jueves, 9 de febrero de 2017

AVISOS A UNA JOVEN QUE VACILA ACERCA DEL ESTADO QUE HA DE ELEGIR – Por San Alfonso María de Ligorio.

SANTA TERESITA DE LISIEUX



   Una nueva y fantástica publicación de nuestro colaborador Benito Javier de Nursia. Esta es una lectura muy recomendable para las jóvenes de hoy que no saben qué hacer con su vida. Esta lectura es toda una joya que ninguna joven debería dejar de leer. Agradezco de todo corazón a Benito Javier de Nursia. Primero por su apoyo y segundo por darnos esta lectura que no tiene valor material en cuanto a su contenido. Nicky Pío.

   Hermana mía en Jesucristo: Me dice usted que está deliberando acerca del género de vida que debe abrazar. Advierto que usted vacila, porque por una parte el mundo la convida a escoger el estado del matrimonio, y por otra la invita Jesucristo a tomar el velo de religiosa en un monasterio observante.

   Piénselo bien, porque de la elección que haga depende su eterna salvación. Por esto, le recomiendo muy encarecidamente que pida a Dios todos los días su santa gracia, y comience ya a hacerlo hoy mismo en que comienza a leer estas páginas, a fin de que el Señor le dé la luz y la fortaleza que necesita para elegir aquel estado en que mejor asegure su salvación, y no tenga que arrepentirse de la elección hecha, durante toda su vida y por toda la eternidad, cuando le falte el tiempo de enmendar su yerro.

   Piense bien cuál sea para usted el partido más ventajoso y el que le haga más feliz y dichosa, si el tener por esposo a un hombre del mundo, o a Jesucristo, Hijo de Dios y Rey del Cielo; vea cuál de los dos le parece mejor, y elija entre ambos. Trece años tenía la virgen Santa Inés cuando, por su extremada belleza, se vio pretendida de muchos jóvenes, entre los cuales se encontraba el hijo del Prefecto de Roma; mas ella, dirigiendo una mirada a Jesucristo, que la quería para sí, contestó: “He hablado a un esposo mejor que tú y que todos los reyes de la tierra; justo es que no lo cambie por otro”. Y en efecto, antes que consentir en cambio tan desigual, prefirió gustosa perder la vida, en tan temprana edad, muriendo mártir por amor de Jesucristo. La misma respuesta dio la virgen Santa Domitila al Conde Aurelio, gran señor de Roma, y antes que abandonar a Jesucristo prefirió ser martirizada y quemada viva. ¡Cuán alegres y gozosas estarán ahora en el Cielo y lo estarán por toda la eternidad estas santas vírgenes por haber hecho tan buena elección! Suerte tan feliz y dichosa tiene el Señor deparada a todas las doncellas que por entregarse a Jesucristo han abandonado el mundo.

   Examine, pues, las consecuencias que se han de seguir de la elección que usted haga entre el mundo y Jesucristo. El mundo le ofrece los bienes de la tierra: honores, riquezas, placeres, pasatiempos. Jesucristo, por el contrario, le presenta azotes, espinas, oprobios, cruz; que éstos fueron los bienes que disfrutó mientras vivió en el mundo. Pero en cambio, Jesucristo le ofrece dos inapreciables bienes que no puede darle el mundo, a saber: la paz del corazón en esta vida y el paraíso en la otra.


   Además, antes de resolverse a abrazar el uno o el otro estado, debe tener muy en cuenta que su alma es eterna; es decir, que después de esta vida, que tan presto se acaba, vendrá la muerte, que le abrirá las puertas de la eternidad, y al entrar en ella le dará el Señor el premio o el castigo que haya merecido por las obras llevadas a cabo durante su vida. De suerte que la morada que le toque habitar en el punto de la muerte, ya sea feliz, ya desgraciada, en ella permanecerá por toda la eternidad: si tiene la dicha de salvarse, gozará para siempre de todos los encantos y alegrías del paraíso; si por desgracia se condena, padecerá los eternos tormentos del infierno. No pierda, pues, de vista que todas las cosas de este mundo pronto se acaban. ¡Dichoso el que se salva, desventurado el que se condena! No se le caiga jamás de la memoria aquella admirable sentencia de nuestro Salvador: ¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si al cabo pierde su alma? Esta máxima ha determinado a tantos jóvenes a encerrarse en los claustros y a sepultarse en desiertas cuevas, y a tantas doncellas a abandonar el mundo para consagrarse a Dios y acabar sus vidas con santa muerte.

   Considere, por otra parte, la mísera suerte que ha cabido a tantas nobilísimas damas, a tantas princesas y reinas que en el mundo ha habido; no les han faltado ni honores, ni alabanzas, ni servidores, ni aduladores viles; pero si han tenido la desgracia de condenarse, ¿qué les aprovecharán ahora en el infierno tantas riquezas atesoradas, tantos placeres gozados, tantos honores disfrutados? Les servirán de tormento y angustias de conciencia que despedazarán su corazón eternamente, mientras Dios sea Dios, sin poder hallar remedio alguno a su eterna ruina.

   Examinemos ahora muy despacio los bienes que el mundo promete en esta vida a sus seguidores, y los bienes que da el Señor a los que lo aman y por su amor todo lo abandonan.

   El mundo promete mucho a sus amadores; pero ¿quién ignora que es un traidor, que promete y no sabe cumplir? Demos que cumpla sus promesas; ¿qué bienes podemos de él esperar? Bienes de la tierra; pero no puede dar la paz, ni el contento que promete, porque todos sus bienes halagan a la carne y a los sentidos, pero no pueden calmar las aspiraciones del alma y del corazón. Nuestra alma ha sido creada por Dios, únicamente para amarlo en esta vida y después gozarlo en la otra; por lo cual todos los bienes del mundo, todos sus placeres y grandezas giran en torno de nuestro corazón, pero no entran en él, que sólo Dios puede colmar. Por eso Salomón llamaba a los bienes del mundo vanidad y mentira, más aptos para afligir que para contentar nuestra alma. Vanidad de vanidades, los llamó, y aflicción de espíritu. En efecto, la experiencia demuestra que mientras más riquezas poseen los ricos más angustiados viven y afligidos.

   Si el mundo colmase las ansias del corazón con los bienes que da, las princesas y las reinas, a quienes no faltan diversiones, comedias, fiestas, banquetes, soberbios palacios, lujosas carrozas, ricos vestidos, joyas de inestimable valor, pajes y lacayos que las sirven y les hacen la corte, vivirían en perpetua paz y contento. Pero ¡ah! ¡Cómo se engañan los que así piensan! Preguntadles si gozan de paz verdadera; decidles si viven contentas. ¡Qué paz y qué contento! — Os responderán todas —, mi vida es la vida de una desgraciada; no sé lo que es paz, ignoro lo que sea tener contento. El mal proceder de sus maridos, los disgustos que a cada paso les dan los hijos, los celos, los temores, las necesidades de la casa les dan a beber de continuo tragos de sinsabores y amarguras.

   De la mujer casada puede decirse que es mártir de paciencia, si es que la tiene; que de no atesorar esta virtud en su corazón, padecerá un martirio en este mundo y en la eternidad otro más espantoso. Aun cuando no padeciese otros trabajos, bastarán los remordimientos de conciencia para atormentarla de continuo; porque apegada como está a los bienes de la tierra, no le deja tiempo para pensar en su alma, no frecuenta los Sacramentos, apenas si se acuerda de encomendarse a Dios, y privada de estos medios, que tanto ayudan para bien vivir, caerá con frecuencia en el pecado y de continuo será despedazada por los remordimientos de conciencia. De donde resulta que todas las alegrías que le prometía el mundo se convierten en amarguras y serios temores de caer en la eterna condenación. ¡Desventurada de mí! —exclamará—, ¿cuál será mi suerte al entrar en la eternidad, viviendo como vivo alejada de Dios, sumergida en el pecado, caminando siempre de mal en peor? Quisiera recogerme a hacer oración, pero los cuidados de la familia y las gentes de la casa, que siempre están en movimiento, me lo prohíben; quisiera asistir a los sermones, confesar y comulgar con frecuencia; quisiera ir a menudo a la iglesia, pero me lo estorba mi marido; a veces no puedo ir acompañada como fuera menester; añádase a esto los cuidados que me agobian, la crianza de los hijos, las continuas visitas y otros mil obstáculos que me tienen atada en casa; apenas si los días festivos a las altas horas de la mañana puedo ir a Misa. ¡Desventurada de mí! ¿Por qué habré cometido la locura de casarme? ¿No me hubiera sido mejor entrar en un monasterio para trabajar en mi santificación?

   Pero ¿de qué sirven todas estas quejas y amargos lamentos, sino para aumento de sus angustias, al ver que ya no puede remediar su mala elección, estando como está presa con mil lazos al mundo? Y si acaba la vida agobiada por el peso de tantas amarguras, su muerte será también triste y angustiosa. Rodearán su lecho de muerte sus criados, su esposo y sus hijos, que derramarán amargas lágrimas, que lejos de servirle de consuelo le causarán mayor aflicción, y así afligida, pobre de merecimientos y sobrecogida por el temor de su eterna salvación, tendrá que comparecer ante el Tribunal de Jesucristo, que la ha de juzgar.

   Muy otra será la suerte de la religiosa que ha abandonado el mundo para consagrarse a Jesucristo. Será feliz en compañía de tantas esposas del Señor, en una celda solitaria, lejos del bullicio del mundo y de los continuos y próximos peligros que corren de perder a Dios las personas que viven en el siglo. En la hora de la muerte la consolará el recuerdo de haber pasado sus mejores años dedicados a la oración, mortificación y otros ejercicios santos, como visitar al Santísimo Sacramento, confesarse y comulgar con frecuencia, hacer actos de humildad, esperanza y amor a Jesucristo; y si bien el demonio no cesará de atormentarla con el recuerdo de los pecados cometidos durante su juventud, su divino Esposo, por cuyo amor abandonó el mundo, sabrá consolarla, y llena de confianza morirá abrazada a Jesús crucificado, que la llevará consigo al paraíso para vivir en su compañía por toda la eternidad.

   Ya que, hermana mía, va usted a elegir estado, escoja aquél que hubiera deseado elegir en la hora de la muerte. En aquella hora tremenda, al ver que todo se acaba, todos exclaman; ¡Ojalá hubiera trabajado por santificarme! ¡Ojalá hubiera abandonado el mundo para consagrarme a Dios! Pero entonces, lo hecho hecho está; no tienen más remedio que rendir el alma y presentarse ante el Tribunal de Cristo, que les dirá: Venid, benditos de mi Padre, venid a gozar conmigo para siempre. O bien oirán estas otras palabras: Apartaos de mí e id para siempre al infierno.

   Ahora está usted a tiempo de elegir entre el mundo y Jesucristo; si toma el partido del mundo, no se olvide que tarde o temprano se ha de arrepentir; por eso, piénselo bien. De entre las mujeres que viven en el mundo, muchas se condenan; en los monasterios rara es la que se pierde eternamente. Encomiéndese a Jesús crucificado y a María Santísima, a fin de que le den la luz y la gracia necesarias de elegir el camino que mejor la lleve a su salvación eterna.

   Si quiere hacerse religiosa, ha de estar resuelta a santificarse, porque si piensa llevar en el monasterio, a ejemplo de algunas religiosas, vida tibia e imperfecta, de nada le serviría entrar en religión; porque después de vivir vida infeliz, la acabaría con muerte desgraciada.

   En fin, de sentir usted repugnancia invencible por la vida del claustro, no puedo aconsejarle que abrace el estado del matrimonio, puesto que San Pablo a nadie lo aconseja, fuera del caso de pura necesidad, en el cual por fortuna no se halla usted; entonces permanezca al menos en su casa, trabajando en su santificación. Le ruego que durante nueve días rece la siguiente oración.

   ¡Oh Señor mío Jesucristo, que habéis muerto para salvarme!, os suplico, por los méritos de vuestra preciosísima sangre, que me deis la luz y la fuerza necesaria de elegir el estado que más convenga a mi salvación. Y Vos, oh María, Madre mía, alcanzadme esta gracia con vuestra poderosa intercesión.



“LA VOCACIÓN RELIGIOSA”

“Editorial ICTION” Bs. As. Argentina. Año 1981.


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