Discípulo. –– Padre, la última cosa. ¿Qué es la confesión general?
Maestro.
–– Se llama confesión general a la acusación de todas las culpas cometidas en
toda la vida o en parte notable de ella.
D. — ¿Es
necesaria la confesión general?
M.
— Para muchos puede ser necesaria para otros solamente útil y para algunas nocivas.
D. — ¿Cuándo
es necesaria?
M.
— Es necesaria cuando las confesiones precedentes fueron sacrílegas o nulas.
D. —
¿Y cuándo son sacrílegas y cuándo nulas?
M.
— Las confesiones son sacrílegas cuando, a sabiendas, se callan pecados graves,
sabiendo que hay obligación de confesarlos, o bien, cuando falta el dolor o,
propósito necesarios; son nulas cuando la falta de dolor o de propósito de no
pecar, no la advertía el penitente en el acto de la confesión.
D. — ¿Quién,
pues, se encuentra en la necesidad de hacer confesión general?
M.
— Encuéntrase en la absoluta necesidad de hacer una confesión general, aquellos
que, sea por malicia, sea por vergüenza, callaron o negaron algún pecado mortal
en las confesiones pasadas, o bien, alguna circunstancia que cambiase la
especie del pecado o no se acusaron con precisión del número de los pecados
mortales, de que tenían conciencia, o también declararon los pecados al
confesor en forma tal, que no entendiese, o bien, si le engañaron con mentiras
graves al responder a sus preguntas.
D. — Tenga la bondad de explicarme con
ejemplos todas estas cosas.
M.
— Supongamos que un pobrecito pecador desde la primera vez que se confesó,
calló ciertos pecados por vergüenza de confesarlos; aun cuando hubiera
declarado bien todos los demás, sin embargo, por no haber corregido la primera
confesión mal hecha, ninguna de las confesiones fue buena, y por lo mismo se
encuentra en la absoluta necesidad de subsanarlas todas, con una confesión
general en la que, además debe acusarse de los sacrilegios cometidos.
Supongamos otro que
desgraciadamente, habiendo cometido en otros tiempos ciertos pecados de obra,
al acusarse de ellos siempre hubiera dicho que tuvo malos pensamientos; también
éste se confesó mal y tiene necesidad de confesarse generalmente.
Supongamos todavía otro
que tuvo la desgracia de cometer pecados, pero con otra persona; si al
confesarlos calló esta circunstancia y lo hizo a caso hecho, cómo la condición
particular de haber pecado con aquella persona debía haberla manifestado y
culpablemente la calló, se confesó mal y debe confesarse también generalmente.
Supongamos, por último,
que otro tuviese la costumbre de cometer cuatro o cinco pecados graves cada
semana o cada mes y que al confesarse, en vez de cuatro o cinco pecados declaro
sólo dos o tres, o bien tres o cuatro, sabiendo con seguridad que mentía, éste
si confesaba, Confesaba mal, y se halla en el caso de los anteriores, es decir,
que debe hacer confesión general.
D.
— ¡Por Dios!
M. — Aún más. La confesión general es, en
segundo lugar de absoluta necesidad para quien siempre se ha confesado sin
dolor y propósito de no cometer más pecados, según se ha dicho anteriormente, o
también para quien no ha cumplido fielmente las obligaciones impuestas por el
confesor, como por ejemplo de abandonar la ocasión próxima y voluntaria de los
pecados o destruir algún libro prohibido o entregarlo a quien tenga licencia
para leerlo o retenerlo, de romper con ciertas relaciones, y así de otros casos
semejantes. Todos éstos habiendo faltado a las cualidades sustanciales de la
confesión, deben por lo mismo poner en orden y tranquilidad su conciencia
mediante una buena confesión general.
D. —
Padre, ¿estos tales son pocos o son
muchos?
M.
— ¡Plugue a Dios que sea pocos los que se encuentran en estas circunstancias!
Mas la experiencia diaria demuestra que el número de ellos es, mucho mayor de
lo que se cree, aun entre personas aparentemente buenas.
En
la vida de Santa Inés de Monte Pulciano se lee, que un señor rico, estimado
por todos como buen cristiano, siendo como era muy devoto de aquella santa y de
su monasterio, la socorría con muchas y generosas limosnas; y la santa, en
cambio, rogaba mucho por su bienhechor.
Cierto
día, estando la santa en oración, fue arrebatada en éxtasis, durante el cual
vio en medio del infierno un palacio todo de fuego, y oyó una voz que le dijo: “Inés, este palacio es de
tu bienhechor, y cuanto antes vendrá a habitarlo”. Vuelta en sí Inés muy
asombrada mandó llamar a aquel señor que viniese a verla. Vino, en efecto,
contóle la santa la espantosa visión que había tenido. Aquel señor tembló,
palideció y como desvanecido, declaró sinceramente que hacía como treinta años
que se confesaba mal, a causa de haber permanecido siempre voluntariamente en
ocasión próxima de pecado. Entonces la santa lo animó a hacer una buena
confesión general. Obedeció aquel señor y he aquí, que Inés, tuvo luego otra visión
en la que vio aquel palacio en el Paraíso, y oyó la misma voz que le decía: “bien pronto vendrá tu bienhechor a habitarlo”.
Ahora
bien, todo aquel que, a causa de sus malas confesiones, tema tener preparado su
palacio o su casa en el infierno, ya sabe lo que debe hacer para librarse:
confesarse bien.
D. — Padre, cuando uno se dejó algunos
pecados en las confesiones pasadas por ignorancia o por olvido y después lleva
a conocerlos o a recordarlos, ¿está
obligado a repetir las confesiones pasadas o confesarse generalmente?
M.
— No, cuando los pecados se dejaron por
ignorancia o por olvido, entonces sólo hay Obligación de reparar aquellas
omisiones parciales. Para que haya obligación de la confesión general, es
preciso que se trate de haber recibido mal el sacramento a sabiendas y
queriendo cometer sacrilegio.
D. —Y cuando dudamos de si tenemos
obligación o no, de hacer confesión general, ¿cómo debemos comportarnos?
M.
— En este caso expónganse al confesor las dudas que se tengan, y sígase su
resolución.
D. — Gracias, Padre; y ahora dígame: ¿para quiénes será útil la confesión
general?
M.
— 1. Es útil a quien duda acerca del
valor de las confesiones pasadas, y tiene necesidad de poner en paz su
conciencia.
2.
Es útil a todos aquellos que nunca la han hecho, pues suele producir en sus
corazones mayor contrición de los pecados y consolidar la firmeza y la eficacia
del propósito de no volver a cometer más.
3.
Es también muy útil a aquellos que se encuentran en un punto decisivo de su
vida o deben escoger o abrazar un estado del cual depende su porvenir
espiritual. Estos podrán así recibir del confesor, que hace las veces de Dios,
mayor luz y mejor consejo y conseguir mayor seguridad en su elección.
D. — ¿Por
ejemplo, los esposos, al aproximarse las bodas?
M.
— Así es. También a éstos les es muy útil la confesión general, ya para
disponerse mejor para recibir el sacramento que los ha de unir hasta la muerte
de uno de ellos, ya para obtener aquella luz y consejo indispensable para
gobernarse debidamente en tal estado. El matrimonio es un sacramento grande ¡ay de quien lo recibe indignamente!
Dios no bendecirá nunca un matrimonio en el que interviene el pecado.
D. — ¿Cuándo,
Padre, puede intervenir el pecado en el matrimonio?
M.
— 1. Cuando
se prolonga mucho el noviazgo.
2. Cuando se permiten los novios
ciertas libertades en sus conversaciones y en sus tratos.
3. Cuando, estando en pecado los
novios, o no se confiesan, o, lo que es peor, se confiesan mal, para casarse.
D. — ¿Es, pues, necesario en tal confesión
manifestar que se va a contraer matrimonio, y pedir consejo al confesor en
tales circunstancias?
M.
— Sin duda. No manifestándolo, ¿cómo
puede el confesor ilustrarles en lo concerniente al nuevo estado que pretenden
abrazar?
D. —
Padre ¿cuál es el tiempo más propicio
para hacer una confesión general?
M.
— Si se trata solamente de pura utilidad o devoción, el tiempo más indicado es
el de los Ejercicios Espirituales, y
mejor al fin de los mismos; más si se trata de ponerse en gracia de Dios, debe hacerse cuanto antes se pueda.
Quien piensa disponer
de tiempo (para su conversión), no
se demore, dice el proverbio.
D. — ¿Y
se deben escribir los pecados para mejor recordarlos?
M.
— Generalmente no. El que tuviere
necesidad de recurrir a la escritura, hágalo con la debida cautela, y apenas
terminada la confesión, destruya aquel escrito, de modo que nadie pueda ya
leerlo, ni siquiera el mismo penitente.
Entre
los muchos episodios chistosos que se leen en la vida de
San Juan Bosco, se encuentra el siguiente:
Un buen muchacho, deseoso de hacer con la mayor precisión posible su confesión
general, había escrito sus pecados, llenando con ellos un cuadernillo. Más sin
saber cómo, perdió el pequeño volumen de sus infaustas gestas. Mete una y más
veces sus mayos en los bolsillos, busca y vuelve a buscar por todas partes. El
manuscrito no aparece. Entonces el pobre muchacho se desconsuela, siente
oprimírsele el corazón y rompe a llorar. Por buena suerte, el cuadernito se lo
había encontrado Don Bosco. Cuando los compañeros del muchacho lo
llevaron llorando ante el Santo, sin haberle podido arrancar la causa de su
llanto, Don Bosco le preguntó:
—
¿Qué te pasa, Jaimito? ¿Estás enfermo? ¿Tienes algún disgusto? ¿Te han pegado?
El
buen muchacho enjugándose un poco las lágrimas y animándose un poco, le
responde, ¡He perdido los pecados! A estas palabras los
compañeros prorrumpieron en regocijadas risas, y Don Bosco, que en seguida lo
había comprendido todo, le dice discretamente:
—Feliz
de ti si has perdido los pecados, y mucho más feliz, si ya no los vuelves a
encontrar, porque sin pecados, irás ciertamente al cielo.
Mas Jaimito pensando que no había sido
comprendido, se explicó diciendo:
— ¡He perdido el cuaderno en que los tenía escritos!
Entonces,
D. Bosco,
sacando del bolsillo el gran secreto, le dice:
—Está
tranquilo, querido, que tus pecados han caído en buenas manos; ¡élos aquí!
Al verlos el pobrecito
se sosegó y sonriendo añadió:
—Si hubiese sabido que era Ud. quien los había encontrado, en
vez de llorar me hubiera echado a reír. Esta noche al irme a confesar lo
hubiera dicho: Padre, me acuso de todos los pecados que usted se ha encontrado
y que tiene en el bolsillo.
D. — Muy chistoso, en verdad, es el caso,
y como todos los episodios y escenas de este gran educador y humildísimo santo,
lleno de dulzura. Y finalmente, Padre, ¿para
quiénes podría ser nociva la confesión general?
M.
— Puede ser nociva especialmente para las personas escrupulosas o llenas de
ansiedades y de vanos temores: para aquellos que, habiéndola hecho varias
veces, no se aquietan nunca y quisieran cada momento decir, desde el principio,
lo que tienen dicho ya cien veces. A todos éstos, la confesión general les
servirá sólo para suscitarles un avispero de mayores ansiedades y escrúpulos.
Estos deben obedecer al confesor, y cuando él les asegura que pueden estar
tranquilos... que él responde ante Dios del estado de su alma, ¿por qué dudar? El confesor ve y juzga
mejor que ellos. Deben, pues, quedar bien persuadidos de que obedeciendo al
confesor, obedecen a Dios mismo.
D. — Entonces, pues, cuando el confesor no
permite la confesión general, ¿debe ser
obedecido?
M.
— Sin duda, cuando el confesor no permite la confesión general está en uso de
sus plenos derechos y el penitente tiene el deber de obedecer. Solamente a este
precio se consigue poco a poco llegar a gozar de aquella tranquilidad tan
suspirada. Querer encontrar la paz por
otros caminos, es como pedir peras al olmo.
Ya vez, en resumen, de
cuánta importancia es la confesión general. Después de esto no hay por qué
maravillarnos que haya sido tan recomendada de los santos, como de un San Ignacio, de un San Carlos Borromeo, de un San
Francisco de Sales, de un San Buenaventura, de un Santo Tomás de Aquino,
que son los más célebres por su práctica espiritual y por su doctrina.
Animo, pues. Ninguno se deje engañar del demonio; y teniendo
necesidad, dispóngase a hacer una confesión general. Anímenos el pensamiento de
que, por su remedio, podemos en cierto modo reconquistar la inocencia
bautismal.
En
la vida de los santos monjes del desierto se lee que un joven, gran pecador, se
presentó al monasterio con el fin de hacerse religioso, al cual el Superior le
mandó que hiciera confesión general el domingo siguiente en la iglesia del
monasterio. El joven con este intento se preparó y escribió todos sus pecados
para mejor recordarlos y confesarlos. Ahora bien, mientras se confesaba leyendo
sus culpas, un monje de los más ancianos y virtuosos vio al mismo tiempo un
ángel que iba tachándolos del catálogo que tenía en la mano el joven, hasta
dejarlo por fin completamente blanco; como significando la blancura inmaculada
con que había quedado adornada el alma de aquel joven.
Un
hecho semejante lo refiere Cesáreo, Obispo de Arles.
Era cierto estudiante de París, el cual,
habiendo sido gran pecador, pero queriéndose convertir de veras y a toda costa,
fue a hacer confesión general con un buen confesor de la Orden Cisterciense. Más
no pudiendo declarar sus pecados, por la abundancia de lágrimas y suspiros, el
confesor le exhortó a que los escribiese
en un papel, lo que el joven hizo de muy buena gana. Púsose luego el confesor a
leerlos y encontró allí casos tan enormes, y complicados que no se atrevió a
resolverlos por sí mismo, por lo que pidió y obtuvo del penitente la licencia
necesaria para consultar acerca de ellos con el Superior. Mas cuando el Abad
tomó aquel papel para leerlo, al punto exclamó: “Pero,
¿qué cosa he de leer si no hay nada escrito?” —En efecto, Dios milagrosamente había
borrado del papel todos los pecados de aquel joven, así como los había también
borrado de su alma.
Más,
¿a qué ir aduciendo ejemplos de los santos, cuando el mismo Jesucristo nos
declara que la confesión general nos devuelve verdaderamente la inocencia
bautismal? En confirmación de esto, además del hecho de Santa Margarita de Cortona,
referido antes al tratar de los admirables efectos de la confesión, tenemos el
de Sta.
Margarita María Alacoque.
Estaba
la Santa practicando los Santos Ejercicios Espirituales, cuando se le apareció
Jesucristo, y le dijo: ––“Margarita, deseo que renueves la confesión general de los pecados
de toda tu vida, y yo te regalaré un cándido vestido”.
Margarita, para complacer a Jesús, puso mano
a la obra, y después de un diligente examen, verificó su confesión general.
Inmediatamente después se le apareció de nuevo Jesús, quien llevando en sus
manos un blanquísimo vestido se lo vistió diciéndole: “Este
es, Margarita, el vestido que te había
prometido”. Aquella cándida vestidura era la imagen de la inocencia
bautismal.
¡Oh,
mil veces bendita sea la confesión general, que produce en nuestras almas, tan
maravillosos efectos, que la purifica más y más y la deja de nuevo tan bella
como si entonces acabara de salir de la pila del Santo Bautismo!
D. —Gracias, Padre, lo he entendido todo
muy bien, y le agradezco cordialmente su doctrina; la estamparé en mi corazón.
Pbro.
Luis José Chiavarino
CONFESAOS
BIEN
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