ACLARACIÓN: Este
es un cuento que lo escribí hace mucho tiempo, les autorizo a que se rían si
quieren pues soy un desastre escribiendo.
Pero bueno en aquella época era más caradura, y el padrecito de mi
parroquia me pidió unas línea para la revista que el editaba. Bueno acá mi
humilde cuento espero les guste.
Era un Domingo después de Misa. Salía, de la
mano de mi esposa y mis hijos, con el corazón inflamado de haber recibido a
Cristo en la Eucaristía. En la puerta del templo una voz me decía: “¡Señor, señor! Volteé para ver quién era,
y vi a una mujer con un bebé en brazos y la mano extendida hacia mí. Ella
repetía estas palabras: "¡Señor, señor! ...una moneda por el amor de Dios”.
En ese instante estos pensamientos me
asaltaron: “¿No tiene vergüenza esta
mujer pidiendo limosna? ¿Por qué no va a trabajar?”. Después de emitir mi
juicio, pasé a hacer efectiva mi sentencia. La miré con profunda indignación y
la dejé con las manos vacías y en el aire. La pobre mujer agachó la cabeza, se
acurrucó aún más contra los pilares de la escalera y abrazó más fuerte a su hijo,
como si fuera el único bien que poseía en todo este mundo.
A medida que caminábamos con mi familia algo
empezó a oprimir mi corazón. Una sensación de haber hecho algo muy malo se
apoderó de mí. La euforia de hace un momento se iba apagando y la imagen de
aquella mujer me dejaron sin paz. Nunca vi ojos tan tristes, nunca oí una voz
tan implorante, ni ruego tan humilde. Mis pasos se detenían poco a poco y
ensimismado, como atrapado por mi conciencia, ya no lo pude soportar. Con las
lágrimas contenidas y un desprecio total por mi obrar tan egoísta, unas débiles
palabras salieron de mi boca ahogada por el remordimiento: “¡Señor, perdóname porque no sé lo que hago!”.
Dejé a mi familia, corrí hacia la Iglesia
con el deseo de encontrar a la mendiga. Al verme sonrió dulcemente, no me
condenaba por mi acción de hace un momento. Su rostro denotaba tristeza y sus
ropas una gran pobreza. Podía experimentar su soledad y noté que sufría...sufría
en el más profundo silencio. Como Jesús en Getsemaní, sin consuelo, con todo el
peso del dolor sobre sus espaldas.
Saqué un billete y se lo puse en sus manos,
las cuales besé devotamente. Nunca unas manos me parecieron tan tibias y
agradecidas, luego besé la frente del niño que aún dormía. Al ver el dinero y
mi gesto cristiano y amoroso, el rostro de la mujer se iluminó de alegría. Era
el más hermoso, el más tierno, el más misericordioso; ese rostro yo bien lo
conocía, era el de Jesús.
Así puede comprender que no era tan sólo una
pobre mujer en la escalera de la una Iglesia, sino el Hijo de Dios, que desde
el suelo me decía: “¡Señor, señor!”. Y pensé:
¡Cuánto te humillas, mi buen Jesús, para llamar mi atención hacia Tí! Y
recibes a cambio sólo el hielo de mi indiferencia. No eran unas pocas monedas
lo que mendigabas sino mi amor, que tan ingratamente te lo niego, dejándote más
sediento por mi amor que cuando colgabas de la Cruz. No eran unas manos
extendidas que imploraban caridad sino tu corazón que ardía de deseo por unirse
al mío en llamas de inextinguible amor.
En ese momento las más dulces palabras salieron
de la boca de aquella mujer: “¡Gracias!
Gracias, señor; que Dios lo bendiga”. ¿No era acaso tu voz de Evangelio,
querido Jesús, que curaba mis heridas con bálsamo de amor? Y mientras
caminaba, tú, Señor, me hablabas al corazón y me hacías comprender lo pobre de nuestro
amor, lo frío de nuestras almas, lo duro de nuestros sentimientos.
Estamos ciegos, Señor; y como en tu primera
venida no te sabemos reconocer: en los que sufren la pobreza, la tristeza, la
soledad y la desesperanzaba, no te vemos en los niños hambrientos y sin abrigo,
en los ancianos solos y tristes, en los presos y en los enfermos, en un
trabajador desocupado y sin esperanza, incluso en los pecadores y débiles, en
un desconocido, en un pariente o en un amigo…
Pero también comprendí que somos llamados a
ser luz para nuestros hermanos, sal de la tierra, servidores del amor, remedio
para todo dolor. Porque tú me llamas, Señor, en cada hermano a entregarte todo
mi amor.
Cuando llegué donde mi familia esperaba, abracé
a cada uno entre lágrimas de ternura. Las personas, despreocupadas, iban y
venían por la vereda. Al volver la vista atrás, pude ver una vez más a aquella
mujer. O mejor dicho, a Jesús implorando por las calles, mendigando un Amor...
nuestro amor. Cerré mis ojos y en mi alma pronuncié ésta oración:
¡¡¡Por
nuestras faltas de amor, perdónanos, Señor!!!
Revista
parroquial “VEN Y VERAS” año 2002
Por NICKY PÍO.
Por NICKY PÍO.
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