I. Pon los ojos en las miserias de
esta vida: mira cuántos pobres, cuántos enfermos, cuántas personas afligidas; a
la vista de tantos sufrimientos, te conmoverás y exclamarás: ¿Qué hice yo, oh Dios amabilísimo, para ser preservado de
estas aflicciones? Agradece
a Dios esta merced; humíllate viendo que no puedes o que no quieres soportar
nada, mientras tantas otras personas sufren tan crueles dolores.
II. Mira a los que el mundo llama
dichosos, a los que, reuniendo en sí los bienes de la naturaleza y de la
fortuna, parece estuvieran a cubierto de toda miseria común al resto de los
mortales. Cuando hayas considerado a estos favoritos del mundo, pregúntate a ti
mismo: ¿Cuánto
durará esta aparente felicidad? ¿Cuántas penas, deseos, remordimientos de
conciencia, aprensiones terribles, acompañan a estas riquezas y a estos
placeres? ¡Ah! ¡Cuántas miserias y tristezas se esconden bajo el oro y la
púrpura!
Brillan
por afuera, por adentro no son sino miseria (Séneca).
III.
Cuando
te tiente el espíritu de orgullo, mira la tierra y di en ti mismo: ¿De qué te
enorgulleces tú, que pronto estarás encerrado en una tumba y serás pisado por
los transeúntes? Si estás afligido, mira el cielo, anímate y di: ¡Ah!
esta vida no durará siempre, iré al cielo, donde Dios enjugará mis
lágrimas y calmará mis penas.
Busquemos,
amemos ardientemente los bienes que permanecen para los que los hallaron, que
no pueden ser arrebatados a los que los adquirieron (San Gregorio).
La modestia.
Orad por los que se
hallan en pecado mortal.
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