SANTA TERESITA DE LISIEUX |
Una nueva y fantástica publicación de nuestro colaborador Benito Javier de Nursia. Esta
es una lectura muy recomendable para las jóvenes de hoy que no saben qué hacer
con su vida. Esta lectura es toda una joya que ninguna joven debería dejar de
leer. Agradezco de todo corazón a Benito Javier de Nursia. Primero por su apoyo y segundo por
darnos esta lectura que no tiene valor material en cuanto a su contenido. Nicky
Pío.
Hermana mía en Jesucristo: Me dice usted que está deliberando acerca del género de
vida que debe abrazar. Advierto que
usted vacila, porque por una parte el mundo la convida a escoger el estado del
matrimonio, y por otra la invita Jesucristo a tomar el velo de religiosa en un
monasterio observante.
Piénselo bien, porque
de la elección que haga depende su eterna salvación. Por esto, le recomiendo
muy encarecidamente que pida a Dios todos los días su santa gracia, y comience
ya a hacerlo hoy mismo en que comienza a leer estas páginas, a fin de que el
Señor le dé la luz y la fortaleza que necesita para elegir aquel estado en que
mejor asegure su salvación, y no tenga que arrepentirse de la elección hecha,
durante toda su vida y por toda la eternidad, cuando le falte el tiempo de
enmendar su yerro.
Piense bien cuál sea para usted el partido
más ventajoso y el que le haga más feliz y dichosa, si el tener por esposo a un
hombre del mundo, o a Jesucristo, Hijo de Dios y Rey del Cielo; vea cuál de los
dos le parece mejor, y elija entre ambos. Trece años tenía la
virgen Santa Inés cuando,
por su extremada belleza, se vio pretendida de muchos jóvenes, entre los cuales
se encontraba el hijo del Prefecto de Roma; mas ella, dirigiendo una mirada a Jesucristo, que la quería para sí,
contestó: “He hablado a un esposo mejor
que tú y que todos los reyes de la tierra; justo es que no lo cambie por otro”.
Y en efecto, antes que consentir en cambio tan desigual, prefirió gustosa
perder la vida, en tan temprana edad, muriendo mártir por amor de Jesucristo. La misma respuesta dio la
virgen Santa Domitila al Conde Aurelio, gran señor de Roma, y
antes que abandonar a Jesucristo
prefirió ser martirizada y quemada viva. ¡Cuán
alegres y gozosas estarán ahora en el Cielo y lo estarán por toda la eternidad
estas santas vírgenes por haber hecho tan buena elección! Suerte tan feliz
y dichosa tiene el Señor deparada a todas las doncellas que por entregarse a Jesucristo han abandonado el mundo.
Examine,
pues, las consecuencias que se han de seguir de la elección que usted haga
entre el mundo y Jesucristo. El mundo le ofrece los bienes de la tierra: honores,
riquezas, placeres, pasatiempos. Jesucristo, por el contrario, le presenta
azotes, espinas, oprobios, cruz; que éstos fueron los bienes que disfrutó
mientras vivió en el mundo. Pero en cambio, Jesucristo le ofrece dos
inapreciables bienes que no puede darle el mundo, a saber: la paz del corazón en esta vida y el paraíso en la otra.
Además, antes de resolverse a abrazar el uno
o el otro estado, debe tener muy en cuenta que su alma es eterna; es decir, que
después de esta vida, que tan presto se acaba, vendrá la muerte, que le abrirá
las puertas de la eternidad, y al entrar en ella le dará el Señor el premio o
el castigo que haya merecido por las obras llevadas a cabo durante su vida. De
suerte que la morada que le toque habitar en el punto de la muerte, ya sea
feliz, ya desgraciada, en ella permanecerá por toda la eternidad: si tiene la dicha de salvarse, gozará para
siempre de todos los encantos y alegrías del paraíso; si por desgracia se
condena, padecerá los eternos tormentos del infierno. No pierda, pues, de
vista que todas las cosas de este mundo pronto se acaban. ¡Dichoso el que se salva, desventurado el que se condena! No se le
caiga jamás de la memoria aquella admirable sentencia de nuestro Salvador: ¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo
el mundo si al cabo pierde su alma? Esta
máxima ha determinado a tantos jóvenes a encerrarse en los claustros y a
sepultarse en desiertas cuevas, y a tantas doncellas a abandonar el mundo para
consagrarse a Dios y acabar sus vidas con santa muerte.
Considere, por otra parte, la mísera suerte
que ha cabido a tantas nobilísimas damas, a tantas princesas y reinas que en el
mundo ha habido; no les han faltado ni honores, ni alabanzas, ni servidores, ni
aduladores viles; pero si han tenido la desgracia de condenarse, ¿qué les aprovecharán ahora en el infierno
tantas riquezas atesoradas, tantos placeres
gozados, tantos honores disfrutados? Les servirán de tormento y angustias
de conciencia que despedazarán su corazón eternamente, mientras Dios sea Dios, sin poder hallar remedio alguno a su eterna ruina.
Examinemos ahora muy despacio los bienes que
el mundo promete en esta vida a sus seguidores, y los bienes que da el Señor a
los que lo aman y por su amor todo lo abandonan.
El mundo promete mucho a sus amadores; pero ¿quién
ignora que es un traidor, que promete y no sabe cumplir? Demos que cumpla sus promesas; ¿qué bienes podemos
de él esperar? Bienes de la tierra; pero no puede
dar la paz, ni el contento que promete, porque todos sus bienes halagan a la
carne y a los sentidos, pero no pueden calmar las aspiraciones del alma y del corazón.
Nuestra alma ha sido creada por Dios, únicamente para amarlo en esta vida y
después gozarlo en la otra; por lo cual todos los bienes del mundo, todos sus
placeres y grandezas giran en torno de nuestro corazón, pero no entran en él,
que sólo Dios puede colmar. Por eso Salomón llamaba a los bienes del
mundo vanidad y mentira, más aptos para afligir que para contentar nuestra
alma. Vanidad de vanidades, los llamó, y aflicción de espíritu. En efecto, la
experiencia demuestra que mientras más riquezas poseen los ricos más
angustiados viven y afligidos.
Si el mundo colmase las ansias del corazón
con los bienes que da, las princesas y las reinas, a quienes no faltan
diversiones, comedias, fiestas, banquetes, soberbios palacios, lujosas
carrozas, ricos vestidos, joyas de inestimable valor, pajes y lacayos que las
sirven y les hacen la corte, vivirían en perpetua paz y contento. Pero ¡ah! ¡Cómo se engañan los que así
piensan! Preguntadles si gozan de paz verdadera; decidles si viven
contentas. ¡Qué paz y qué contento! — Os responderán todas —, mi vida es la vida de una desgraciada; no
sé lo que es paz, ignoro lo que sea tener contento. El mal proceder de sus
maridos, los disgustos que a cada paso les dan los hijos, los celos, los
temores, las necesidades de la casa les dan a beber de continuo tragos de
sinsabores y amarguras.
De la
mujer casada puede decirse que es mártir de paciencia, si es que la tiene; que
de no atesorar esta virtud en su corazón, padecerá un martirio en este mundo y
en la eternidad otro más espantoso. Aun cuando no padeciese otros trabajos, bastarán los
remordimientos de conciencia para atormentarla de continuo; porque apegada como
está a los bienes de la tierra, no le deja tiempo para pensar en su alma, no
frecuenta los Sacramentos, apenas si se acuerda de encomendarse a Dios, y
privada de estos medios, que tanto ayudan para bien vivir, caerá con frecuencia
en el pecado y de continuo será despedazada por los remordimientos de
conciencia. De donde resulta que todas las alegrías que le prometía el mundo se
convierten en amarguras y serios temores de caer en la eterna condenación.
¡Desventurada de mí! —exclamará—, ¿cuál
será mi suerte al entrar en la eternidad, viviendo como vivo alejada de Dios,
sumergida en el pecado, caminando siempre de mal en peor? Quisiera
recogerme a hacer oración, pero los cuidados de la familia y las gentes de la
casa, que siempre están en movimiento, me lo prohíben; quisiera asistir a los
sermones, confesar y comulgar con frecuencia; quisiera ir a menudo a la iglesia,
pero me lo estorba mi marido; a veces no puedo ir acompañada como fuera
menester; añádase a esto los cuidados que me agobian, la crianza de los hijos,
las continuas visitas y otros mil obstáculos que me tienen atada en casa;
apenas si los días festivos a las altas horas de la mañana puedo ir a Misa. ¡Desventurada de mí! ¿Por qué habré cometido
la locura de casarme? ¿No me hubiera sido mejor entrar en un monasterio para
trabajar en mi santificación?
Pero
¿de qué
sirven todas estas quejas y amargos lamentos, sino para aumento de sus
angustias, al ver que ya no puede remediar su mala elección, estando como está
presa con mil lazos al mundo? Y si acaba la vida agobiada por el peso de
tantas amarguras, su muerte será también triste y angustiosa. Rodearán su lecho
de muerte sus criados, su esposo y sus hijos, que derramarán amargas lágrimas,
que lejos de servirle de consuelo le causarán mayor aflicción, y así afligida,
pobre de merecimientos y sobrecogida por el temor de su eterna salvación, tendrá
que comparecer ante el Tribunal de Jesucristo, que la ha de juzgar.
Muy otra será la suerte de la religiosa que
ha abandonado el mundo para consagrarse a Jesucristo. Será feliz en compañía de tantas esposas del
Señor, en una celda solitaria, lejos del bullicio del mundo y de los continuos
y próximos peligros que corren de perder a Dios las personas que viven en el
siglo. En la hora de la muerte la consolará el recuerdo de haber pasado sus
mejores años dedicados a la oración, mortificación y otros ejercicios santos,
como visitar al Santísimo Sacramento, confesarse y comulgar con frecuencia,
hacer actos de humildad, esperanza y amor a Jesucristo; y si bien el demonio no
cesará de atormentarla con el recuerdo de los pecados cometidos durante su juventud,
su divino Esposo, por cuyo amor abandonó el mundo, sabrá consolarla, y llena de
confianza morirá abrazada a Jesús crucificado, que la llevará consigo al
paraíso para vivir en su compañía por toda la eternidad.
Ya que, hermana mía, va usted a elegir
estado, escoja aquél que hubiera deseado elegir en la hora de la muerte. En
aquella hora tremenda, al ver que todo se acaba, todos exclaman; ¡Ojalá hubiera trabajado por santificarme!
¡Ojalá hubiera abandonado el mundo para
consagrarme a Dios! Pero entonces, lo hecho hecho está; no tienen más
remedio que rendir el alma y presentarse ante el Tribunal de Cristo, que les
dirá: Venid, benditos de mi Padre, venid
a gozar conmigo para siempre. O bien oirán estas otras palabras: Apartaos de mí e id para siempre al
infierno.
Ahora está usted a tiempo de elegir entre el
mundo y Jesucristo; si toma el
partido del mundo, no se olvide que tarde o temprano se ha de arrepentir; por
eso, piénselo bien. De entre las mujeres que viven en el mundo, muchas se
condenan; en los monasterios rara es la que se pierde eternamente.
Encomiéndese a Jesús crucificado y a
María Santísima, a fin de que le den
la luz y la gracia necesarias de elegir el camino que mejor la lleve a su
salvación eterna.
Si
quiere hacerse religiosa, ha de estar resuelta a santificarse, porque si piensa
llevar en el monasterio, a ejemplo de algunas religiosas, vida tibia e
imperfecta, de nada le serviría entrar en religión; porque
después de vivir vida infeliz, la acabaría con muerte desgraciada.
En fin, de sentir usted repugnancia
invencible por la vida del claustro, no puedo aconsejarle que abrace el estado
del matrimonio, puesto que San Pablo
a nadie lo aconseja, fuera del caso de pura necesidad, en el cual por fortuna
no se halla usted; entonces permanezca al menos en su casa, trabajando en su
santificación. Le ruego que durante
nueve días rece la siguiente oración.
¡Oh Señor mío Jesucristo, que habéis muerto
para salvarme!, os suplico, por los méritos de vuestra preciosísima sangre, que
me deis la luz y la fuerza necesaria de elegir el estado que más convenga a mi
salvación. Y Vos, oh María, Madre mía, alcanzadme esta gracia con vuestra
poderosa intercesión.
“LA
VOCACIÓN RELIGIOSA”
“Editorial
ICTION” Bs. As. Argentina. Año 1981.
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