LA TENTACIÓN DE SANTO TOMÁS DE AQUINO
Los
enemigos espirituales son la concupiscencia, el mundo y el demonio: la concupiscencia es un enemigo
interior, que llevamos siempre con nosotros mismos; el mundo y el demonio son
enemigos exteriores, que avivan el fuego de la concupiscencia.
I. La lucha contra la concupiscencia.
(Sobre
este tema también puede consultarse el admirable tratadillo de Bossuet sobre
la concupiscencia)
Describe San
Juan la concupiscencia en el célebre texto: (I Juan. II, 16) “Todo lo que hay en el mundo, es
concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, y soberbia de la vida:
lo cual no nace del Padre”. Cuidaremos de exponerlo convenientemente.
1°. CONCUPISCENCIA DE LA CARNE
La
concupiscencia de la carne es el amor desordenado de los placeres de los
sentidos.
A) El mal. El placer no es malo de suyo; Dios permite
el placer ordenándole a un fin superior que es el bien honesto; junta el placer
con ciertos actos buenos, para que se nos hagan más fáciles, y para atraernos
así al cumplimiento de nuestros deberes. Gustar del placer con moderación y
ordenándole a su fin propio, que es el bien moral y sobrenatural, no es un mal,
sino un acto bueno; porque tiende a un fin bueno que, en último término, es el
mismo Dios. Mas desear el placer independientemente del fin que le hace lícito;
quererle, por lo tanto, como un fin en el cual descansa la voluntad, es un
desorden; porque es ir contra el orden sapientísimo puesto por Dios. Y ese desorden
trae otro consigo; porque, al obrar por solo el placer, corremos peligro de amarle
con exceso, ya que entonces no nos guía el fin que pone límites al deseo
inmoderado del placer que existe en cada uno de nosotros.
Quiso Dios en su sabiduría poner un gusto en
los mantenimientos para que nos estimulara a reparar las fuerzas del cuerpo. Pero,
como dice Bossuet (T. Sobre la concupiscencia Cap IV) “Los hombres ingratos y carnales tomaron ocasión
de ese placer para cuidar del propio cuerpo más que de Dios que le había
formado... El gusto de los mantenimientos los cautiva; en vez de comer para
vivir, parecen, según el dicho de uno de aquellos antiguos, repetido más tarde
por San
Agustín, no vivir sino para comer. Aún a aquellos que saben regular sus
deseos, y se sientan a la mesa para remediar la necesidad de su naturaleza,
engáñales el placer, y, arrastrados más de lo conveniente por sus atractivos, pásanse
de la raya; enseñoréase insensiblemente de ellos el placer, y nunca creen haber
satisfecho harto la necesidad, mientras sienten deleite en el comer y el beber”.
De aquí nacen mil excesos en la comida y en la bebida, opuestos a la templanza.
¿Y qué habremos de decir del placer aún
más peligroso de la voluptuosidad, “de aquella llaga profunda y vergonzosa de
la naturaleza, de aquella concupiscencia que sujeta el alma al cuerpo con lazos
tan dulces y tan duramente apretados, que tanto cuesta romper, y que causa tan
espantables desórdenes en el género humano?” Bossuet
(T. Sobre la concupiscencia Cap. V)
Esta
clase de placer sensual es tanto más peligroso cuanto que está repartido por
todo el cuerpo. Tocado de él está el sentido de la vista, porque por los ojos
comienza a entrar en el alma la ponzoña del amor sensual. Tocado el del oído,
cuando, con peligrosas pláticas y cánticos llenos de molicie, se enciende o
mantiene la llama del amor impuro y aquella secreta propensión que sentimos
hacia los goces sensuales. — Crece tanto más el peligro, cuanto que todos los
placeres de la carne excítanse unos a otros; aun los que parecen más inocentes,
si no andamos siempre alerta, abren el camino a los más pecaminosos. Hay
también cierta molicie y delicadeza repartida por todo el cuerpo, que nos lleva
a buscar descanso en el bien sensible, y así despierta la concupiscencia y
atiza su fuego. Amamos al cuerpo con apego tal que pone olvido del alma; el
cuidado excesivo de la salud nos hace tratar con mimo al cuerpo; todas esas
diversas sensaciones son otros tantos brotes de la concupiscencia de la carne. Bossuet.
B) El remedio de tamaño mal es la mortificación del
placer de los sentidos; porque, como dice S. Pablo,
“los que son de Jesucristo, tienen crucificada
su propia carne con los vicios y las pasiones”. (Gálatas V, 24) Pues
crucificar la carne, dice M. Olier “es atar, agarrotar, ahogar interiormente
todos los deseos impuros y desordenados que sentimos en nuestra carne”; es
además mortificar los sentidos externos, que nos ponen en relación con las
cosas de fuera, y excitan en nosotros peligrosos deseos. La razón fundamental
por la que estamos obligados a practicar esa mortificación, son las promesas
del bautismo.
Por el bautismo, que nos hace morir al pecado
y nos incorpora a Cristo, quedamos obligados a practicar la mortificación del
placer sensual; porque, según dice San Pablo,
“no somos deudores a la carne para vivir
según la carne, sino que estamos obligados a vivir según el espíritu; y, puesto
que vivimos por el espíritu, caminemos según el espíritu, que pone en nuestro
corazón el amor a la cruz y nos da fuerzas para llevarla”.
El bautismo de inmersión, con su simbolismo,
nos demuestra la verdad de esta doctrina: sumergido en el agua el catecúmeno, muere
al pecado y a sus causas, y, al ser sacado del agua, participa de una vida
nueva, que es la de Jesucristo resucitado. Tal
es la doctrina de San Pablo (Romanos VI 2-4): “Estando ya muertos al pecado,
¿cómo hemos de vivir aún en él? ¿No sabéis que, cuantos hemos sido bautizados en
Jesucristo, lo hemos sido con su muerte? En efecto: en el bautismo hemos
quedado sepultados con él muriendo, a fin de que así como Cristo resucitó de
muerte a vida para gloria del Padre, así también procedamos nosotros con nuevo
tenor de vida Así, pues, la inmersión bautismal significa la muerte al pecado,
y la obligación de pelear contra la concupiscencia que al pecado inclina; y el
salir del agua representa la vida nueva, por la que participamos de la vida del
Salvador resucitado. “No se muda el
pensamiento del Apóstol porque se le traduzca de la siguiente manera en estilo
teológico moderno: Los sacramentos son signos eficaces que producen ex opere operato
lo que significan. Mas el bautismo representa sacramentalmente la muerte y la
vida de Cristo. Es necesario, pues, que produzca en nosotros una muerte,
mística en su esencia, pero real en sus efectos, muerte al pecado, a la carne,
al hombre viejo, y una vida semejante a la de Jesucristo resucitado” El bautismo nos obliga, pues, a
mortificar la concupiscencia que
mora en nosotros, y a imitar a Nuestro Señor
que, al crucificar su carne, nos ha merecido la gracia de crucificar la nuestra. Los clavos, con que la crucificamos, son precisamente
los diferentes actos de
mortificación que llevamos al cabo.
Tan fuerte es esta obligación de mortificar
el placer, que de ella depende nuestra salvación y nuestra vida espiritual: “Porque, si viviereis según la carne,
moriréis; mas, si con el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”
(Romanos VIII, 13).
Para que la victoria sea completa, no basta con
renunciar a los malos placeres (lo cual es de precepto); es menester también
sacrificar los placeres peligrosos que nos llevan casi infaliblemente al pecado;
y aún privarnos de algunos placeres lícitos, para fortalecer nuestra voluntad contra
los atractivos del placer prohibido; porque, quien goza sin restricción de
todos los deleites permitidos, está a punto de correrse a gozar de los que ya
no lo son.
“COMPENDIO
DE TEOLOGÍA ASCÉTICA Y MÍSTICA”
Adolphe
Tanquerey
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