miércoles, 15 de marzo de 2017

El católico que no confiesa sus pecados mortales, no puede esperar sino el infierno.





   Gravedad, malicia y efectos del pecado mortal. Su único remedio está en la confesion. El cristiano que no lo confiesa, no puede esperar sino el infierno.

   El pecado mortal llamado así porque es la muerte del alma, es el mayor de todos los males; el único mal verdaderamente tal que hay en el mundo. Todos los demás males no merecen este nombre comparados con el pecado mortal. Aunque se imaginen reunidos todos cuantos infortunios y desgracias le pueden venir a los hombres, cuantos suplicios puedan padecer, cuantos tormentos sufrir, cuantas calamidades tolerar, cuantas angustias y tribulaciones devorar, la muerte misma y hasta cuantos tormentos padecen los condenados en el infierno, son un mal muy pequeño si se compara con el pecado mortal. ¡Qué horrible es! ¡Oh! es un atentado gravísimo, es la injuria más atroz, el insulto más sacrílego, el desafío más repugnante, que el que lo comete hace a Dios. 

   Es el verdadero verdugo del hombre y cuyo salario es la muerte como lo dice el Apóstol  en Romanos Cap. 6. V. 23. Y no solamente la muerte del cuerpo introducida en el mundo por el pecado de nuestros padres, sino otra todavía más terrible, cual es la muerte del alma, inevitable para el que se atreve a cometer pecado mortal como asegura un Profeta cuando dice: “Morirá sin remedio el alma que se entregue al pecado” ¡Muerte fatal! ¡Muerte desastrosa! 

   Desde el momento en que le hombre comete el pecado mortal, queda marcado con el sello de la reprobación, peor que Caín, la imagen del Criador se desfigura en él; cae bajo el dominio de Satanás, aborrecido de Dios que le amaba como a hijo; despojado del ropaje de la gracia, desheredado de las virtudes y convertido en una caverna de inmundos escorpiones. 

   Al cometer el pecado, arrojó a Dios de su corazón para dar entrada al demonio; su nombre fué tachado del libro de la vida y solo está escrito en el de la muerte; renuncia a la herencia del cielo y elige la del infierno; deja la compañía de los Ángeles para pasar a la de los demonios, huye de la de los santos, para incorporarse a la de los condenados. El mismo Dios no puede ya tolerar su vista, aparta de él los ojos, le desecha, le arroja de sí, le maldice, y por efecto de esta maldición, queda sin el menor derecho al reino de los cielos. ¡Cuánta razón ha tenido San Ignacio mártir para decir, que el pecado mortal es una semilla maldita de Satanás, que transforma a los que le cometen en otros tantos demonios!

   Si el justo por la gracia y la caridad se hace participante de la naturaleza divina, como dice el Apóstol S. Pedro (2° Epístola San Pedro. Cap. 1° V,4); el pecador por la culpa se hace también participante de la naturaleza del demonio y se transforma y reviste de su malicia y deformidad. ¡Y que fea, que horrible no debe estar su alma! 

   A Santa Catalina de Sena le permitió Dios que viera en una ocasión por un momento la figura de un demonio, y tanto le aterró esta visión que solía decir después, que prefería andar hasta el día del juicio por un camino de brasas encendidas, antes que ver otra vez al espíritu infernal. ¿Y qué otra cosa es una alma en pecado mortal, que una viva imagen de la misma fealdad del demonio? 

   San Bernardo ponderando esta fealdad del alma por el pecado dice: que es más tolerable a los hombres la proximidad de un perro muerto en su mayor estado de putrefacción, que la fealdad de un alma en pecado mortal a los ojos de Dios.

   Pero ¿qué extraño es, que todas estas desgracias vengan sobre el alma del desprevenido pecador que se atrevió a cometer el pecado mortal, y que su fealdad sea solo comparable con la del diablo, de quien es imagen y esclava? 

   Tertuliano dice que el hombre en el mero hecho de consentir en el pecado mortal, hace una execrable preferencia del demonio al mismo Dios; y nada hay más cierto efectivamente que esta horrible preferencia, porque como dice San Alfonso de Ligorio "cuando el pecador delibera si consentirá o no en el pecado, toma como en sus manos una balanza y examina que es lo que pesa más en ella; si la gracia de Dios o el humo del placer, y cuando presta su consentimiento al pecado, declara, en cuanto a él, que todo esto vale más que la amistad de Dios" ¡Que desprecio tan abominable hace por consiguiente de Dios, el pecador al consentir en la culpa! Desprecio solamente comparable con el que hicieron los pérfidos judíos al preferir ante Pilatos al insigne y malhechor Barrabás al mismo Jesucristo. 

   Con razón dice el angélico Doctor, que el pecado tiene cierta infinidad de malicia por razón de la infinidad de la majestad divina a quien ofende. Por eso los horribles tormentos que esperan al pecador en el infierno, jamás tendrán fin.

   Tan espantosa era la idea que del pecado mortal tenían los santos, y por eso le temían y aborrecían tanto. La casta Susana prefería una muerte ignominiosa a vista de los hombres, antes que cometer un solo pecado mortal en presencia de Dios. José quiso más bien ser sepultado en uno delos más oscuros calabozos de Egipto, que manchar su alma con una sola culpa.  Los mártires todos de la Iglesia, prefirieron sufrir los más horrorosos tormentos, antes que ser infieles a Dios. Y S. Juan Crisóstomo, al conminarle los emisarios de Eudoxia con la privación de sus temporalidades, con el destierro y con  la muerte, les dijo: "Decid a la Emperatriz, que de todas las cosas del mundo, no temo más que una, que es el pecado." 

   ¡Cuan cierto es que el pecado mortal es el mayor mal, el único mal verdaderamente tal que hay en el mundo! ¡Y cuan insensatos son los hombres que inconsideradamente se arrojan a cometerle!


   Pero siendo tan abominable a los ojos de Dios el pecado mortal, y aun el mismo pecador ¿cómo podrá este volver a la gracia y amistad del Señor?Oh! El vino al mundo a reunir las ovejas descarriadas, buscar la dracma perdida, y a llamar así los pecadores para salvarlos, y en los tesoros de su, infinita sabiduría y de su bondad sin límites, halló el secreto de conciliar los derechos de su justicia divina con los de su divina misericordia. 

Pero ¿cómo amalgamar estos dos atributos, y dejar intactos sus derechos? Muera el pecado, dice el Señor en los secretos misterios de su bondad y sabiduría, pero sálvese el pecador. Sea el pecado la víctima de mi justicia, pero cante el pecador arrepentido los triunfos de mi misericordia. Lo dijo, y en los ardores de su amor hacia los hombres, instituyó el augusto sacramento de la penitencia, en el que aplicando al pecador arrepentido la virtud omnipotente de su preciosa sangre derramada por Él, le perdona todos cuantos pecados ha cometido por grandes y enormes que sean, le restituye a su gracia y amistad, hace revivir sus méritos y buenas obras, y el derecho al reino de los cielos que había perdido por la culpa. ¡Oh! ¡Cuán bueno y misericordioso es nuestro Dios! ¡Que sería del infeliz pecador sin este sacramento de tanto consuelo! Debería considerarse como una víctima destinada al fuego del infierno.

   Pero ¿cómo se verifica este prodigio de quedar el pecador absuelto y reconciliado con el mismo Dios a quien ofendiera en el augusto tribunal de la penitencia? Poniendo el Señor la causa en manos del mismo pecador, cuya propia conciencia es quien debe formular la acusación de todos los delitos que ha cometido ante el Ministro de Dios, sin omitir ninguno, absolutamente ninguno, de cuantos pesan sobre su alma, y pueda traer a la memoria

El pecador debe por consiguiente citar a juicio todos sus sentidos y facultades, para que declaren todo cuanto han visto, oído, dicho o pensado contra la ley de Dios; obligando a su entendimiento a manifestar los juicios pecaminosos que ha hecho, y los designios que ha formado; a su corazon a declarar sus sentimientos, sus deseos, su amor, su odio, sus venganzas y cuanto hay oculto en sus más secretos pliegues; a la lengua a no omitir las conversaciones criminales que se ha permitido, y las palabras que ha pronunciado ofensivas a Dios, al prójimo, al pudor,  a la justicia y a la verdad, a sus ojos a revelar los objetos pecaminosos  en que se han fijado, a sus oídos a expresar todo lo que han escuchado por malicia o vana curiosidad; y finalmente a sus manos, a sus pies, a sus miembros todos a deponer sinceramente sobre las acciones criminales que han ejecutado, y los excesos a que se han dejado arrastrar; ayudándose a este fin con el recuerdo de los sitios á que ha concurrido, de las sociedades que ha frecuentado, de los negocios, de las intrigas y diversiones en que ha tomado parte, de los amigos o enemigos con quienes ha tratado, para de este modo poner patentes en el tribunal de la penitencia al Ministro de Dios todos sus pecados, sin dejar desapercibida ninguna circunstancia agravante, o que pueda cambiar la especie del pecado. 

Dios, el mismo Dios es quien manda e impone al pecador esta confesion de sus culpas, como un sacrificio expiatorio, y una indemnización del descaro y desvergüenza con que se atrevió a ofenderle. Es una condición precisa e indispensable para alcanzar el perdón. Y el Señor en cambio le promete lanzar a un eterno olvido todos sus pecados por muchos y grandes que sean, toda vez que su confesion sea sincera y dolorosa.

   De lo dicho se infiere, que no le basta al infeliz pecador el pedir a Dios la curación de las profundas heridas que abrió en su alma la culpa, ni clamar en pos de Él como aquellos diez leprosos del evangelio  solicitando sus piedades; le es preciso además de esto, que acuda al sacerdote para descubrirle la asquerosa lepra de su alma, declarando en el tribunal sagrado todos sus pecados sin omitir ninguno, a fin de que el Ministro de Dios pronunciando sobre el aquella gran palabra "Yo te absuelvo," se los perdone. El Señor  le levanta del hediondo, sepulcro de la culpa en que se halla exhalando infección y horror, quebranta el ominoso yugo con que le esclaviza Satanás,  le devuelve su amistad, enriqueciéndole con la gracia y virtudes del Espíritu Santo pero sólo a condición de acudir al ministerio del Sacerdote. Asi lo expresó claramente el mismo Jesucristo, dice un sabio expositor (Cornelio Alapide), cuando mandó a aquellos diez leprosos que fueran a presentarse a los Sacerdotes para ser curados. 

   ¿No pudo limpiarlos El instantáneamente, con su omnipotente palabra, como hizo en otras ocasiones? Si, indudablemente, pero quiso manifestar entonces la obligación y necesidad que tienen los pecadores, en la ley de gracia de acudir al Sacerdote para manifestarle con claridad y sencillez todas sus culpas, sin cuyo requisito no les son perdonadas.Pero si el pecador, cediendo a las astutas solicitaciones de Satanás, ocupado con insistencia infernal en la perdición de las almas, calla advertidamente algún pecado en la confesion ¿cómo es posible que alcance el perdón de sus culpas?

   El Señor le promete el perdón, pero es a condición de que se humille y declare todos sus pecados al confesor, acusándose en términos claros y sencillos, calificando con exactitud y precisión todas sus faltas, sin atenuantes rodeos, ni circunloquios que puedan debilitar u oscurecer la verdad; pero si el pecador, falta a este expreso mandato de Dios, ocultando en funesto silencio alguno de sus pecados, si miente e insulta al Señor en el mismo lugar del arrepentimiento, si tiene toda la audacia de cometer nuevos sacrilegios allí en donde Dios quiere hacer ostensible su divina misericordia en toda la extensión de sus riquezas ¿cómo puede esperar que el Señor le perdone? ¡Oh! Lejos de ser asi, la ira e indignación de Dios desciende del cielo contra la impiedad y malicia de los que detienen la verdad del Señor en injusticia, dice el Apóstol (Romanos Cap. 1. V. 18).

   La ira e indignación de Dios desciende del cielo contra la impiedad y malicia de los que detienen la verdad del Señor en injusticia, dice el Apóstol (Romanos Cap. 1. V. 18). Y a nadie comprende tanto esta formidable sentencia como a los que no dicen la verdad, toda la verdad, .y callan algún pecado en la confesion. Estos al ocultar alguna culpa en el tribunal sagrado cometen un nuevo pecado mortal, un horrendo sacrilegio, y otro más si comulgan indignamente como Judas. ¡Que desgracia la de estos pecadores! Si los ángeles del cielo fuesen capaces de llorar, dice San Francisco de Sales, derramarían amargas lágrimas al ver la infelicidad de un alma que por callar algún pecado confiesa y comulga sacrílegamente. Y este pecador sin embargo está tan endurecido, que no lamenta su propia desgracia, esa desgracia que horroriza, estremece y haría llorar a los mismos ángeles. ¿Pero cómo ha de lamentarla mientras se obstine en no confesar su pecado? Él se declaró hijo del diablo al mentir en la confesion callando algún delito, ¿y qué ha de hacer sino cumplir la voluntad de su padre, que es mentiroso y padre de la mentira, como dice el mismo Jesucristo? (Juan. Cap. 8.V.44) El que miente en la confesion omitiendo la acusación de algún pecado, es un traidor, un hipócrita, un malvado, un impío, y no hay perdón, no hay misericordia, no hay paz para los impíos, dice el Señor por Isaías(Isaías. Cap. 48. V. 22) Mientras que no confiese su pecado, no tiene que esperar más que el infierno, porque una vez cometido el pecado, no hay remedio sino confesarlo  o condenarse para siempre. 


“EL GRAN LAZO DEL INFIERNO”

R.P. Fray. Andrés María. Solla García

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