Porque Dios quiere que
seamos conquistadores y que nuestras glorias y gozos del cielo sean fruto de
nuestros triunfos, permite que sus enemigos sean también los nuestros y que nos
declaren una guerra incesante, viva, cruel “Nuestra
pelea no es contra la carne y la sangre”, “— dice el apóstol, no contra
los hombres, menos temibles — sino contra las potestades, dominaciones y
principados de este mundo de tinieblas, contra los malos espíritus que vagan
por el aire” (Eph., VI, 12).
Cuando los
hombres se hacen tentadores, y en tal caso son lazos de Satanás y auxiliares
suyos, es más fácil conocerlos. Cierto, algunas personas, complacientes o
halagadoras, con palabras de falsa compasión, o con afecto de mala ley, nos
inducen a veces al mal humor, a murmurar, al odio, y no descubrimos bien pronto
que estos falsos amigos son enemigos de nuestra alma; pero en general las tentaciones
que nos vienen de las criaturas humanas son más manifiestas y por tanto mucho
menos pérfidas o alevosas.
El demonio es más
hábil; disimula, sugiere falsas ideas, de tal modo que el alma casi siempre se persuade
que los pensamientos en que anda proceden de su propio fondo interior; mientras
no distingue las perfidias del enemigo, se deja fácilmente seducir.
Este enemigo invisible y astuto es más fuerte que él hombre; sabe
mucho mejor que las criaturas humanas calentar la imaginación, soliviantar las
pasiones, excitar las concupiscencias, enardecer interiormente los sentimientos
de desagrado, irritación, o bien suscitar en la inteligencia nieblas sombrías,
angustias crueles, ideas que desalientan, y nos arrebatan todo esfuerzo. Es
también muy tenaz; rechazado una vez, veinte, cien veces, vuelve al combate y
redobla sus esfuerzos.
Hablando San Pablo de los enemigos del
alma, los llama príncipes, poderes, dominadores de este mundo de tinieblas; con
lo cual parece indicar a los demonios de coros superiores. Pues en efecto hubo
rebeldes en todos los grados de la jerarquía angélica, y como conservan su
naturaleza, se sigue que entre ellos hay algunos cuya fuerza es diez veces,
cien veces, probablemente mil veces mayor que la de otros. Cuando los golpes
vienen de estos príncipes del reino infernal la lucha puede alcanzar una
violencia inaudita.
“Sálvame Dios
mío, porque las aguas han subido hasta mi alma; estoy hundido en hondo lodazal,
y no hallo donde hacer pie; me hallo en alta mar y las olas de la tempestad me
sumergen” (Salm., 68, 1).
Y con todo eso, contra estos temerosos
enemigos la victoria es siempre posible; por hábiles que sean los demonios, su
estrategia les falla con frecuencia. Pues, ¿cómo
están ofuscados muchas veces estos miserables, siempre llenos de furor, siempre
inspirados por el odio, siempre desatinados por el orgullo? Si, conocen maravillosamente nuestra naturaleza y sus
defectos y pasiones, todos los males que son consecuencia del pecado original y
de nuestros pecados personales, desconocen los
elementos sobrenaturales, las gracias, las inspiraciones divinas, los auxilios
que Dios nos da; y cuanto mayor es en nosotros la medida de lo sobrenatural más
obscuro lo ven. “A un bautizado lo desconocen más
que a un infiel, a un justo más que a un pecador, un santo les es más recóndito
que un justificado” (Mr. Gay, Vie et Vertus, t, II, p. 122). A más de
esto cuanto más difiere su mentalidad de la nuestra menos la entienden. Muchas veces
atacan a destiempo, y así demasiado confiados en sus artes van torcidamente a
fracasos ciertos.
Aunque su perspicacia fuera indeficiente y
su habilidad perfecta y aun siendo la criatura muy ignorante y débil no podrían
jamás dar por seguro el triunfo, porque “Dios es
fiel y nunca permite que seamos tentados sobre nuestras fuerzas” (I Cor. X, 13).
Si el alma es apocada, Dios contiene su violencia, los acorrala, pone
límites a sus ataques y así la victoria es siempre posible al que está tentado.
Dios estableció esta ley—más de una vez, los demonios obligados
por los exorcistas la tuvieron que reconocer rabiosos — que la tentación
rechazada recae pesadamente sobre el tentador y así le aumenta sus penas (Cass.
Confér., VII, 20). Con lo cual le obliga a retirarse por algún tiempo como lo
declara Santiago:
“Resistite diabolo et fugiet a vobis. Resistid al diablo, y
huirá de vosotros” Los demonios superiores poseen más fuerza y
pueden prolongar el combate que además lo llevan con mayor eficacia, pero si el
alma no cede también éstos acaban por retirarse y dejan al alma vencedora alguna
tregua y descanso. Volverán más tarde pero el alma que los derrotó habrá
recobrado nuevos bríos. Estos poderosos malignos pelean con las almas de mayor fortaleza;
pero también inspiran, dominan y traen de cabeza a los miserables que hundidos
en el pecado en vez de resistirles se entregan a ellos buscando los medios de hacer
más mal. Los diablos de menos fuerza atacan a las
almas menos esforzadas. Así todos los
demonios del infierno, los principales espíritus malos, como los inferiores, no
pueden jamás vencer sino al que consiente en ser vencido. Dios que
sostiene a sus hijos les da siempre los medios de sacar ventaja de las
tentaciones.
Queriendo, pues,
perder las almas, el demonio les ofrece la ocasión de purificarse,
robustecerse, santificarse; hace santos intentando hacer condenados.
“Considerad como objeto de sumo gozo el caer
en varias tribulaciones”: “Omne
gaudium existimóte, fratres, cum in tentátiones varias incideritis. Tened por sumo gozo,
hermanos, cuando os halléis en diversas tentaciones.” (Sant. 1, 2). Los
soldados valerosos se regocijan cuando se les anuncia que la batalla está
cerca, y, con todo eso, a pesar de su valor, pueden ser vencidos, pero el soldado de Dios si quiere vencer está seguro de
la victoria.
“EL IDEAL DEL ALMA
FERVIENTE”
AUGUSTO SAUDREAU
Canónigo honorario de
Angers
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