I. Santiago en su Epístola, dice que la prudencia del mundo es terrena,
animal o diabólica. La prudencia terrena es la de los
avaros; la prudencia animal, la de los voluptuosos; y la prudencia diabólica,
la de los ambiciosos. ¿En cuál de estas tres categorías se te puede catalogar a
ti? ¿No es verdad acaso que no trabajas sino para procurarte riquezas, placeres
u honores? ¿No son éstos los tres ídolos a quienes ofreces sacrificios? Les inmolas tu espíritu, les consagras tus afanes, les
ofreces en holocausto tu prudencia (Tertuliano).
II. La prudencia del cielo desprecia estas tres clases de
bienes. Desprecia las riquezas, porque no es a los ricos sino a los pobres a
quienes Jesucristo promete la felicidad. Ella se priva de los placeres
pasajeros de esta vida, para poder gozar de las delicias eternas en compañía de
los bienaventurados. En nada cuenta la estima de los hombres: bástale la de
Dios. En una palabra, desprecia todo lo que es de este mundo, para alcanzar el
cielo, mientras que la sabiduría del mundo nos hace olvidar el cielo para no
hacernos pensar más que en la tierra. Esta sabiduría
funesta presenta ante nuestras miradas los bienes pasajeros y nos esconde los
bienes eternos (San Eusebio).
III. Para conducirte en todo según la verdadera prudencia, piensa
siempre en el fin que debes alcanzar. Hay que ir al cielo, he ahí mi gran
negocio; si lo logro, soy feliz; si fracaso, todo está perdido para mí.
¿Qué medidas tomas para llegar al cielo? Proponte este fin en todas tus
acciones y mira si ellas te conducen a él. Porque,
después de todo, una sola cosa es necesaria.
Practicad
la prudencia que os lleva al cielo. Orad por vuestra patria
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