Discípulo. — Padre, estoy maravillado de
tantas lindas cosas como hasta aquí las he leído sobre la confesión, pero, si
le he de ser sincero, por mi parte, aun cuando son ya varios años que me confieso
con frecuencia, no he notado en mí ninguno de esos admirables y extraordinarios
efectos.
Maestro.
— Pues bien, ¿sabes por qué? Porque
en esto, como en cualquier otra cosa, hay modos y modos de hacerlas, es decir,
que no basta confesarse con frecuencia de cualquier modo y con cualquier
confesor, sino que es preciso confesarse siempre humilde y devotamente y con un
padre que lo sea de verdad, comportándose con él y confiándote absolutamente,
como verdadero hijo.
D. —De consiguiente, ¿es cosa importante fijarse mucho en la elección de un buen confesor?
M.
— Es asunto importantísimo... Al modo que para las cosas de interés escogemos la
persona de nuestra mayor confianza, así debemos proceder en la elección del
confesor a quien debemos confiarle la santificación y la salvación de nuestra
alma, por cierto, negocio el más importante de todos.
Don Bosco refiere
de sí mismo la dicha incomparable que tuvo de jovencito, en haber encontrado en
Don
Calosso su primer Director espiritual, y en sus Recuerdos escribe: “Cualquier
palabra, cualquier pensamiento, cualquiera acción le era manifestada cuanto
antes... En esta forma podía él dirigirme con fundamento tanto en lo espiritual
como en lo temporal: y ahora reconozco lo que significa un guía estable, un
fiel amigo del alma”.
D. — Padre, ¿obran mal los que van buscando confesor indulgente que siempre
fácilmente los absuelva?
M.
— Obran muy mal. Los tales hacen peor que los enfermos que buscan un médico
indulgente o por mejor decir cruel, que los engañe. ¿Recuerdas el caso de aquel condenado que iba por el infierno gritando?:
“Estoy condenado por no haber abandonado la ocasión de mis pecados, y éste que
me lleva sobre sus espaldas es mi confesor, que me absolvía, aunque yo era
indigno de ella.”
D. — Muy bien lo recuerdo. ¿Con eso quiere decirme que no se puede
cambiar de confesor?
M.
— Por más que sea cosa óptima y muy de aconsejar el tener un confesor fijo, sin
embargo debes saber:
1) Que
es conveniente confesarse con otro confesor siempre que las circunstancias lo
exijan, para no perder ni siquiera una absolución, por no poder acudir al
propio confesor.
2) Que conviene cambiar, alguna vez en
ocasión de ejercicios espirituales, misiones y otras semejantes.
3) Que
se debe cambiar de confesor siempre que Jesús nos dé a entender ser ése su
beneplácito.
4) Vale más cambiar cien veces de confesor, antes que por miedo, o por
vergüenza, o por cualquier otro motivo, cometer un sacrilegio.
D. — Padre, ¿es libre la elección del confesor?
M.
— Es la más libre, pero debe ser la más juiciosa. Sólo un santo puede formar
santos. Encontrando el Padre, es decir el confesor, que nos guía, abrámosle
todas las puertas de nuestro corazón de par en par, para que pueda conocernos y
cortar y extirpar sucesivamente con sus consejos y prohibiciones, todo aquello
que hay de mal en nuestra alma. Con todo tal labor es imposible sin depositar
en el confesor la mayor confianza y docilidad.
D. — Y ¿cómo se podrá adquirir esa máxima confianza y docilidad?
M.
— Para conseguirla son necesarias tres cosas.
1) Fe viva en lo que representa el
confesor o sea pensar y creer que representa a Jesús mismo.
2) Gran pureza de intención, es decir,
tener por mira sólo nuestra santificación.
3) Sincera voluntad de santificarse,
es decir aun a costa de sacrificios.
D. — Padre, ¿tendrá la bondad de explicarme una por una estas cosas y ante todo,
quién es el confesor?
M.
— El confesor es un hombre de carne y
hueso como los demás, pero en el que se esconde Jesús para oírnos por medio de
sus oídos y hablarnos por medio de su boca. Es el instrumento divino por el
cual Dios quiere darnos su perdón, hacernos oír sus consejos e intimarnos sus
prohibiciones. Es como el puente de oro a través del cual nosotros llegamos a
Jesús y Jesús llega hasta nosotros.
M.
— Como aquel que buscando el agua no se preocupa para nada del tubo o canal que
la conduce desde la colina o desde la montaña, así nosotros no debemos fijarnos
en la persona hombre del confesor, sino en Jesús Dios de quien sólo esperamos
nuestra santificación.
Preguntaron un día a
cierta alma: “¿Qué diferencia hay entre
Jesús y tu confesor?” “Ninguna”, —respondió ella sin titubear. Y dijo bien,
porque aquel Jesús que para hacerse nuestra comida en la Comunión se viste de
las especies sacramentales de la Hostia, para hacerse nuestro médico en la
confesión, se reviste de la persona del confesor.
D. — Eso quiere decir, Padre, que así como
no atendemos a las especies del pan cuando nos acercamos a la Comunión, sino
que únicamente pensamos en Jesús, así al acercarnos al confesor sólo debemos
pensar en Jesús, oculto en la persona del sacerdote.
M.
— ¡Así mismo!
D. — ¡Qué
bien! Y ahora, por favor, ¿qué
quiere decir pureza de intención?
M.
— Quiere decir, que cuando uno va a
confesarse, no debe pensar en otra cosa sino en su propia alma. Fuera, pues,
toda idea de vanidad, toda idea de interés material, fuera también todo temor
de lo que podría oír de nosotros el confesor. El confesor que representa a
Jesucristo, no concebirá nunca desestima o malhumor por cualquier confidencia
que le hagamos, antes por el contrario le acrecentará la estima e interés que
por nosotros tenía, le animará de mejor buena voluntad, usará de más sinceridad
y sencillez, aun en las cosas más humillantes.
D. —
Esto, naturalmente, reza conmigo.
El confesor es como un
médico que cura con más amor a los enfermos que mejor conoce, y a los enfermos
que más confianza depositan en él. Finalmente, ¿qué quiere decir voluntad sincera y constante?
M.
— Quiere decir que no debemos obrar como
los niños inexpertos y caprichosos, que quieren y no quieren, sino debemos
querer resueltamente enmendarnos. No tienen tal voluntad los que de palabra querrían ser
buenos y santos, más no quieren que eso costase esfuerzos y fatigas; ni
aquellos que a la sola idea de cambiar de vida, sienten gran repugnancia,
tiemblan y se espantan, ni los que no pueden oír que se les diga la verdad
clara y rasa.
D. — Esos son como aquellos enfermos que
no quieren saber nada de cortes, cuando el mal está gangrenado, ¿no es verdad, Padre?
M.
— Cierto que sí. A propósito de enfermos, escucha la siguiente narración.
Cierto
señor un tanto caprichoso cayó enfermo. Habiendo venido el médico y tomándole
el pulso dijóle:
—Amigo,
tenéis mucha fiebre, es preciso sacar sangre.
— ¿Sacarme sangre? ¡No tal! Debe usted ponerme más y no sacarme.
—Pues
bien, tomaréis un buen purgante.
— ¿Un purgante? ¡Jamás! No quiero descomponerme el estómago.
—Estaréis,
pues, a dieta rigurosa.
— ¡Qué dieta, ni qué dieta; yo necesito fortalecerme y no
debilitarme!
—Cerrad
aquella ventana, pues bastaría una corriente de aire para llevaros al otro
mundo.
—Señor doctor, usted quiere que muera asfixiado. No. No. Que se
abra de par en par la puerta.
M.
— ¿Qué dices, amigo de este enfermo?
D — Digo que, o está loco o quiere
morirse.
M.
— Ahora bien, así como para sanar de las enfermedades corporales, es
indispensable someterse a las experiencias y decisiones del médico, así para
enmendarse y santificarse, es menester abandonarse en las manos de un buen
confesor revestido de la prudencia, de la ciencia, de la santidad de Jesucristo
y tener con él la mayor confianza.
D. —
¿Y será posible, Padre, encontrar un
confesor de semejantes cualidades?
M.
— ¿Cómo no, si se le pide a Dios con
humilde oración? Jesús siempre se deja encontrar de quien lo busca de
corazón. Como se dejó encontrar de la Magdalena
en el huerto, en forma de hortelano, así se deja encontrar en la confesión en
forma de confesor.
D. — Usted, padre, me da ánimo; voy desde
luego a buscar un confesor que sea un verdadero Jesús en figura de sacerdote.
M.
— No obstante, cuando esto no fuese posible del todo, por la escasez de
sacerdotes, sea tu confesor aquel que quieras tener en la hora de la muerte y
confiésate con él siempre como si realmente estuvieses en tan extremo peligro. Escucha a este propósito, un caso que se
lee en la vida de San Juan Bosco y que trae el Boletín Salesiano de Septiembre de
1922.
Vinieron
un día a llamar a Don Bosco, por un joven que frecuentaba ordinariamente el oratorio
y que se hallaba gravemente enfermo. Don Bosco estaba ausente: no volvió a Turín
sino después de los dos días, y sólo al día siguiente, sobre las cuatro de la
tarde, pudo dirigirse a casa del enfermo. Cuando hubo llegado, vio colocado a la
puerta el paño negro de costumbre en el que estaba escrito el nombre del joven
a quien él venía a buscar. Así y todo, Don Bosco quiso subir para saludar y
consolar a los pobres padres del difunto joven. Los encontró anegados en
llanto, y supo por ellos que el joven había muerto aquella misma mañana. Don Bosco pidió
que se le dejara entrar en el cuarto donde estaba el joven difunto, para
poderlo ver por última vez.
Un
doméstico lo llevó allá. “Al entrar —refiere Don Bosco–– cruzó por mi
mente el pensamiento de que acaso el joven no estaba muerto. Me acerqué al
lecho y lo llamé por su nombre: — ¡Carlos! Entonces
él abrió los ojos y me saludó con acento de profundo estupor: “¡Oh Don Bosco! Ella, (María Auxiliadora) me ha despertado de un sueño espantoso”.
Al
oír aquella voz varias personas que se encontraban en el cuarto, huyeron
aterrorizadas dando gritos de espanto y echando al suelo algunas luces.
Mientras tanto él seguía diciendo.
—Me parecía estar suspendido sobre una profunda caverna: tan
estrecha, que me sentí falto de respiración. En el fondo, en un espacio más
vasto y más alumbrado, numerosas almas se hallaban sometidas al juicio; y yo
veía cada vez con mayor terror que muchas de éstas eran condenadas. Llegó por
fin mi turno y ya estaba a punto de sufrir la misma tremenda suerte, por
haberme confesado mal en mi última confesión, cuando he aquí que “Ella me ha despertado".
Entretanto
los padres del joven, habiendo sabido que su hijo vivía acudieron, felices de
volverlo a ver. El los saludó cordialmente, más les dijo en seguida que no
debían esperar su curación; los abrazó y los besó y refirió a Don Bosco haber
caído miserablemente en un pecado mortal, el cual tenía firme propósito de
confesar y que a tal objeto en cuanto se sintió agravarse la enfermedad, había
mandado llamar a Don Bosco, más porque él no estaba, le trajeron otro padre a quien
él no conocía, y al que no tuvo el valor de confesar la falta cometida. Ahora
bien, Dios quiso mostrarle cómo, por tal confesión sacrílega había merecido el
infierno. Se confesó luego, con vivo dolor, y
recibida la absolución, cerró los ojos y plácidamente expiró.
Como
ves muy bien, la confianza es indispensable para una buena confesión.
D. —
Muy cierto... ¿Y quién querrá ir al
infierno por un poco de temor, por un poco de vergüenza o rubor; que después se
cambia en gran consolación?
“CONFESAOS
BIEN”
Pbro.
Luis José Chiavarino
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