I.
Sea que Dios te haya hecho nacer pobre, o que tú mismo te hayas despojado de
tus bienes para abrazar la pobreza religiosa, ama
tu pobreza. Sé
verdaderamente pobre de espíritu y reprime todo deseo inquieto de poseer;
espera la herencia que Dios te promete, es decir, la posesión de su gloria.
No
busques otro tesoro que la gracia de Dios; poseyéndola poseerás a Dios mismo y
serás feliz. Quien
posee a Dios, ¿no es acaso suficientemente rico?
II.
Si estás en una situación intermedia entre la opulencia y la pobreza, no trates
de elevarte. Mira a los que son más pobres que tú, y estarás contento de tu
medianía; darás gracias a Dios de que te haya puesto en el estado que anhelaba Salomón
cuando decía: Señor,
no me deis ni la pobreza ni la riqueza; concededme sólo lo que necesito para mi
subsistencia (Proverbios).
III.
Si
eres rico, mantente alerta; las promesas de Jesucristo no son para ti. Si tu
corazón está adherido a tus riquezas, corres riesgo de perder el cielo. ¡Ah! ¡Cuán
difícil es no amar lo que se posee! ¿Cómo menospreciarás aquello que te obtiene
estima y consideración? ¡Oh ricos, cuán peligrosa es vuestra condición! ¡Cuán
de temer que, por haber gozado de los bienes de la tierra, no seáis privados de
los bienes del cielo!
Amad
al prójimo.
Orad
por los pobres.
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