COMENTARIO del blog: Esta
lectura nos enseña que debemos pedir en la oración. Como debe ser nuestra
oración en cuanto a nuestra intención. Después que la lean verán porque muchos
no son escuchados. No se pierdan este publicación, que seguro les enseñará
cosas importantes para tener en cuenta a la hora de ponerse a rezar y a pedir a
Dios. “SI DE VERDAD QUIEREN SALVAR SUS ALMAS”
“Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis”
(Juan; XVI, 21.)
Dios es la bondad infinita por esencia; así
tiene naturalmente un deseo inmenso de librarnos de nuestros males, de hacernos
felices y partícipes de su beatitud. Quiere, no obstante, y por nuestro
provecho, que le pidamos las gracias necesarias para quedar libres de los
castigos que hemos merecido, y para llegar a la felicidad eterna. El Señor ha
prometido escuchar al que le pide y al que espera en su bondad. Quiero, pues, convenceros de que las súplicas
aplacan a Dios; y que, si queremos corregirnos, nos librarán de las penas que
hemos merecido.
Para vernos libres de la calamidad que actualmente
nos aflige, y sobre todo del castigo eterno, preciso es que roguemos y que
esperemos; y, además, es necesario que roguemos y que esperemos como se debe. La súplica es tan poderosa, que suspende el
castigo y alcanza el perdón. Dios hace las mayores promesas al que ruega. (Ps.,
XLIX, 15.) Invócame, dice el Señor: Yo te libraré de todas las desgracias (Job,
XXXIII, 3); pide y te escucharé. (Job, XV, 7.) Pedid, pues, lo que quisiereis,
y lo alcanzaréis: la oración puede conseguirlo todo.
Dios
concede al que ruega mucho más de lo que pide. Si pedís algún favor a personas a quienes
habéis ofendido, se os maltrata, se os echa en cara lo que habéis obrado. No se
porta Dios así con nosotros; si le pedimos alguna gracia para la salud de
nuestra alma, no nos increpa por las ofensas pasadas: nos escucha y nos consuela,
como si le hubiésemos servido con fidelidad toda la vida. “¿Por qué os quejáis de Mí, dice el Señor? Quejaos más bien de vosotros
mismos, porque no habéis pedido las gracias que podíais obtener por medio de la
oración. Pedidme en adelante todo lo que queráis; Yo os escucharé. (Juan; XIV,
14.) Si no tenéis mérito para obtener, dirigíos en nombre mío al Eterno Padre,
rogadle por mis méritos, y os aseguro que alcanzaréis todo lo que deseareis.”
(Juan; XVI, 23.) Los príncipes de la Tierra dan rara vez audiencia, y no
reciben sino pocas personas; mas Dios recibe siempre, escucha y atiende a todos
cuantos le invocan.
Fiaos, pues, de estas grandiosas promesas que
hallamos tan a menudo repetidas en las Santas Escrituras; pidamos siempre las gracias que nos son necesarias para salvarnos;
pidamos el perdón de nuestros pecados; pidamos la gracia, el santo amor, la
resignación a la voluntad del Cielo; pidamos una buena muerte y el Paraíso.
Con la
oración lo obtendremos todo; sin la oración no conseguiremos nada. Los
Santos Padres y los teólogos enseñan que la oración es necesaria a los adultos
de necesidad de medio, es decir, que nadie sin ella puede salvarse. Lesio dice ser de fe que la oración es esencialmente
necesaria para alcanzar la salud eterna, y lo prueba por la Escritura Santa: el
que pide consigue, el que no pide no consigue. Estas palabras, petite, orate, oportet, contienen,
según Santo Tomás y los teólogos,
un precepto absoluto. Roguemos, pues, roguemos con grande confianza; fiaos en
las promesas divinas; porque Dios, dice San Agustín,
se ha obligado a nosotros por sus promesas. Él lo ha prometido; de
consiguiente, imposible es que falte
a su palabra. Roguemos, pues,
esperemos, y estemos seguros de nuestra salvación. Nunca se ha perdido ninguno de los que han esperado en Dios. (Eccl, II,
11. Ps., XVII, 31.) Mas ¿cómo
acontece que muchos piden la gracia sin conseguirla? Porque no la piden como deben. (Jac, IV, 3.) Así que no basta pedir
y esperar, sino que también es
necesario pedir y esperar como se
debe.
Dios tiene grande deseo de librarnos de los males,
y de hacernos partícipes de todos sus bienes; mas, para oírnos, quiere que se
lo pidamos como corresponde. ¿Cómo pudiera escuchar Dios a un pecador que, mientras
está rogando para ser libertado de los castigos, no quiere dejar el pecado que
es la causa y de aquéllos? Cuando el impío Jeroboán levantó la mano para herir al profeta que le echaba en rostro sus crímenes, el Señor le dejó la
mano inmóvil. Entonces el rey rogó al varón de Dios que alcanzase del Cielo la
curación de su mano. El insensato pedía
al profeta que intercediese para curarle, y no le hablaba de obtener el perdón
de su pecado.
Así sucede con muchos pecadores que piden a
Dios les libre de los azotes y se dirigen a los siervos del Señor a fin de que
detengan con sus ruegos los castigos, mas no ruegan para alcanzar la gracia de
dejar el pecado y de mudar de vida. ¿Cómo,
pues, estos desgraciados pretenden substraerse al castigo sin que sueñen
siquiera en alejar la causa? ¿Qué es lo que arma la mano del Señor? ¿Quién pone
en ella el rayo para herirnos? El pecado. El pecado es una obligación que
nosotros mismos hemos firmado, y que depone contra nosotros. Cuando
prevaricamos, nos obligamos voluntariamente a soportar el castigo.
Jeremías
exclama: ¡Oh espada del Señor! ¿Cuándo querrás cesar de herir a los hombres?
Detente al fin, y vuelve a la vaina. Mas ¿cómo puede detenerse, si los pecadores
no cesan de prevaricar, y el Señor ha mandado a las calamidades que le dejen
vengado en tanto que los pecadores continúen viviendo en el pecado? (Jeremías; IV,
6, 7.) Nosotros hacemos novenarios, distribuimos limosnas, ayunamos,
rogamos; ¿cómo, pues, no quiere oírnos
el Señor? Escuchad la respuesta que os da El mismo: ¿Cómo queréis que escuche las súplicas de los que solicitan obtener el
perdón del castigo sin acordarse de alcanzar el perdón de los pecados, a los
cuales no quieren renunciar? ¿De qué
sirven los ayunos, las limosnas, las víctimas, si no quieren mudar de vida?
(Jerem., XIV, 12.)
No os fiéis, pues, de todas estas exterioridades: preciso
es, más que todo, dejar el pecado. Hay quienes se afanan en orar, en herirse
los pechos; pedir misericordia; pero esto no basta. También rogaba el impío Antíoco; pero sus súplicas no le atrajeron la misericordia del Señor.
Este infeliz, devorado por los gusanos y cercano a morir, se dirigía al Señor
para ser librado; mas, como no tenía dolor de sus pecados, quedó privado de
misericordia. ¿Cómo es posible escapar
del castigo cuando no se quiere abandonar el pecado? ¿Cómo pueden socorrernos los santos si no
cesamos de irritar al Señor? Los hebreos tenían también a Jeremías que rogaba por ellos; mas ni
con todas las súplicas del profeta pudieron escapar del castigo, porque no
dejaron el pecado. No podemos dudar que las súplicas de los santos son utilísimas
para alcanzarnos la divina misericordia; pero lo son en cuanto nos ayudamos
nosotros mismos y hacemos todos los esfuerzos posibles para desterrar el vicio,
para huir las ocasiones, para reconciliarnos con Dios.
El
emperador Focas levantaba murallas y multiplicaba todos los géneros de defensa
posibles; mas una voz del Cielo le dijo: ¡Oh
Focas! ¿De qué te sirven todos estos
trabajos que emprendes para defenderte de los que están afuera? Cuando el
enemigo está dentro, la plaza se halla siempre en el mayor peligro.
Es, pues, necesario arrojar de nuestro corazón
el enemigo, es decir, el pecado; sin esto, ni el mismo Dios puede substraernos
del castigo, porque Dios es justo y no puede dejar impune el pecado. Los habitantes de Antioquía rogaron a la Santísima Virgen que
les librase de un grande mal que les amenazaba. San Bertoldo, que se
hallaba en la ciudad, oyó a la Virgen que desde el Cielo decía: Dejad el pecado, y Yo os libraré.
Roguemos, pues, al Señor que sea misericordioso;
pero roguémosle como hacía David: Señor,
ayudadme. Muy
bien quiere Dios ayudarnos; pero quiere también que nosotros nos ayudemos a nosotros
mismos, y que hagamos por nuestra parte todo lo que podemos hacer. El
que quiere ser ayudado, debe primero ayudarse él mismo. Dios quiere salvarnos;
pero no debemos pretender que Dios lo haga
todo, sin hacer nosotros nada. Dice San Agustín: El que te crió
sin ti, no te salvará sin ti. ¿Qué pretendéis, pues? ¿Queréis tal vez que el Señor os conduzca al Paraíso con todos vuestros pecados? Provocáis sobre
vosotros los castigos del Cielo, ¡y
queréis que de ellos os libre Dios! ¡Queréis
condenaros, y pretendéis que Dios os salve!
Si verdaderamente tenemos la intención de convertirnos,
roguemos al Señor con confianza. Aun cuando hubiéramos cometido todos los
pecados del mundo, podemos alcanzar misericordia, con tal que roguemos y que
tengamos firme voluntad de corregirnos. Pidamos a Dios en nombre de Jesucristo,
el cual nos prometió que su Eterno Padre nos concedería todo lo que le
pidiéramos por sus méritos y en su nombre. Pidamos de continuo: obtendremos
todas las gracias, y nos salvaremos. San Bernardo
nos exhorta a
dirigirnos a Dios por la mediación de María;
no puede dudarse que Ella ruega a su Hijo
por nosotros todas las veces que se lo pedimos. María alcanza todo lo que solicita; imposible es que sus
súplicas no sean oídas por su Hijo, que
tanto la ama. (Hagamos un acto de
dolor).
“DE
LA PROVIDENCIA EN LAS CALAMIDADES PÚBLICAS”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.