Discípulo. — Dígame: Padre, ¿cuáles son las disposiciones para comulgar
bien y con fruto?
Maestro.
–– Primeramente, nunca debemos acercarnos a comulgar como autómatas, con
frialdad, apatía o indiferencia, sino con devoción, fervorosos, rebosantes de
fe y de grande amor. ¿Acaso este
Sacramento no es el Misterium fidei, el misterio de Fe por excelencia? Sí,
es misterio de fe porque creemos en él en contra de nuestros sentidos, que no
ven en la Hostia blanca y pura más que el pan, en el cáliz otra cosa que vino,
sintiendo el sabor, olor y tacto de pan y de vino.
Pero si, efectivamente
y con la mayor firmeza, creemos que en la Santísima Eucaristía está presente
real y verdaderamente Jesucristo, verdadero Dios, con su cuerpo, sangre, alma y
divinidad, y creemos que al ir a comulgar recibimos en verdad a este Dios, que
entra en nosotros y se hace uno con nosotros, ¿qué sentimientos y afectos deberemos llevar, tener, sentir? ¿Qué
alegría no experimentaremos? ¿Qué esperanzas de consuelo y de protección? ¿Cuál
no deberá ser la profundidad de nuestra voluntad y devoción al recibirlo? ¿Con
qué anhelo no suspiraremos por El, invocándole, suplicándole y dándole gracias?
Léese
en la Vida de San Felipe Neri que empleaba el mayor tiempo posible para
la celebración de la Santa Misa y para dar gracias, y que frecuentemente
despedía al monaguillo después de la Consagración con estas palabras: —Vete, ya
volverás dentro de una o dos horas, cuando yo te llame. Y entretanto se
comunicaba con Jesús, Hostia viviente en el Altar, por largo tiempo y en íntima
conversación, como un amigo con su amigo más entrañable.
D. —Yo
también, Padre, he oído hablar y contar lo mismo de algunos santos, que,
celebrando la Misa, en el momento de la Consagración y de la Comunión, veían y
sentían visiblemente a Jesucristo, como le sucedió muchas veces al Beato Juan de Ribera, al Beato Eymard, a San José
Cottolengo, a San Juan Bosco y a muchos otros.
M.—
Sin contar los sacerdotes, es muy cierto que muchos otros, como Santa Teresa de Jesús, Santa Teresita del Niño
Jesús, San Luis Gonzaga, el Siervo de Dios, Domingo Savio, etc., etc.,
con frecuencia quedaban arrobados, en éxtasis, después de comulgar, y al volver
en sí de este suavísimo sueño, se sentían rebosar de Jesús y de sus divinos
consuelos.
D. —
¡Ah, sí me lo concediera el Señor a mí
alguna vez!
M.
–– Sí, te lo puede conceder, pues ¿quién
es capaz de contar el número de almas a quienes Jesús se ha manifestado de esta
manera sensible y real? Habiendo fe y amor, existe también el milagro.
D. — Padre, por lo que toca a la fe, creo
tenerla, pues estoy firmemente convencido de estas grandes verdades; pero en
cuanto al amor no me basta todavía. Dígame algo sobre él.
M.
— Santo Tomás de Aquino, serafín de amor, dice
que debemos acercarnos a comulgar con el mismo impulso con que se precipita la
abeja sobre la flor para libar el polen que después convierte en dulcísima
miel; con la misma ansiedad con la que, calenturiento, se lanza uno sobre el
agua para calmar su sed; con la impetuosidad con que el niño se pega al pecho
de su madre para chupar la leche que ha de convertir en su sustancia. El amor
es un fuego que todo lo abraza. Si amáramos de veras a Jesús, desearíamos
recibirlo con más ardor, y frecuentaríamos más la Sagrada Comunión. “El amor no es
amado”, decía Santa Teresa derretida en lágrimas.
D. ––
¡Oh Padre, qué cosas tan hermosas!
Pero prácticamente, ¿qué hay que hacer
para sentir ese amor y esa fe?
M.
— Es cuestión de acostumbrarse, pues se consigue poniendo sumo empeño y
esforzando mucho la buena voluntad. O
mejor, es cosa de hacerse siempre niños, considerar la Comunión como la leche
que debe darnos la vida, el crecimiento, la robustez, la perfección, la
santificación y la divinización. En vez de en el niño, pensemos en el pobre que
pide al rico, en el enfermo que pide la salud al médico, en el náufrago que
demanda ayuda y salvación.
Hace algunos años
asistí a un enfermo muy grave, que no cesaba de pedir viniera el médico. Cuando
éste llegó, inmediatamente exclamó: “Doctor,
¡no me deje morir! ¡No me deje morir!” Este grito de angustia expresaba la
confianza sin límites que este pobre enfermo había depositado en el médico y el
favor que le pedía de curar sus males. Nosotros
somos los necesitados de siempre, los enfermos de todas horas; necesitamos
constantemente la Eucaristía, que es el tesoro inagotable, la medicina y el
bálsamo divino: acerquémonos a la Comunión y repitamos también nosotros la
súplica de aquel moribundo: — ¡Jesús, no me dejéis morir! ¡Haced que viva para amaros
siempre y más y más!
En todas las
peregrinaciones que continuamente se hacen a Lourdes
desde hace casi noventa años, por ser la ciudad del milagro, se celebra una
función especial, que consiste en bendecir a los enfermos con el Santísimo,
llevado por uno de los señores Obispos allí presentes.
Siempre se desarrollan
escenas de fe y de amor. Miles y miles de fieles, postrados de rodillas,
lloviendo o bajo un sol canicular, no cesan de gritar: ¡Jesucristo, tened piedad de nosotros! ¡Jesús, haced que vea! ¡Haced
que oiga! ¡Haced que ande! ¡Haced que sane!
Espectáculo
por demás conmovedor, al que nadie puede asistir sin extremos de fe y sin
derramar lágrimas. La oración brota espontánea de los labios, nace impetuosa,
atronando el espacio, capaz por sí sola de ablandar los corazones más duros, y
que cada vez es seguida de los más estruendosos milagros.
Pues bien, cuando
asistimos a la Santa Misa y nos
acercamos a comulgar, acordémonos de Lourdes,
y lancemos con todo el ardor de nuestro espíritu estas mismas invocaciones de
fe, de esperanza y de amor.
D. — Entonces podríamos decir en verdad
que nuestras Comuniones fructifican y son muy agradables a Jesucristo.
M.
–– Serían
tal como Jesucristo las quiere y como deben ser siempre: obradoras de milagros.
COMULGAD
BIEN
Pbro.
Luis José Chiavarino
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