Cuenta la Historia
Sagrada, en el capítulo I del Libro de
los Reyes, que, al devolver los filísteos, castigados por Dios, el Arca Santa tomada a los israelitas, se
detuvo ésta en el campamento de los betsamitas, que celebraron gran fiesta al
tenerla entre ellos; pero algunos, por exceso de curiosidad, se acercaron y la
abrieron para ver lo que contenía. Esta falta de respeto, que a nosotros parece
ligera y sin importancia costó la vida a más de cincuenta mil de ellos, que
cayeron muertos en tierra, mientras el pueblo gritaba:
––
¡Cuan terrible es la presencia de un Dios tan santo y poderoso!
D.
–– Por lo visto, Padre, de Dios nadie se burla.
M.
–– Así es. Por esto, si nosotros fuéramos hombres de fe, deberíamos prorrumpir
en las mismas palabras y temblar de espanto al acercarnos a Jesús, que vive en
la Santísima Eucaristía; más, por el contrario, cuántos imitadores tienen los
betsamitas. Son cristianos, van alegres y deseosos a ver y recibir a Jesús,
pero no hacen lo que deben para honrarle como merece. No son capaces de ver las
llagas de su alma: están pegados a la tierra, a sus sentidos, a su egoísmo.
No
advierten que, cometiendo siempre las mismas faltas y teniendo los mismos
defectos, sin enmendarse de ellos, se acercan con excesiva temeridad a aquel
tremendo Misterio del que el arca no era más que una simple imagen; convierten
el remedio en veneno, hallando la muerte en las fuentes mismas de la vida. En
el Libro segundo de los Reyes se encuentra este otro episodio:
El rey David hizo trasladar el Arca a la ciudad
de su residencia, en medio del júbilo y transporte del pueblo. Puesta sobre una
carroza nueva, los bueyes se negaron a seguir y coceando la hicieron ladear.
Entonces Oza, un levita, levantó el brazo para sostenerla, cuando al instante
la ira de Dios cayó sobre él, y rodó muerto junto al Arca a causa de este
atrevimiento.
D. —
¡Pobrecillo! ¿Y qué contenía el Arca?
M.
— El Arca Santa, además de las Tablas de
la Ley y la Vara de Aarón, contenía el Maná, figura de la Eucaristía. Con
esto debemos darnos cuenta de que este Pan celestial no se debe dar a las almas
indignas, ya sea porque están en pecado o porque no tienen fe.
Esta
semejanza del Arca Santa con la Santísima Eucaristía la recuerda San Pablo cuando
dice que en los primeros tiempos de la Iglesia eran castigados muchos
cristianos con enfermedades y hasta con la muerte, como Oza, por haberse
atrevido a comulgar en forma indigna de la santidad de tan gran Sacramento.
D. — ¿Hay
también en nuestros días hechos semejantes que nos recuerdan aquellos castigos?
M.
—Tenemos muchos como el que sigue: Una
muchacha de dieciséis años había pasado toda la noche bailando y a la mañana siguiente
se acercó, atrevida, a comulgar para disimular su falta ante el párroco y las
demás compañeras. Pero, ¡pobrecilla!, apenas hubo comulgado, se apoderó de ella
un escalofrío, se le descompuso el interior, y en breves momentos, seguidos de
un vómito tremendo, echó fuera, juntamente con la Sagrada Forma, toda la comida
y después las entrañas a trozos.
D. —Cierto que de Dios nadie se burla. Por
esto yo comulgaré siempre dignamente, con el más profundo respeto y reverencia
hacia tan sublime misterio.
M.
— ¡Muy bien! Todos deberían proponerse lo mismo, y comulgar cada vez con la
mejor disposición, con los mejores sentimientos de piedad y devoción de que uno
es capaz.
D. — ¿Y qué han de hacer los que, aun
queriendo, no sienten esta piedad y devoción?
M.
—A muchos les basta la fe interna y los esfuerzos que hacen para conservarse en
gracia de Dios; otros lo suplen con la sencillez de corazón libre de culpas
voluntarias. Los que Jesús detesta son los desgraciados maliciosos, los
indiferentes, los tibios, y más aún, los que pretenden servir a dos señores,
ser cristianos y paganos, creyentes y liberales, buenos y malos, castos y
deshonestos.
D. —Aquellos, en fin, que cantan para
espantar sus males, ¿no es cierto, Padre?
M.
—Esos, esos; no me atrevía a decirlo. Pero llegará el día en que, desprendidas
las vendas de sus ojos, cuando acaben los misterios, aparecerán claros y
diáfanos los sacrilegios cometidos por haber comulgado mal, y se llenarán de
general vergüenza los que profanaron a Jesucristo, al Salvador bondadoso. Ahora Jesús se oculta y calla, pero
entonces aparecerá con todo el esplendor de su majestad y como Juez riguroso.
D. — ¡Ya basta, Padre, que tiemblo!
M.
—Ojalá temblaran todos los presumidos,
todos los indignos, los traidores, los miserables sacrílegos... Jesús, que es
tan bondadoso, les conceda conocimiento, temor y conversión.
Pbro.
Luis José Chiavarino
"COMULGAD
BIEN"
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