I.
El cielo es nuestra patria, la tierra es el lugar de nuestra peregrinación o,
más bien, de nuestro exilio. No hacemos más que pasar por este mundo, como un
viajero pasa por la hostería; después de nuestra muerte ya no se piensa en
nosotros. ¿Por qué, pues, amamos tanto este destierro? ¿Por qué tenemos tan
poco amor por nuestra patria? Piensa a menudo en el cielo en donde Dios, que es
tu Padre, te espera. Todos los días prepárate para la muerte en la cual
desemboca el camino de esta vida.
II.
Un viajero no se recarga de cosas inútiles, no edifica casa en los lugares por
donde pasa, no se afana por aparecer con magnificencia en ellos. Estas
riquezas, estos honores, te estorban y retrasan tu marcha. ¿Por qué tomar como
estables los bienes de la tierra? En el cielo es donde debes edificar una
morada y acumular tesoros, porque allí es donde debes habitar eternamente. El
hombre es tanto más feliz en esta vida, cuanto más sabe aligerarse mediante la
pobreza y no suspira tras el peso de las riquezas (Minucio Félix).
III.
Los lugares más agradables no retienen al viajero: atráele su patria con tantos
encantos que todo el resto le fastidia. ¿Por qué te detienes tú en los placeres
de esta vida? Piensa en los del cielo. Si Dios te envía aflicciones, es para
que el mundo no te seduzca con sus atractivos. Sírvete del mundo, pero no te
dejes encadenar por él. La vida es una hostería; no has entrado en ella sino
para salir (San Agustín).
El desapego a las
riquezas. Orad por los peregrinos.
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