Entre los bienes naturales ninguno conocemos que pueda compararse con la vida; este es seguramente
el mayor bien que hay en el mundo: por eso los hombres apetecen tanto el vivir
largo tiempo, para lo cual casi siempre se hallan dispuestos a hacer cualquier género
de sacrificios. ¡Cuántos por conservar la
vida han renunciado a toda su hacienda! ¡Y qué pruebas tan crueles no sufren muchos por recuperar la salud
perdida! Abstinencias, dietas, amputación de miembros, sajaduras de carne
viva, sangrías, bebidas hediondas y abominables, y otros mil nauseabundos y
molestísimos remedios. Si tanto se padece por esta vida tan breve, ¿cuánto no deberíamos padecer por la que
nunca se ha de acabar?
Si tan luego como pierde uno la salud
procura con diligencia su remedio, ¿por
qué luego que pierde la gracia no la procura también? Si al punto que caes
enfermo buscas al médico y la medicina, ¿por
qué al punto que caes en pecado y se enferma tu alma no buscas a Dios? ¿Qué viene a ser de sí mismo este cuerpo,
sino un conjunto de huesos vestidos de carne, como si dijéramos vestidos de
heno; sucio, débil, pobre y miserable, que bien pronto se verá convertido en un
hervidero de gusanos; al paso que el alma, noble, graciosa y bella, criada a imagen
y semejanza de Dios, ha de durar eternamente?
San Agustín, conocedor profundo
de las miserias del hombre, escribe con su áurea pluma estas palabras: “Dios mío, ¿quién soy yo que hablo con Vos?
¡Ay de mí! Perdonadme: yo soy un cuerpo muerto y hediondo, manjar de gusanos,
vaso de corrupción, leño seco para el fuego. ¿Quién soy yo que hablo con Vos?
Soy un hombrecillo nacido de mujer, que en breve se acaba, y justamente es comparado
a los brutos é insipientes. ¿Qué más soy? Un abismo de tinieblas, una tierra
yerma y estéril, hijo de ira, vaso de contumelia, que fué engendrado en la
inmundicia, vive en la miseria, y ha de morir en la aflicción. Soy un muladar
cubierto de nieve, una balsa de podre lleno de mal olor y de hedor, ciego,
pobre, desnudo, que ni entiendo mi entrada en el mundo, ni sé la salida de él.
Mi vida es frágil y caduca; es vida que cuanto más crece más se disminuye, cuanto
más avanza más se acerca a la muerte: vida falaz y llena de lazos. Ahora me alegro,
y al instante me contristo; ya estoy bueno, y presto me siento enfermo; vivo, y
al punto muero. Todas mis cosas están sujetas a mudanza, de tal modo, que una
hora no permanezco en un mismo estado. De aquí el temor, el estremecimiento, el
hambre, la sed, el calor, el frío, la enfermedad, el dolor, a que se sigue la importuna
muerte (Soliloquiorum animae ad Deum)”
Y en otro libro dice el
mismo San Agustín: “Mucho me
enfada, Señor, esta vida y trabajosa peregrinación. Mas ¿por qué la llamo vida
y no muerte, pues es vida muy falsa y muerte verdadera? Esta vida es vida miserable,
vida incierta, pesada, inmunda, llena de errores, engaños y pecados; y así más
se puede llamar muerte que vida, pues en cada instante morimos, y las varias
vicisitudes nos acaban con diversos linajes de muerte. ¿Cómo podemos llamar
vida a esta que vivimos, pues los humores la alteran, los dolores la
enflaquecen, los ardores la secan, el aire la inficiona, el manjar la corrompe,
el ayuno la fatiga, los placeres la trastornan, los pesares la consumen, el
cuidado la ahoga, la seguridad la destruye, las riquezas la ensoberbecen, la
pobreza la derriba, la juventud la desvanece, la vejez la aflige, la enfermedad
la quebranta, y la tristeza la acaba? Y a todos estos males les sucede la
muerte furibunda. Et his malis ómnibus, mors furibunda succedit.”
De todo lo dicho por aquel gran Doctor se
deduce, que esta que llamamos vida es más bien muerte, bien que lenta y
angustiosa. Es vida de apariencia, vida de perspectiva, vida fantástica y
mentirosa, y sólo positiva, real y verdadera por lo que tiene de muerte. Por eso dijo el Salvador: “El que cree en
Aquel que me ha enviado... pasó de muerte a vida (Juan V, 24).” No dijo Jesucristo, pasó de esta vida a la
otra, de esta temporal a la eterna; sino pasó de muerte a vida, porque el vivir
de este mundo es un continuo morir, y así impropiamente le llamamos vida.
Si, pues, la vida presente es tan menguada y
triste, ¿cómo tan desordenadamente la
amamos? ¿Cómo la hacemos caso, cómo no la despreciamos aspirando únicamente a
la vida eterna? Oigamos de nuevo al Redentor:
“El que quisiere salvar su vida, la perderá: más el que perdiere su vida por Mí
y por el Evangelio, la salvará (Marcos VIII, 35)”
Por manera que el que ama esta vida, y por
conservarla y seguir el dictamen de la carne se deja arrastrar de sus torpes y
nunca saciados apetitos, la perderá despeñando el cuerpo y el alma en los infiernos;
y por el contrario, el que conociendo que la carne es su mayor enemigo aborrece
el cuerpo y pelea contra sus brutales instintos dándose a la mortificación y
penitencia, trocará este penoso destierro por la vida perdurable.
Si hoy que tanto se afanan los hombres por
vivir sin trabajar, contra el precepto de Dios, o cuando más por vegetar en los
empleos a costa de la madre patria, por vivir del presupuesto, se ofreciera a
un pobre cesante que se pasa los días murmurando del Gobierno que le quitó el
pan de sus hijos; se le ofreciera, decimos, un destino pingüe, aliviado de
atenciones y exento de responsabilidades, ¿por
ventura andaríase en quimeras pensando uno y otro día si lo aceptaría o no?
¡Ah! no sosegara un punto, ni pensara más que en ir a tomar posesión de él,
partiendo a uña de caballo: es poco; al vapor, y a ser posible por la
electricidad, ya que el viajar con la rapidez del pensamiento no es propio de
esta vida. Pues si en esto que es una miseria y un puro nada anduviera tan
diligente, ¿cómo por el destino eterno,
mejor dicho, cómo por un reino sin fin que se le ha de dar en la gloria no procede
del mismo modo?
¿Para
qué te ha criado Dios? ¿Para qué
viniste al mundo? Abre los ojos, y mira que si descuidas la penitencia,
pones el alma en inminente peligro; y si yerras la salida de este mundo,
advierte que el error es de tal naturaleza que no tiene remedio. En toda
cuestión cuando hay tribunales de alzada, se puede tal vez fundar alguna
esperanza; en la cuestión de salvar o perder el alma no hay más que un solo
tribunal, que es el de Jesucristo, y este Supremo Juez nos tiene dicho: “Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis”
(Lucas XIII, 5.) Y como al tribunal de Jesucristo nos hemos de presentar
solos o acompañados únicamente de las obras que hubiéremos hecho, necio y sin juicio
es el que para comparecer en aquel acto tan solemne y augusto no procura llevarla
compañía de las buenas obras.
Por loco fuera tenido aquel que compareciera
delante de un tribunal a defender un pleito de la mayor importancia, llevando
consigo testigos que habían de deponer contra él; pues locura infinitamente mayor
es el presentarse en el juicio de Dios acompañado de las malas obras, que son
los testigos y acusadores que le han de hacer perder el pleito de su salvación.
Entienda el cristiano que el pecado es una
carga que, puesta sobre el hombre, le hace andar trabajosamente, inclinándole
cada vez más hacia el suelo; por eso si el monstruo del pecado no se golpea y
quebranta con el martillo de la penitencia, muy luego con su propio peso hace
caer en otro. Así como una virtud llama
y atrae a otra virtud, por lo cual dice David hablando de los justos: “Irán de
virtud en virtud” del propio modo un pecado llama y atrae a otro pecado;
que por eso dice el referido David: “Un
abismo llama a otro abismo”
¡Afuera hipérboles! No daremos nosotros de
nuestros contemporáneos aquellas sentidas quejas que exhalaba el real Profeta,
diciendo de los suyos: “No hay quien
haga bien; no hay ni siquiera uno” No diremos nosotros otro tanto, porque
si en los tristísimos tiempos de
Elias se reservó Dios siete mil
varones que no habían doblado las rodillas delante de Baal, mayor número
sin comparación habrá en cada una de
las naciones católicas, hoy que el
verdadero Dios es más conocido que en aquella edad de universal idolatría.
Convenido,
pues, en la ventaja que hacen los tiempos que caen del lado de acá de la Cruz a
los antiguos, preciso es también reconocer que las huestes que acaudilla en
nuestros días el genio del mal, están sin duda alguna más instruidas en la estrategia
tenebrosa y de zapa con que en todo el orbe se lidia contra las almas; y aunque
absolutamente hablando son muchos los que se salvan, pues ha ya más de dieciocho
siglos que vio San Juan en el cielo (Apocalipsis VII, 9.), una muchedumbre que
ninguno podía contar, de todas naciones, tribus, pueblos y lenguas; pero
respecto de los que se condenan opinan muchos que son aquéllos muy pocos.
¡Ah! es preciso trabajar; pero mucho: todo
cuanto hagamos será poco para lo que las necesidades reclaman. Los pecados van
cada día en aumento; las ofensas contra Dios crecen de continuo. Hasta hace
poco, a lo menos en las poblaciones de corto vecindario, se conservaban las
tradiciones religiosas; mas hoy que los medios de locomoción han llevado elementos
desconocidos a los puntos más aislados, la moderna civilización materialista e
impía cunde por doquier.
Tan feo, sucio y nauseabundo es el aspecto
de la sociedad, que su vista provoca a vómito. No se ve, ni se oye más que
pecados, abominaciones y miserias; enemistades, contiendas, murmuraciones, venganzas,
suicidios, trampas, robos, deshonestidades, juramentos, blasfemias, lisonjas,
mentiras, engaños y mil otras maldades. Vemos al inocente perseguido, al
modesto y humilde burlado, la justicia por los suelos, la doblez y la intriga
sublimadas, el oro señoreando el mundo, desterrada la fe, la divina ley conculcada,
el Vicario de Cristo encarcelado. Vemos el sibaritismo (inclinación al lujo) en los ricos, el lujo en la clase media, el
despotismo en los que mandan, la rebelión en los que obedecen, las costumbres sin
freno, la enseñanza sin Religión, los días festivos profanados, el duelo, pese
al Código penal, a la orden del día. Sobre este confuso montón de plagas, allá
en lo hondo percíbese el reconcentrado estertor del odio que nutre la masa
común del pueblo contra los grandes; mientras los anarquistas trabajan en
confeccionar explosivos asoladores esperando su hora.
Tal es la sociedad de nuestros días: escuela
de catástrofes, arma o mejor arsenal de suicidios, y vehículo del infierno.
Gráficamente lo dijo no ha mucho en el Congreso uno de nuestros prohombres: El
pueblo, dijo, es hoy un presidio suelto.
Véase, pues, si hay miserias en la vida, y
si tenemos necesidad de la penitencia. ¿Quién
me dará, Señor, que la haga yo tan cumplida que os agrade? ¡Ay de mí! ¡Que mi morada en tierra ajena se ha prolongado!
Por mi culpa, por mi grandísima culpa habité,
con los moradores de Cedar y con los hijos
de las tinieblas. No me mires a mí, Señor; mira al rostro de tu Cristo, en cuya suavidad y dulzura se contiene mi perdón.
Ejemplo
Un sujeto muy rico, cuya opulencia se debía
en gran parte a injusticias las más notorias, contrajo una enfermedad peligrosa.
Sabía que la gangrena corroía sus úlceras, y sin embargo no podía resolverse a
restituir, y cuando le tocaban esta cuerda, respondía: ¿Que será de mis tres hijos? ¡Van
a, quedar sumidos en la indigencia! Esta respuesta llegó a oídos de un eclesiástico,
quien, so pretexto de conocer un gran remedio contra la gangrena, logró introducirse
cerca del enfermo.
—El remedio que yo sé, dijo, es infalible y
muy sencillo, y además no le causará a Ud. ningún dolor; pero es caro,
carísimo.
—Cueste lo que
cueste, respondió el enfermo, doscientos, dos mil duros, ¿qué importa? ¿Cuál
es?
—Se reduce, contestó el Religioso, a verter
en las partes gangrenadas un poco de gordura de una persona viva, sana y
robusta; es insignificante lo que se necesita: toda la dificultad está en
encontrar una persona que por dos mil duros se deje quemar una mano un cuarto
de hora a lo más.
—¡Triste de mí! exclamó el enfermo. ¿Dónde
encontrar esa persona?
—Tranquilícese Ud., repuso el sacerdote. ¿No
tiene Ud. hijos? ¿Sabe Ud. de lo que son
capaces a favor de un padre que les deja tantas riquezas? Llame Ud. al mayor,
le ama tiernamente y es su heredero; bastará decirle: Puedes salvar la vida a
tu padre si consientes en dejarte quemar una mano, y no dudo aceptará. Si
rehusare, llame Ud. al segundo, prometiendo dejarlo por heredero; y si también rehusare,
haga lo mismo con el tercero.
Llamaron, en efecto, a los hijos, hiciéronles
la proposición, pero todos se negaron rotundamente, diciendo: ¡Está loco nuestro padre!
—No lo alcanzo, dijo entonces el sacerdote
volviéndose al enfermo; sólo sé que será Ud. un insensato en perder su cuerpo y
su alma, y sufrir eternamente el fuego del infierno, por unos hijos que no
quieren salvarle la vida sufriendo durante un cuarto de hora el fuego de la tierra.
Este sí que sería el mayor de los dislates.
—Tiene Ud.
razón, repuso el enfermo; Ud. me ha abierto los ojos. Vayan luego por el
notario, y entre tanto sírvase Ud. confesarme.
Entonces, poniéndose de acuerdo con el sacerdote,
dispuso lo conveniente para reparar sus injusticias en lo posible, sin
consideración a la futura suerte de sus hijos. (Gaume).
“CLAMORES
DE ULTRATUMBA” Año 1900
Por
M. R. P. Fray. José Coll
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