampoco que hay algunos sacerdotes,
por otra parte muy respetables, que parecen temer para las almas la Comunion
muy frecuente; pero no dejan de estar en un error, toda vez que la Iglesia
nuestra Madre nos enseña todo lo contrario. A fuer de imparciales, también
hemos de decir que no es suya toda la culpa: debiéndose en parte a una
educación impregnada todavía de ciertas reminiscencias jansenistas, de las que
no han sabido desprenderse completamente los mayores talentos. No por esto condeno
yo aquí a nadie: solo indico los principios, absolutamente verdaderos, y a que son
los dictados por la Iglesia por la Santa Sede. El ser verdaderamente católico
es la primera sabiduría de que debe estar adornado todo director espiritual. Esto
sentado, desconfía siempre de las decisiones procedentes de jansenistas y
galicanos qué en todas ocasiones reprueban, si no en principio, a lo menos en
la práctica, cuanto nos ordena o nos aconseja la Iglesia romana. No confíes
jamás la dirección espiritual de tu alma al sacerdote que conocieres seducido
por estos principios, porque sin escrúpulo ninguno te imbuiría sus ideas
particulares y falsas, despreciando las infalibles enseñanzas de la Iglesia
católica, madre de las a almas y maestra de la verdadera piedad. Sufren mucho
las almas con esta clase de dirección; no ya solamente porque es falsa, sino
porque regularmente es muy árida y sumamente despótica.
Refiere el venerable Luis de Blois, que un día Nuestro Señor Jesucristo se quejaba muy
amargamente de aquellos que procuran retraer a los demás, con sus perversos
consejos, de recibir frecuentemente la sagrada Comunión en estos términos: “¿Mis delicias son morar entre los hijos
de los hombres; para ellos instituí el santo Sacramento del altar; por
consiguiente aquel que impide que se acerquen a mí las almas, disminuyo mi
gozo.”
Y el venerable Pedro de Ávila, tan sumamente querido
de San Francisco de Sales
y de Santa Teresa de Ávila, acostumbraba decir que aquellos que vituperan o reprueban en algún modo
el frecuentar la sagrada Comunión, hacen las funciones del maligno espíritu; que
profesa un odio implacable a este divino Sacramentó.
Afortunadamente de día en día, van desapareciendo
del seno de nuestra Iglesia los vestigios del jansenismo, que tan probadamente
la agitaron en otro tiempo; y hoy, más que nunca, están plenamente convencidos
los directores de almas de que al confesarse en un todo con las sagradas reglas
prescritas por la Iglesia nuestra Madre sobre la frecuente Comunion, no solo
trabajan y aseguran su eterna felicidad, sino que también la de los fíeles que
les están encomendados.
Santa Margarita de Cortona tenía un director que
incesantemente la había exhortado que comulgase con la mayor frecuencia posible.
Cuando este buen sacerdote murió, Dios Nuestro Señor le reveló que le había
recompensado debidamente en el cielo por aquella caridad con que había
procurado siempre se acercase a la sagrada Eucaristía.
Léese igualmente en la vida de un santo
religioso de la Compañía de Jesús llamado Antonio Torres, que inmediatamente después
de su muerte se apareció a un alma justa, manifestándole que Dios había
aumentado mucho su gloria en los cielos por haber aconsejado a todos sus
penitentes que frecuentasen la sagrada Comunion.
Dichoso una y mil veces aquel sacerdote que
fija constantemente toda su atención en observar en el ejercicio de su sagrado
ministerio las prescripciones de la Iglesia; y dichosas también aquellas almas a
quienes la bondad de Dios ha concedido el inapreciable favor de encontrar en el
penoso camino de esta vida un guía semejante.
“LA
SAGRADA COMUNIÓN”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.