I.
Tengamos cuidado de no relajar nuestro fervor en el servicio de Dios. Dios, a
quien servimos, es constante e inmutable; es siempre el mismo, no amengua su
amor por nosotros; imitemos esta constancia. Repasemos en nuestro espíritu los
años transcurridos: ¿no
hemos sido antes más fervientes que ahora?
Acuérdate
de dónde has caído. Haz tus primeras obras, no sea que otro reciba tu corona
(Apocalipsis).
II.
Nuestra
relajación tiene, de ordinario, dos causas: la
primera, es una excesiva confianza en
nuestras buenas obras pasadas. Una vez que hemos confesado los pecados que nos
hacían temer el infierno, ya pensamos que podemos vivir seguros. Más, ¡cuán
infundada es nuestra confianza! Aun en el caso de que estuvieras seguro de
estar en gracia de Dios, ¿quién te asegura que perseverarás en ella hasta la
muerte? Tiembla, y trabaja seriamente en tu salvación.
El
demonio inspira la tranquilidad a fin de que las almas se pierdan más
fácilmente
(San Euquerio).
III.
La otra causa de relajamiento en el servicio de Dios es que nos
cansamos en el camino de la virtud: las austeridades, las
mortificaciones y esta vida que contraría enteramente a la naturaleza,
disgustan al cuerpo. Sublévase el espíritu al pensamiento de una penitencia de
acaso cuarenta y cincuenta años. Más, ¿quién
te ha prometido ni siquiera un día de vida? No pienses sino en el día en
que vives, en la acción que ejecutas al presente. Hazla bien y no te
atormentes de gusto por un porvenir incierto. Pasemos santamente el tiempo de
nuestra vida, ya que tan rápidamente se desliza.
Nuestros
días pasan veloces; plegue a Dios que pasen bien (San
Cesáreo).
Volved al
primer fervor.
Orad por
el aumento de la virtud.
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