Discípulo. — Padre, ¿cómo ha de ser la
confianza para con el confesor?
Maestro.
— Debe ser infantil, sin ansiedad ni doblez, o sea, que debemos abrirle todo
nuestro interior sin reserva alguna; en todo aquello que puede interesar a
nuestra alma, como hacen precisamente los niños que sienten la necesidad de
manifestarlo todo a quien no pretende sino su bien.
D. —
¿Qué significa eso de abrir todo nuestro
interior?
M.
— Quiere decir que debemos manifestar los pecados, los defectos, las malas
inclinaciones, es decir, todo lo que agrava la conciencia, sea referente al pasado
o al presente. El demonio, dice San Ignacio,
procede con los incautos como los jóvenes disolutos con las doncellas
inexpertas a quienes desean seducir. Ellos nada temen y de nada se guardan
tanto como de que sus pretendidas víctimas descubran a sus padres, las
palabras, las confidencias, los tratos ocultos que les prodigan, pues de lo
contrario, tendrían que desesperar de conseguir sus impuros intentos. Así el demonio se vale de toda astucia, a
fin de que no se entere el confesor de sus tramas y de sus engaños.
D. — El demonio teme tanto esta confianza
del alma para con el confesor, porque le corta todos sus lazos y le descubre
sus embustes, ¿no es verdad, Padre?
M
— Ni más ni menos; y para sofocarla o disminuirla arroja sobre el alma dudas,
temores, sospechas, desconfianzas contra el mismo confesor. Es necesario pues
cobrar valor con gran ahínco, y manifestar al padre de nuestra alma hasta estas
insidias y tentaciones.
D. —
¿Pero al confesor no le dará fastidio
estas miserias?
M.
— Todos tienen derecho de manifestar al confesor lo que interesa a su
conciencia: por eso esta confianza debe ser sin límite ni reservas, salvar siempre dos cosas: la caridad para
con el prójimo y el respeto al confesor.
D. — Padre, ¿obran mal los que no se confiesan nunca, o raras veces, porque temen
que no han de saber decirlo todo bien, o como ellos quisieran?
M.
— Obran muy mal, así como también obran mal los que quisieran recordarlo todo,
comprenderlo todo, saber explicarlo todo, y no consiguiéndolo, se inquietan y
se disgustan. Cuando uno hace lo que puede, Dios suple lo demás.
D. — Y vale esto aún para el mismo
confesor, ¿no es verdad?
M.
— Seguramente.
Nos presentamos a un padre, él sabrá interpretar y hasta adivinar lo que
nosotros no estamos en condición de recordar convenientemente, entender o
explicar. El sabrá interrogarnos debidamente y ayudarnos del mejor modo.
D. — ¿Qué
decir, padre, de aquellos a quienes disgusta el ser interrogados?
M.
— Hay que decir que gustan de estar enfermos y de no sanar, y por lo mismo no
sanarán jamás.
D. —
¿Qué quiere decir sin ansiedad ni
doblez?
M.
— Quiere decir que se debe confesar uno
sin artificios ni enredos. Faltan a estas normas aquellas pobres almas que
constreñidas por una parte, para la necesidad que sienten de manifestarse por
completo y por otra, atajadas por el miedo de exagerar, eligen un término
medio: comienzan con exordios bien estudiados, recurren a expresiones
generales, absurdas, vagas, se acusan y se excusan, dicen y se desdicen de modo
que el confesor acaba por no entender nada.
D. — ¡Cuánta
miseria! ¿Y a qué vienen tantos embrollos?
M.
— Es que
temen desacreditarse, acarrearse no sé qué deshonor, ¡pobrecitas!
no saben ellas, que precisamente la
franqueza y la sinceridad en manifestarse reas, es lo que predispone el corazón
del confesor a la compasión y al perdón; mientras que los artificios logran el
efecto contrario.
D. —
Aquí se
cumple el dicho: a quien se acusa Dios le excusa y al que se excusa Dios le
acusa, ¿no es verdad Padre?
M.
— Exacto.
Un día se presentó a confesarse con
San Juan Bosco un individuo, el cual, de pura timidez, procuraba, en vez de manifestar
sus pecados, ocultarlos y excusarlos. El siervo de Dios, que santo como era,
leía en la frente y en el alma de su penitente, le dejó hablar algún poco, más
luego, interrumpiéndole, le dice cortésmente:
—
Perdone, ¿ha venido usted aquí a acusarse o a excusarse?
— ¡Oh Padre, a acusarme!
—
Acúsese, pues, y diga sencillamente: he pensado de esta o de aquella manera...
he hecho esto o aquello... me ha sucedido esto o lo de más allá...
—
Y le dijo claro y raso todas sus miserias; luego añadió: Perdone si le apunto
los pecados, es porque no quiero que haga usted un sacrilegio y se vaya al
infierno, ya que al que se acusa, Dios lo excusa; y
al que se excusa, Dios le acusa".
Aquel
pobrecito, todo confuso pero muy contento por sentirse libre de aquel peso, no
acababa de besar una y mil veces la mano de Don Bosco, y darle las
gracias por haberle sacado de tal embrollo.
D. — Pero no todos son Don Bosco, para leer en la mente y en el
corazón.
M.
— Precisamente por eso es necesario confesarme siempre claramente y sin tapujos
ni excusas a fin de que el confesor pueda comprender bien y perdonar y no quede
engañado.
Del Papa Gregorio XVI
se cuenta que habiendo ido a visitar el
lugar en que se custodiaban en Civitavechi a los penados a galeras, preguntaba
a cada uno de los galeotes por qué motivo estaba allí. Todo, naturalmente,
contestaban:
— ¡Por nada Santidad!... ha sido una injusticia... somos
inocentes...
Finalmente
encontró a uno que muy arrepentido lloraba a lágrima viva y con gran humildad
respondió:
— Ah. Santidad... yo soy un miserable... reo de infames delitos...
justamente condenado...
Entonces
el Papa, volviéndose hacia el director del establecimiento penitenciario le
dijo:
—
No conviene que este malhechor esté entre tantos inocentes. Sácalo de aquí y
mándalo a su casa.
D. — ¡Muy
bien! ¡Viva la franqueza! Y ahora, Padre, dígame: he oído decir que la
confesión debe ser breve; ¿en qué
consiste esta brevedad?
M.
—
Consiste en confesar sin más ni más que
las cosas de mayor importancia, y sin temor de que el confesor no nos entienda
o de que nos conozca demasiado, pasemos sucesivamente a lo de menor
importancia, sin titubeos ni interrupciones.
D. —
¿Juzgan mal los que calculan el valor de
confesión por su duración, y creen, por consiguiente, que cuanto más tiempo se
pasa en el confesonario, más bien está hecha la confesión?
M.
— Los tales se equivocan, pues hay confesiones óptimas, habiendo sido
brevísimas, y hay confesiones de muy poco valor; sin embargo de haber durado
mucho. La confesión es breve siempre que
en ella no se dice nada inútilmente; y es larga siempre que en ella se dice una
sola palabra inútil o inoportuna, dicen los santos.
A
propósito de confesiones largas, oye esto: Dos beatas fueron a
confesarse con un Padre muy experimentado, aunque algún tanto rígido. Juzgó él
que las pobres cojeaban de este pie, o sea que tenían la ambicioncilla de
demorar mucho en el confesionario, y les preguntó el por qué, qué pretendían
con eso.
— ¡Oh, Padre! dijo una, porque deseo que me dé muchos consejos y
exhortaciones.
— Por estar algún tiempo a los pies del confesor que representa
a Jesús, repuso la otra.
—
Pues bien, dijo el confesor a la primera: por penitencia se aguardará la última
a salir de la iglesia y así tendrá tiempo de pedir consejos y favores de Jesús.
Dijo
después a la otra: “Muy bien, por penitencia se
aguardará a que salgan todos de la iglesia y saldrá la última. Asi tendrá
comodidad de estar cuando guste a los pies de Jesús”. Dicho esto, salió
del confesionario y dando brevemente gracias, se fué, pues ya era tarde.
Aquellas
dos reza que reza, empezaron a mirarse de soslayo, y al fin, no pudiendo
aguantarse más, una se acerca a la otra y le dice despacio:
— Perdone, señorita, ¿espera acaso a alguien?
— Yo no; ¿y usted?
— Yo tampoco.
— ¿Entonces?
— Es que esta mañana
tengo muchos deseos de rezar.
— ¡Mire qué casualidad! igual me pasa a mí.
— Diga usted, ¿se aguardará mucho todavía?
— Pero… ¿y
usted?
— ¡O no! En cuanto salga usted, saldré yo también.
— Salga usted primero y
después saldré yo. Ruégole que salga usted primero.
— Más bien le rogaría a
usted que saliera antes.
— Apuesto que adivino
la penitencia que le ha dado el confesor.
— Apuesto yo también
por lo mismo.
— Usted debe salir la
última de la iglesia.
— Usted también...
— ¿Qué hacer?
— Hagamos esto: salgamos las dos juntas.
Lo hicieron así, juntas
se fueron medio avergonzadas a contar a sus amigas la peripecia; las que
celebraron la ocurrencia con regocijadas carcajadas.
D. —
¡Qué bien! Es de esperar que aquella
lección les habrá aprovechado, ¿no es
verdad Padre?
M.
— Que aproveche
también a otras, que tal vez tienen más necesidad.
CONFESAOS
BIEN
Pbro.
Luis José Chiavarino
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