I. Todos
los hombres deben temer la muerte, porque es seguida de un juicio terrible y
nadie sabe si es digno de amor o de odio. San Hilarión, el abad
Agatón y muchos otros grandes santos han temblado en la hora de la
muerte: ¿eres tú más santo que estos ilustres
penitentes? Ten presente que no pueden adoptarse bastantes precauciones
en un asunto que no se ventila sino una sola vez, que no se puede reparar y
donde se juega una eternidad de dicha o de infelicidad.
II.
Pecadores, pensad en la muerte y despreciaréis los bienes del mundo y
trabajaréis por la salvación de vuestra alma. Avaro, morirás; ¿a quién pasarán tus tesoros? Voluptuoso, ¿qué te quedará de tus placeres? Orgulloso, ¿de qué te servirán tus honores? ¿Qué desearás, qué temerás,
qué te afligirá en la hora de la muerte? Piensa ahora en ello. ¡Oh muerte, cuán amargo es tu pensamiento para el hombre
que vive en paz en medio de sus bienes! (Eclesiastés).
III.
Justos o pecadores, quienquiera seáis, iréis a la casa
de vuestra eternidad, descenderéis a la tumba; vuestros amigos, vuestros
bienes, vuestros placeres, vuestros honores os abandonarán, nada os quedará
fuera de un lúgubre sepulcro. Iréis, no sabéis ni cuándo ni cómo. Iréis,
pero de allí no volveréis; es la casa de la eternidad, donde se está para
siempre. Ya no quiero en adelante pensar sino en
morir bien; es la verdadera filosofía del cristiano. El hombre irá a la casa de su eternidad (Eclesiastés).
Pensad en la muerte.
Orad por los agonizantes
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