Comentario del blog: Gracias a los lectores
que siguieron esta larga publicación que
hoy llega a su final. Sólo quiero decirles que esta obra es muy antigua. Si de
algo les sirvió estas publicaciones a la hora de confesar, por favor eleven una
oración por el alma del Presbítero Misionero José Luis Chiavarino.
Dios los bendiga y la Virgen les guarde.
Discípulo. — En cuanto a mí estoy bien
persuadido de todas cuantas cosas, lindísimas por cierto, se ha dignado usted
referirme hasta aquí; de las excelentes ventajas de la confesión bien hecha y
de la confesión frecuente; mas hay muchos que, para no confesarse con
frecuencia o para no confesarse nunca, tejen mil excusas o pretextos. ¿Tendría a bien sugerirme el modo de
combatirlos y convencerlos?
Maestro.
— Con mucho gusto te voy a complacer; exponme sencillamente las excusas y
pretextos de los primeros y asimismo las excusas y pretextos de los segundos.
D. — Yo no tengo pecados que confesar,
dicen algunos.
M.
— ¿Será posible? El Espíritu Santo dice que aun el justo cae siete veces al día, y San Juan Evangelista
escribe: “Si dijéramos que no
tenemos culpa, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros”.
Los que dicen no tener pecados que confesar son ciegos miserables, que no
conocen la propia miseria, precisamente porque no se confiesan con la debida
frecuencia. Las personas pulcras no permiten ni toleran la más mínima mancha en
sus vestidos ni en sus personas; más las menos pulcras, no se cuidan de eso, ni
les dan fastidio las mayores manchas e inmundicias.
Un
oficialote muy elegante, preguntó a un sacerdote:
—Diga, por favor, Reverendo: quien no peca ¿está obligado a
confesarse?... Yo no me confieso nunca, por la sencilla razón de que nunca
peco.
Contéstale al punto el
sacerdote: —Señor oficial, yo no conozco
más que dos suertes de personas que no pecan: los niños que todavía no han llegado
al uso de razón y los locos que desgraciadamente la han perdido.
El oficialote elegante
no tuvo ya más ganas de repetir la suerte.
D. —Yo no sé qué decir al confesor.
M.
—Poco decir es: aunque no hubieseis robado, ni muerto a nadie, ni odiado, ni
dado escándalo, etc… y en vuestra conciencia, algún tanto ruda, no encontraseis
ni siquiera leves mentiras, murmuracioncitas, pequeñas maledicencias,
pensamientos inútiles, afecciones desordenadas de poca monta, distracciones,
omisiones, negligencias y otras cosas semejantes; presentaos, no obstante, al
confesor y declaradle sencillamente que no sabéis qué decirle; estad seguros de
que con su caridad y prudencia, sabrá haceros notar cuanto no supisteis vos
mismo descubrir. Además, tendrá que deciros muchas cosas, consejos que daros, y
alguna pequeña penitencia: de tal manera que saldréis de allí mejorado,
enfervorizado, contento y feliz por el contacto que tendréis con Jesús, del
cual el confesor es su Ministro.
D. — No tengo cabeza para eso.
M.
— ¿Tenéis desazones, preocupaciones,
fastidios? Pues bien, id igualmente. El confesor sabrá compadeceros,
trataros con dulce caridad, os ayudará. Dios no exige más de lo que podéis
darle. Los sacramentos están ordenados para los hombres, no por el contrario,
los hombres para los sacramentos. Animo y buena voluntad, y sobre todo,
confianza en el confesor y en Dios.
D. — No tengo tiempo ni comodidad para
confesarme con frecuencia.
M.
—Tampoco ésta excusa se puede admitir como buena. Querer es poder. ¡Cuántas cosas se hacen aún a costa de
sacrificios, por el bien corporal, por la salud, por los intereses! Y por
nuestra alma ¿no queremos hacer nada?
Tratémosla, por lo menos, como tratamos el tiempo empleado en favor de nuestra
alma. Dios lo recompensa generosamente aun aquí abajo.
Un día fué a confesarse
con un Padre Jesuita, un aldeano
bastante descuidado, y el confesor, antes que nada le preguntó:
—
¿Cuánto tiempo hace que no os habéis confesado?
— Diez años.
—
¿Y ahora queréis de veras confesaros bien?
— Sí. Padre.
Dadme,
pues, diez liras.
— ¿Cómo diez liras?... Y siempre he oído decir que por
confesarse no se paga nada.
—
No se paga nada, replicó el sacerdote.
¿Y
no venís a confesaros sino después de diez años?
Comprendió
el campesino el justo reproche, pidió humildemente disculpa y prometió
frecuentar más la confesión.
D. —No saco ningún provecho, siempre yo
soy el mismo.
M.
—De eso no debéis ser vos el juez, sino el confesor. Además ése es un
razonamiento falso. ¿Acaso porque
siempre se llenan de polvo y se os ensucian los vestidos, no debéis cepillarlos
ni lavarlos nunca? No confesándoos o confesándoos rara vez no seréis
siempre el mismo, sino que os volveréis peor cada vez aun sin daros cuenta de
ello.
D. — No quiero ir a confesarme con un
confesor que me conoce.
M.
— ¿Quién os obliga a confesaros con un
confesor que os conozca? La confesión es libre. Hay tantos confesores que
ni siquiera saben que vos estáis en el mundo. Id a uno de ésos y confesaos con
toda sinceridad y sin miedo.
D. — ¿Pero,
qué le diré a mi confesor después de haberme confesado con otro?
M.
— Le diréis lo que le habéis dicho otras veces, sin nombrar para nada los pecados
absueltos por el otro confesor. Lo mejor sería escoger un confesor de vuestra
completa confianza y con él confesaros siempre con la mayor sinceridad.
D. — ¿Y
cuando no se puede elegir otro, porque no hay?
M.
— Si tuvieseis una herida que os hubiera de acarrear la muerte, si por
equivocación os hubieseis tragado un veneno, ¿no correríais en seguida en busca de un médico o de un cirujano, fuera
quien fuera, a costa de cualquier sacrificio, con tal de salvar el pellejo? Pues
bien, haced otro tanto para sacaros inmediatamente del alma el veneno del
pecado, recurriendo aun con todos los inconvenientes que podáis tener, al
confesor ordinario.
D. — ¿Qué
dirá de mí?
M.
— Dirá que estáis todavía en este mundo como todos los demás, admitirá vuestra
valentía, vuestra humildad, vuestra sinceridad; se gozará en su corazón
pensando que ha merecido toda vuestra confianza y os tendrá en mayor estima y
aprecio. Además, diga lo que quiera, con tal que consigáis la paz en vuestro
corazón.
D. — Otros, y son aquellos que no
quisieran confesarse nunca, dicen: ¿por
qué confesarse?
M.
— Porque Dios lo quiere... porque tenéis necesidad... porque sólo mediante la
confesión se obtiene el perdón de los pecados y la verdadera paz del corazón. .
. porque los pecados nos hacen reos de penas eternas.
Reíos y negad si
queréis, pero ni vuestras risas, ni vuestras negaciones serán capaces de
destruir el infierno, ni la eternidad, ni a Dios, ni su justicia, ni el alma,
ni la sentencia de condenación que le espera.
¿Por
qué confesarse? Porque tenéis necesidad de oír una
palabra amiga que os manifieste la verdad sin embozos, sin engaños... Porque si
os alejáis de la confesión vendréis a morir de muerte desgraciada y a caer en
una eternidad de tormentos.
D. — Yo no creo en la confesión.
M.
— Confesaos y creeréis, como han creído tantos, que antes eran incrédulos como
vos, como han creído y creen los hombres más célebres, los sabios más insignes,
los más grandes personajes.
Un
día se presentó al Santo Cura de Ars un señor deseoso de verle y de hablarle.
El
Santo Cura, a las primeras palabras de aquel señor, le dijo:
—
Venga al confesionario y confiésese.
— Pero, repuso aquel señor, yo no creo en nada.
—
No importa, creo yo por usted, si se confiesa.
— Crea, Padre, que no hay cosa para mí más tonta y aburrida que
la confesión.
Fué
inútil toda excusa y todo subterfugio; el Santo Cura, con dulce insistencia, le
hizo arrodillarse y le ayudó a confesarse.
Apenas
acabó la confesión, levantándose aquel señor, lleno de júbilo exclamó:
— Gracias, Padre, ahora creo... Estoy sobradamente contento...
No me podía haber hecho mayor bien.
D. — No sé confesarme.
M.
— Nada más fácil. Como referís al médico el dolor de cabeza y los desarreglos
del estómago, así referid al confesor los males del alma. De todos modos,
presentaos al confesor y él os desvanecerá todas vuestras dificultades.
D. —
No me confieso porque se reirán y me llamarían beato, clerical y qué sé yo
cuántas otras cosas…
M.
— ¡Oh soldado de cartón! ¿En dónde está
vuestro valor? Si el mundo estuviera lleno de beatos y de clericales,
habría menos mentiras, menos fraudes, menos escándalos, menos cárceles, menos
galeras. Si todos se confesasen habría más honestidad, más decoro, mayor
seguridad individual y colectiva y, digámoslo francamente, mayor bienestar y
civilización. Además, si os falta el valor, ¿quién os obliga a confesaros paladinamente? Id a confesaros donde
no os vea nadie.
D. — No me confieso porque no tengo
confianza en los sacerdotes de mi parroquia.
M.
— Sea como decís, mas ¿por qué no vais a
otros? ¿Cuántos hacen así con
ocasión de fiestas, ferias, mercados y vuelven a casa contentos y felices?
Por haceros extraer una muela haríais mucho más; haced otro tanto porque se os
extraigan los pecados. Y si os amenazara una grave desgracia, una enfermedad de
peligro o imprevista, ¿qué harías?
¿Querríais morir así, sin sacramentos, o lo que es peor, con sacramentos
recibidos indignamente ?...
Fuera, pues, esos
temores, pueriles: la salvación del alma antes que todo.
D. —
No puedo dejar el pecado.
M.
— ¿Queréis, pues, ir al infierno y estar
allí por toda la eternidad? ¿Queréis,
por miserables satisfacciones, continuar injuriando a Dios, y hacer llorar a
Jesús?
D. — No puedo dejar aquella persona.
M.
— Maldita la persona que es ocasión de pecado. Pero ¿pensáis ni dejarla con la muerte, llevárosla a la tumba, al juicio, a
la eternidad? ¿No veis que aquélla
es causa de vuestro deshonor, de vuestra vergüenza, de vuestra ruina? Decid
inmediatamente: ¡no quiero! Recordar
el hecho de aquel a quien convenció el palo y de quien hemos hablado en otra
parte.
D. — La confesión es invención de los
curas
M.
— ¡Ah, sí! ¿Lo decís formalmente?
¿Estáis seguros de ello? Bien, decidme quién fué. Se conocen los nombres de
los inventores de los más famosos descubrimientos, ha de saberse también el
nombre de quién inventó la confesión. Decid, pues, quién fué.
Más calláis. Decidme a
lo menos el año, la época, el lugar de tal invención. No decís nada tampoco, no
lo sabéis, y no lo sabréis nunca, porque no existe. ¡Mentira, pues, mentira! ¿Y os dejáis engañar de unos cuantos bribones,
que por no querer creer, niegan, desprecian, mienten a sabiendas?
D. — Los que se confiesan son peores que los otros.
M.
— ¡Tremenda objeción!... Pues bien,
concediendo algo, digo: Algunos sí, son peores que los que no se confiesan,
porque se confiesan mal, y esto para baldón suyo; pero la mayor parte, la
inmensa mayoría se confiesa bien, y de éstos no puede decirse de ninguna manera
que sean peores que los que no se confiesan. Si Dios se dignara descubrir a
vista de todos, el estado real de las almas, ¡qué enorme diferencia se notaría entre las que se confiesan y las que
rara vez o nunca se confiesan! La misma que la que existe entre dos telas
de igual uso, de las cuales una ha sido lavada con frecuencia y la otra nunca.
Ciertamente, si tomáis
los peores de entre aquellos que se confiesan y los comparáis con los mejores
de aquellos que no se confiesan, el resultado no será satisfactorio, mas
confrontad los buenos con los buenos y los malos con los malos, y veréis que la
cosa cambia de aspecto. Es necesario mirar el conjunto y no los individuos en
particular. Entre cien individuos que se confiesan encontrareis dos, diez,
quizás, que son malos; más de cien que no se confiesan encontraréis más de
noventa malos, precisamente porque no se confiesan.
“Si
damos una ojeada por todos los países y ciudades, veremos con nuestros propios
ojos, dice Gallerani, que los ladrones, los sicarios, los pistoleros, los
asesinos, las mujeres infieles, las libertinas y de vida airada y toda la
caterva que llena, que apesta las cárceles y los ergástulos, sale de muy
diversos lados que de las filas de aquellos que se confiesan”.
Un ilustre
contemporáneo escribía: “Hijos,
blasfemad si queréis de la confesión, pero ella fué la que hizo amar a vuestra
madre las penas que le costó vuestra niñez. ¡Blasfemad, oh maridos! de la
confesión; pero la confesión es la que en vuestra ausencia mantiene honradas e
inmaculadas a vuestras esposas. Blasfemad de la confesión ¡oh pobres! más ella
es la que hace descender sobre vosotros, con mayor delicadeza y abundancia, la
caridad de los ricos. Blasfemad de la confesión ¡oh ricos! pero la confesión,
mejor que toda ley humana, es la que garantiza y salva vuestros bienes y derechos,
tan amenazados hoy día”
Reflexionad,
además, sobre tres hechos generales que estáis a la vista de todos:
1.
¿Es o no es verdad que aquel que se confiesa, por el mismo hecho de confesarse,
muestra intención de mantenerse morigerado y que, si bien es cierto que ha
pecado, muestra intención de levantarse?
2. ¿Es
o no verdad que todo aquel que se propone abandonarse al vicio, inmediatamente
cesa de confesarse y entra a engrosar las filas de los que no se confiesan
nunca?
3. ¿Es
o no verdad que cualquiera que desea de verdad volver al buen camino, empieza
por recurrir al ministerio del sacerdote, a la confesión?
“Ahora
bien, si eso es cierto, dice el sobredicho Padre Gallerani, nos asiste
el derecho de concluir que en la ciudad de Dios, en donde se practica la
confesión, hay más virtud que en la ciudad del mundo, en la cual no se
practica; y que, por el contrario, en la ciudad del mundo, en la cual no se
practica la confesión, existe un cúmulo de vicios mucho mayor que en la ciudad
de Dios, precisamente porque en ésta se practica y en aquello no”.
¡Oh, cuan fácilmente se comprende que todas esas dificultades acerca de
la confesión, provienen del corazón y de la pasión, mas no dé la razón! ¡Alejad los vicios del corazón, haced
callar las pasiones y no tardéis en caer a los pies del sacerdote para confesar vuestras culpas!
D. — Muy bien, Padre, también estas
preciosas respuestas las guardaré muy bien en la memoria, y en adelante,
siempre que oyere errores o despropósitos contra la confesión, sabré servirme
de ellas y responder como conviene.
M.
— Por tu parte, graba bien en la mente aquellas palabras de S. Pablo: “Si
bajan un ángel del ciclo y os predicare algo contrario al Evangelio, y de
consiguiente, a la confesión, ni siquiera al ángel habéis dé creer”.
Así serás siempre un
buen cristiano, lo que te auguro muy de corazón, pues la confesión es vida y es
luz.
Un
profesor, convertido poco hacía, encontró por casualidad a un sacerdote, le
miró fijamente y luego saludándolo gentilmente le dijo:
— Usted es mi confesor.
—
Así será... aunque no recuerdo en este momento, repuso el sacerdote algo
incierto.
— Sí, usted es mi confesor, lo reconozco perfectamente... A
usted debo mi felicidad, pues la confesión es vida y es luz... Quien no se
confiesa no puede ser creyente, ni jactarse de profesar la fe verdadera.
Un
abogado, que desde muchos años atrás no cumplía con Pascua, y que presenciaba
esta escena conmovedora, tocando en lo íntimo del alma, decidió probarlo por sí
mismo y acabó por persuadir a sus amigos a imitarlo y a experimentar por sí
mismos que la confesión es verdaderamente vida y luz.
CONFESAOS
BIEN
Pbro.
Luis J. Chiavarino
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