Dulcísimo Dios mío,
amantísimo, benignísimo, deseadísimo, amabilísimo, hermosísimo. Ruégote que
infundas la abundancia de tu dulzura y caridad en mi pecho, para que no desee
ni piense cosa de la tierra, ni de la carne, sino sólo a ti ame, y a ti sólo tenga
en mi corazón y en mi boca. Escribe con tu dedo en mi alma la memoria dulce de
tu regalado nombre de Jesús, de manera que jamás se borre. Escribe en las
tablas de mi corazón tu voluntad y tus santas leyes, para que a ti, Señor de
inmensa dulzura, y a tus; mandamientos, siempre y en todas partes, tenga
delante de mis ojos. Enciende mi corazón en aquel fuego tuyo que enviaste a la
tierra, y quisiste que ardiese grandemente, para que cada día con lágrimas de
mis ojos te ofrezca sacrificio de espíritu atribulado y corazón contrito. Dulce
Dios, buen Jesús mío, así como lo deseo, así de todo corazón te lo suplico: dame
tu santo y casto amor, para que me llene, tenga y posea todo. Dame, Señor, la
señal de tu amor, que es una fuente perpetua de lágrimas, para que ellas sean
testigos del amor que me tienes, ellas digan y muestren cuánto te ama mi alma,
derritiéndose en lágrimas por la mucha dulzura de tu amor. Acuérdome, poderoso
Señor, de aquella santa mujer Ana que fué al Tabernáculo a rogarte la dieses un
hijo, de quien dice la Escritura que después de su oración no se le mudó más el
semblante de su rostro. Mas acordándome de tan gran virtud, de tan gran
constancia, me atormenta mi dolor y se me cubre el rostro de vergüenza, porque
me veo miserable estar abatido en una profunda bajeza. Vuelve, pues, tus ojos,
y compadécete; porque si lloró con tantas ansias aquella mujer, y perseveró en
su llanto la que buscaba un hijo, ¿cómo
debe llorar y perseverar de día y de noche en su llanto el alma que busca y ama
a Dios, y desea llegar a Él? ¿Cómo
debe gemir y llorar quien busca a Dios de día y de noche, y ninguna otra cosa
quiere amar sino a Cristo? Maravilla sin duda es que sus lágrimas no sean
su pan de día y de noche. Vuelve, pues, a mí los ojos, y compadécete de mí,
porque se han multiplicado los dolores de mi corazón. Dame tu celestial consolación,
y no quieras menospreciar el alma pecadora que te costó la vida. Ruégote que me
des lágrimas de corazón, que puedan romper las ataduras de mis culpas y tengan
siempre mi alma llena de una celestial alegría. Me ha venido también al pensamiento
la devoción maravillosa de otra mujer santa, que con afecto piadoso te buscaba puesto
en el sepulcro; la cual no se iba yéndose los Apóstoles, la cual en pié, y
asentada, triste y dolorosa, por mucho tiempo, derramaba suspiros y lágrimas, y
levantándose llorosa una y muchas veces hecha ojos, buscaba y escudriñaba los
rincones y senos del monumento, por si acaso podía ver en él al que buscaba con
tan fervoroso deseo: ya ciertamente había entrado una y otra vez, y visto el
sepulcro; pero no bastaba para quien tanto amaba, porque la perseverancia es la
virtud de la buena obra; y porque amó más que los demás, y amando lloró, y
llorando buscó, y buscando perseveró, por eso mereció hallarte, verte y
hablarte primero que todos; y no sólo esto, pero también ser la que primero
llevó las nuevas a los Apóstoles de tu Resurrección, mandándoselo tú, diciéndole
amorosamente: “Ve y di a mis hermanos
que vayan a Galilea, que allí me verán”.
Pues si así lloró y perseveró en su llanto
una mujer que buscaba al vivo entre los muertos, y que con la mano de la fe te
tocaba, ¿cómo debe llorar y perseverar
en su llanto el alma que con el corazón te cree, y con la boca te confiesa a ti
Redentor suyo, que sabe estás asentado en el Cielo, y cree y confiesa con el
corazón y con la boca que reinas en todo lugar? ¿De qué manera debe gemir y llorar quien te ama de todo corazón y desea
verte con todo su deseo? ¡Oh solo
refugio y única esperanza de los miserables, a quien nunca se pide sin
esperanza de misericordia! Dame esta gracia por ti y por tu santo nombre,
que todas las veces que de ti pensare, de ti hablare, de ti escribiere, de ti
leyere, de ti disputare, todas cuantas veces me acordaré de ti y estuviere
delante de ti, y te ofreciere alabanzas, ruegos y sacrificios, otras tantas,
desecho en lágrimas en tu presencia, dulce y abundantemente llore, de manera que
de día y de noche mis lágrimas me sirvan de pan y sustento; y porque tú, Rey de
gloria y Maestro de todas virtudes, nos enseñaste con tus palabras y ejemplo a
gemir y llorar, diciendo: “Bienaventurados
los que lloran, porque ellos serán consolados”. Tú lloraste a tu amigo
Lázaro difunto, y también lloraste sobre la ciudad de Jerusalén, que había de
ser destruida. Ruego, buen Jesús, por aquellas piadosísimas lágrimas, y por
todas tus misericordias, con las cuales maravillosamente fuiste servido de
socorrernos estando perdidos, que me des la gracia de lágrimas que tanto desea
mi alma, pues no la puedo tener sin dármela tú, sino por tu Santo Espíritu, que
ablanda los corazones empedernidos de los pecadores y los compunge para que
lloren. Dame gracia de lágrimas, como la diste a nuestros padres primeros,
cuyos pasos debo seguir, para que me llore toda mi vida, como ellos se lloraron
en la suya. Por los merecimientos y oraciones de aquellos que te agradaron y
devotísimamente te sirvieron, ten misericordia de mí, miserabilísimo e indigno
siervo tuyo, y dame este don de lágrimas de día y de noche, para que las
lágrimas me sean pan ordinario, y abrasado en el fuego de la compunción, sea
hecho en tus ojos ¡Dios mío! un
holocausto precioso, y todo sea sacrificado en la ara de mi corazón, y me
recibas como pingüísimo sacrificio y holocausto en olor suave. Dame, dulcísimo
Señor, una fuente manantial y clara en que se lave muchas veces este holocausto
sangriento: porque aunque es verdad que, ayudándome tu gracia, me he ofrecido
todo a ti, en muchas cosas te ofendo cada día por mi mucha flaqueza. Dame,
pues, bendito y amable Señor, gracia de lágrimas, principalmente nacidas de la
mucha dulzura de tu amor y memoria de tus misericordias. Pon esta mesa a tu siervo
en tu presencia, y déjala en mi poder para que me pueda hartar della cuando quisiere.
Dame por tu bondad y piedad que este Cáliz excelente y divino que embriaga,
mate mi sed, para que mi espíritu anhele y suspire por ti, y mi alma se abrase
en tu amor, olvidándose la vanidad y miseria. Oye, Dios mío; oye, Lumbre de mis
ojos; oye lo que te pido, y dame que te pida lo que has de oír. Piadoso y
apacible Señor, no te hagas para mí inexorable por mis pecados, mas usa de tu bondad.
Recibe los ruegos de tu siervo, y da fin cumplido a mi petición y deseo, por
los ruegos y merecimientos de la sacratísima Virgen María, Señora nuestra, que
tanto lloró, y tan dulces lágrimas por toda su vida derramó por ti, Señor,
sabiendo desde tu santa Encarnación lo que habías de padecer.
“HERMOSURA DE DIOS”
V. P. Juan Eusebio Nieremberg.
De la Compañía de Jesús
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