Discípulo. —
Padre, ¿es cosa importante tener dolor de los pecados?
Maestro.
— El dolor de los pecados es cosa no sólo importantísima, sino absolutamente
indispensable para toda buena confesión. Sin
él es imposible que exista el sacramento. No es posible que exista el sacramento
de la Penitencia sin el dolor.
D. — Entonces, ¿todos aquéllos que ponen su preocupación en examinar los pecados, y se
cuidan poco en excitarse al dolor, hacen buena confesión?
M.
— Todos esos hacen confesión sacrílega o
nula: sacrílega si advierten la propia falta de dolor; nula si no atienden a
ello. Sin embargo, la buena voluntad que tiene de confesarse bien y la
diligencia con que hacen el examen incluyen por lo general el dolor, por lo que
no hay que inquietarse.
D. — ¿Qué
hay que hacer para excitarse al dolor de los pecados?
M.
— Debemos
dar una mirada al infierno que hemos merecido con nuestros pecados, al Paraíso
que por ellos hemos perdido. Miremos al Crucifijo, consideremos cómo Jesucristo
agoniza y muere por nuestros pecados.
Pensemos que Dios es todo y nosotros nada; que podría
abandonarnos de un momento a otro; que muchos otros más jóvenes que nosotros.
Muchos que tal vez han cometido menos pecados que nosotros, están en el
infierno y que si nosotros estamos aún aquí, es porque Él nos ama y porque ha
querido usar de su misericordia con nosotros.
Era un jueves santo, he
aquí que, un oficialillo muy elegante se presentó al confesionario, y sin más
ni más, díjole al Padre:
— Perdone si le hablo con franqueza; soy militar, no vengo a
confesarme: es que deseo satisfacer a mi madre y hermanas que desde el banco me
espían. Quieren que cumpla con Pascua, mas yo no creo, pues me río de todo eso.
––
¿Luego usted se ríe de la Religión y de los Sacramentos?
—
¿Se ríe de la verdad eterna, del Infierno y del Paraíso?
— Sí, Padre, también de eso me río.
—
Siendo así, ya comprende que no le puedo absolver ni mandarle a comulgar.
— Sin embargo, debo ir a comulgar para contentar a mi madre y a
mis hermanas.
—
Bien, vamos a hacer lo siguiente: Contemporice con su
madre y hermanas. Dígales que el
confesor le ha impuesto cumplir la penitencia antes de comulgar, usted,
mientras tanto hará la siguiente penitencia y después volverá:
— ¿Qué penitencia? si no me he confesado.
—
No importa, usted presentándose aquí finge que se confiesa y yo pierdo el
tiempo en oírle: no está bien que se burle usted de mí. Así, a fuer de buen
militar, me va a prometer que cumplirá la penitencia que le voy a imponer.
— Como quiera, la cumpliré, y ¿qué penitencia?
—
En estas tres noches se abstendrá de ir al casino y de toda otra diversión, y
en cuanto se acuerde dirá: “Dios
mío, yo creo en Vos, pero me río de vuestra Religión y de los Sacramentos; creo
en Vos, pero me río de la muerte y del juicio; creo en Vos, pero me río del
infierno y de la eternidad” después
puede dormirse tranquilamente. ¿Lo hará?
— Padre, lo haré; palabra de militar, palabra formal.
Se levanta y se va. El
sábado por la noche hételo de nuevo en el confesionario, se arrodilla y le dice
al Padre:
—
Yo soy el oficial de la penitencia, la he cumplido y vengo a decirle que,
pensando seriamente en las cosas que usted me mandó que dijera, siento grandes
remordimientos y lejos de reírme, las temo grandemente. Así que tenga la bondad
de ayudarme a hacer una buena confesión.
Se había obtenido el
efecto. El pensamiento de los novísimos había convertido a aquel militar, que
en el fondo todavía tenía fe, aunque amortiguada, a causa de la mala vida a que
se había entregado y de la cual en presencia de Dios, de la muerte y de la
eternidad, se sentía avergonzado.
D. — Padre, ¿de cuántas clases puede ser el dolor?
M.
— Puede ser de dos clases: dolor perfecto, llamado también de
contrición, y dolor imperfecto, por otro nombre de atrición. Quien se
arrepiente de los pecados por solo temor de los castigos que pueden sobrevenir
en ésta o en la otra vida, o sea movido por un amor interesado, ése tiene sólo atrición: ese dolor es
moneda legal, más sólo de cobre. Por el contrario, quien se arrepiente por
haber ofendido a Dios, nuestro Padre, o sea, movido de verdadero temor filial,
ése tiene contrición perfecta, que es moneda de oro.
D. — ¿Es
importante tener contrición perfecta?
M.
— Importantísimo, porque ella, unida al
propósito de no pecar más y de confesarse cuando le sea posible, obtiene
inmediatamente, aun antes de confesarse, la remisión de los pecados y si uno
muriese en ese estado se salvaría.
D. — ¿Y
se puede comulgar sin confesarse, con sólo la contrición?
M.
— Para comulgar se necesita confesarse antes.
D. — Padre, ¿y si uno después cambia de propósito y no se confiesa, reviven
aquellos pecados?
M.
— No, el pecado perdonado no revive más,
pero ese tal se haría reo de una grave omisión, de la que siempre se haría
responsable. De consiguiente, siempre que por desgracia te ocurra haber
cometido un pecado mortal, haz inmediatamente un acto de contrición perfecta,
con el propósito de confesarte lo más pronto posible, a fin de tranquilizar tu
conciencia.
D. —
Padre ¿es necesario sentir el dolor de
los pecados?
M.
— No, no es necesario sentir ese dolor, como se siente el dolor de cabeza, el
dolor de muelas; basta tenerlo en el corazón.
—
¿Qué haces ahí, hijito?... decíale el confesor a un niñito que mientras
esperaba para confesarse, se estaba dando golpes en la cabeza contra la pared.
— ¡Oh, Padre! me aporreo para que me venga el dolor de los
pecados.
D. — ¡Pobrecito!...;
¡Cuánta inocencia!... ¿Y qué cosa es el propósito?
M.
— Es la voluntad resuelta de no pecar más
y de evitar las ocasiones. Es una consecuencia del dolor; pues es imposible
concebir un verdadero dolor de los pecados sin que al mismo tiempo se tenga la
resolución de no cometerlos más.
D. — ¿Cómo
debe ser el propósito?
M.
— Debe ser eficaz, es decir de apartarse
absolutamente, cueste lo que costare del pecado, dispuesto a perderlo todo
antes que volverlos a cometer, y esto sin pretextos, sin equívocas o poco
honestas intenciones.
Uno se confesaba de
haber robado haces de leña.
—
¿Cuántos? —le pregunto el confesor.
— Padre, he tomado cinco, pero cuente siete,
—
¿Cómo? o son cinco o son siete.
Me explicaré, Padre. De los siete haces que he encontrado, he
tomado cinco, pero esta noche iré por los otros dos, me lo confieso
anticipadamente, por eso calcule usted siete.
Del mismo modo una
joven se estaba confesando y cuando recibió la absolución, antes de marcharse
pregunta al confesor:
— Padre, ¿puedo comulgar esta mañana?
—
Sí, puede comulgar, y no sólo hoy sino mañana y en adelante, todos los días...
— ¡Ah, mañana no podré, porque esta noche estoy invitada al
baile y no puedo faltar!
—
¿Al baile ha dicho? Pero si acaba de prometer a Jesús no volver a ofender más y
evitar las ocasiones de ofenderle...
— Padre, yo lo he prometido, pero con respecto a lo pasado, más
no para lo venidero.
Eso es: muchas veces se
promete por el pasado, o sea, no se promete nada; y así siempre se está al
principio: confesiones y pecados, pecados y confesiones; pero confesarse y no enmendarse es el camino más seguro para
condenarse.
D. —
¿De qué manera podremos perseverar en el
propósito?
M.
—1° Con no fiarnos mucho de nuestras
fuerzas, sino pedir constantemente a Dios el auxilio de su gracia.
2°
Imponiéndose alguna penitencia cada vez que se cae en el pecado, la cual, al
mismo tiempo que servirá para expiar en parte el pecado cometido, servirá
también para hacernos más vigilantes en lo sucesivo.
3°
Volviendo a confesarse cuanto antes se pueda, a fin de quebrantar los cuernos
al demonio y conseguir más fácilmente victoria del mismo en adelante.
Los
misioneros de África refieren que en aquellos lejanos países vive un animal
algo más grande que nuestro gato, llamado por eso gato montés. Este animal es
con frecuencia atacado por las serpientes que abundan en aquellas regiones; con
mucha frecuencia lucha con ellas; mas casi siempre sale victorioso, porque
conoce una yerba que tiene virtud extraordinaria contra las mordeduras
venenosas de las serpientes. Cuando es asaltado por ellas, apenas se siente
mordido, corre a revolcarse sobre esa yerba y a mascarla; luego vuelve en
seguida a la lucha. Herido por segunda, por tercera vez siempre recurre a la
misma yerba, y siempre queda curado. En esa forma, signe luchando hasta que
consigue arrancar la cabeza a su enemiga.
También
nosotros estamos en continua lucha con el enemigo infernal, que siempre, de mil
maneras y con todo género de pecados, nos tienta e inclina al mal. ¿Queremos
salir siempre victoriosos? El remedio es infalible. Ahí está la panacea
infalible y maravillosa: la confesión bien hecha y
frecuente. Con ella no tendrá el demonio ningún poder sobre nosotros.
D. — Padre, ¿y aquéllos que siempre andan prometiendo y nunca cumplen lo prometido?
M.
— Esos son pobres desgraciados que
ciertamente acabarán mal, porque de Dios nadie se burla.
De
mucho tiempo atrás una madre amorosa y muy temerosa de Dios, exhorta a su hijo,
díscolo y vicioso, a mudar de vida. Este le prometía siempre, pero eran
promesas de viento. Una víspera de Carnaval, la madre, más con lágrimas que con
palabras, le conjuraba a que se convirtiera; él le dijo:
“Bueno,
estoy resuelto a seguir tus consejos, también estoy avergonzado y cansado de mi
mala vida; ten paciencia por estos tres días de Carnaval, y después haré
penitencia”. El desgraciado joven pensaba en esta forma pactar con Dios,
preparándose con nuevos pecados a convertirse y confesarse. Más de Dios no se burla nadie. Pasó, los tres días
en desarreglos y extravíos. El martes a las altas horas de la noche volvía a
casa agotado por el prolongado baile, y pocos instantes después se sintió un
estrépito en su cuarto; entraron apresuradamente los familiares y lo
encontraron extendido sobre el pavimento, sofocado por un derrame de sangre.
Así acabaron sus proyectos de conversión y sus falaces propósitos.
De
los que dicen que quieren enmendarse y no se enmiendan, está lleno el infierno.
D. — ¿Y
aquéllos que dicen: no puedo, no puedo?
M.
— Esos son todavía más desgraciados, es signo cierto de que son ya esclavos de
las mas vergonzosas pasiones.
D. — Me parece que si de veras se quiere,
siempre se puede, ¿no es verdad, Padre?
M.
— Sí, porque Dios nunca niega su gracia a quien la busca de corazón, y porque
es muy grande el poder de nuestra voluntad.
Te lo pruebo con el
siguiente hecho histórico:
El
general Cambronne, muerto en el 1842, combatiendo como héroe en Waterloo,
cuando aún era simple soldado, tomado del vino le dio un bofetón a su capitán.
Juzgado por el Consejo de Guerra, fue condenado a muerte. El coronel, que sabía
que era bravo soldado, se interpuso en su favor y le obtuvo la gracia; mas
haciéndole venir ante él, quiso que le prometiera no emborracharse más.
Cambronne le dijo: “Coronel a vos debo la vida, es
muy poco lo que me pedís; así, para que mi propósito sea eficaz, juro que jamás
probaré ni vino ni licor”. Pasaron veintidós años, había llegado a
general, habiendo acompañado a Napoleón desde Canes hasta París, fue invitado a
comer por su coronel, entonces, ya retirado. Aceptó, más durante toda la comida
no probó el vino. El coronel, que todo había olvidado ya, le preguntó el porqué
de no tomar vino, Cambronne entonces le recordó el hecho de hacía veintidós
años y le manifestó la entera fidelidad con que había mantenido su juramento.
¡Oh,
si en el propósito de la confesión se imitase la fidelidad de Cambronne! Y si
se cumplen los juramentos hechos a los hombres, ¿por qué no se han de cumplir
los que se hacen con Dios?
D. — Así, pues, Padre, ¿de nada sirven las
confesiones y las absoluciones sin el propósito firme y eficaz de evitar el
pecado y las ocasiones de pecar?
M.
— De nada sirven, porque aun cuando el confesor dijere cien veces: yo te
absuelvo, Jesucristo, que lee en el corazón, diría otras cien: y yo te
condeno.....
D. —Es,
pues, muy cierto, el proverbio, que dice: Confesarse,
¿a que conduce si la enmienda no produce?
CONFESAOS
BIEN
Pbro.
Luis José Chiavarino
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.